[17/4/2002]
El viajero del tiempo llega al mundo del futuro
Hoy: Cristales y radios
El hombre del traje metálico sacó del bolsillo un cristal transparente, del tamaño de una pelota de ping-pong. Lo insertó en una depresión de la máquina y se sentó en la butaca derecha. Ante él se desplegó una consola con diales y botones. A mí me invitó a ocupar la butaca izquierda.
Las luces decrecieron hasta dejarnos casi a oscuras. Al mismo tiempo, la pared de enfrente empezó a brillar y se cubrió con un remolino de letras de colores.
—La biblioteca mundial —anunció el hombre del traje metálico, mientras las letras formaban títulos veloces, páginas en movimiento, párrafos en forma de río.
El hombre pulsó dos botones, giró un dial. Una escritura de aspecto antiguo llenó la pared.
—Shakespeare —dijo el hombre.
Rápidamente, partituras complejas ocuparon su lugar.
—Bach —dijo el hombre—. Piribí porobó, piribí porobó, piribí porobó lo ló —tarareó la melodía del primer movimiento del tercer Concierto Brandeburgués.
El hombre manipulaba el contenido de la pared moviendo los controles como un músico virtuoso ejecuta su instrumento. Las partituras dieron lugar a un reguero de fórmulas, que terminó en un radiante “e igual a emecé al cuadrado”.
—¡Einstein! —exclamó el hombre del traje métálico.
El río de información se ensanchó y la corriente se hizo más lenta, convertida en una lista de títulos, aparentemente infinita. El hombre del traje metálico me miró con una sonrisa de satisfacción.
—Toda la sabiduría que ha acumulado el ser humano está aquí -dijo, señalando el cristal que había sacado de su bolsillo—. Cada libro escrito por el hombre, cada descubrimiento científico, cada obra de arte.
Volvió a extraer el cristal de su nicho y lo elevó a la altura de su frente, con un gesto de veneración. De inmediato, la pared se apagó y las luces volvieron a la normalidad. La consola se replegó a un lado de la butaca.
—Toda persona -continuó- recibe un cristal como este cuando cumple los doce años. Y luego, cada lustro o cada década, le es permitido peregrinar al Centro Mundial para actualizar la información. Porque, ¿sabe? —hizo una pausa—. ¡En el cristal aún queda espacio libre!
El cristal y la pared luminosa no eran las únicas sorpresas que iba a recibir ese día. El hombre del traje metálico me señaló un mueble no muy diferente de una radio común y corriente. Lo encendió y empezó a mover el dial. Un sonido como el que haría un telegrafista inhumanamente rápido emergió del parlante.
—Habrá reconocido el código Morse, sólo que acelerado —dijo el hombre—. Pues bien, este aparato es nuestra radio-periódico. Vea lo que sucede ahora.
Pulsó un gran botón rojo, y de una ranura que antes no había visto empezó a salir una tira de papel, de unos diez centímetros de ancho. Estaba escrita por la parte superior:
“CAOS EN LA LUNA. La rebelión de los robots se extiende por las cúpulas.”
No alcancé a leer más. El hombre arrancó la tira de papel con rabia.
—¡Siempre malas noticias! —exclamó, mientras la arrojaba, arrugada, a un rincón de la habitación.
—Igual es una maravilla —traté de consolarlo.
(Continuará.)
(Con respeto, a los escritores de ciencia ficción que inventaron el futuro durante el siglo pasado.)
Siempre me divirtió el “retrofuturo” (palabra que en el año 2002 yo no conocía, o tal vez no existía). La idea de este capítulo de una supuesta novela era, como queda claro, parodiar lo que se pudo haber predicho en otra época sobre este mundo de computadoras e Internet. En los días siguientes escribí dos capítulos más, y ahí quedó el tema.
Pero el título me siguió picando durante todo este tiempo. Hasta que el año pasado escribí una novela (auténtica esta vez) llamada El viajero del tiempo llega al mundo del futuro, que no incluye ninguno de estos capítulos de 2002, pero tiene como tema el retrofuturo. La acaba de publicar el Grupo Editorial Norma.
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