Mes: diciembre 2002

Críanzas

[26/12/2002]

Cría cuervos y te sacarán los ojos.

Cría monos y te sacarán los piojos.

Cría daltónicos y te sacarán los rojos.

Cría piernas ortopédicas y te sacarán los cojos.

[Más tarde:]

Cría sepultureros y te sacarán los despojos.

Cría Chicas Superpoderosas y te sacarán los Mojojojos.

Cría ladrones y te sacarán los cerrojos.

Regalo nombre

[26/12/2002]

Regalo nombre un poco anticuado para banda de rock:


Lapislázuli Tumefacto

Sacudía las manos como alas

[25/12/2002]

Sacudía las manos como alas. Sacudía los ojos como garras. Sacudía los pies como granizo. Corría hacia arriba, hasta el último piso, y bajaba silbando entre las ramas de los árboles. Movía la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Hacía ruido de caballo con los labios. Enrollaba las sábanas en un brazo y atacaba las paredes evitando que lo mordieran. Encendía la luz, la apagaba, sacaba las lamparitas para romperlas en el baño. Abría las ventanas de par en par, de dos en dos, para cerrarlas con tres golpes. Fruncía la nariz, fruncía el frunce, se achicaba la cara hasta que dejaran de vérsela. Se agachaba poco a poco, grado a grado, para levantarse de un salto y morder el aire. Quería volar y no podía. Tenía pesadillas.

Hoy

[23/12/2002]

Estoy a caballo entre hoy y mañana, a las tres y media de la madrugada. Todavía pienso en “hoy domingo”, pero descubro que Clarín, La Nación y Página/12 ya tienen las nuevas ediciones en la Web, y así la balanza se desplaza hacia “hoy lunes”. Ahora el insomnio parece más grave.

Google

[22/12/2002]

Por primera vez se me ocurre buscar en Google los nombres de una pareja de amigos con quienes perdí contacto hace veinte años. Nada. Una referencia a algo que hicieron en 1982, una pista indirecta de que tal vez él viva en Alemania, un posible aviso fúnebre con el apellido mal escrito, un bar en algún lado con el nombre de ella. Es decir, nada. ¿Dónde están? ¿Están?

¡Así sí, Sísifo!

[21/12/2002]

¡Así sí, Sísifo!

La frase anterior tiene cuatro veces seguidas la sílaba sí, cosa que los optimistas aceptarán de inmediato, alborozados además por el cariz positivo tanto de frase como de sílaba.

Los pesimistas, sin embargo, cuestionarán que la última aparición de la sílaba no tiene acento, y dirán que por lo tanto la repetición no es perfecta. Para ellos, entonces, proponemos esta alternativa, usando un par de letras más apropiado para su espíritu:

El pionono no nos gustó.

Así y todo habrá algunos, más pesimistas que el pésimo, que harán notar que la última aparición de no no forma sílaba. Y dirán que es una pobre excusa de nuestra parte el haber usado la expresión “un par de letras” en vez de la palabra “sílaba” al presentar esa propuesta.

Es evidente que nunca se podrá conformar a todo el mundo.

(Estoy seguro de haber visto la idea de las sílabas repetidas en algún lado, pero no sé dónde. ¿Alguien puede ayudar a mi memoria?)

[21/12/2012]

Esto se puso mucho más interesante unos días más tarde. Pronto la continuación reaparecerá aquí mismo. ¡Suspenso!

[Update:] Fin del suspenso: acá está la continuación, del 29 de diciembre de 2002.

2001 y 2002

[20/12/2002]

El 19 de diciembre de 2001 mi hijo Gabriel cumplió seis años. Hicimos la fiestita en una sala de la calle Juramento. A la entrada había algo de tensión en el aire, pero pasamos dos horas y media aislados de las noticias. Luego descubrimos que durante ese rato la realidad se había deteriorado, hasta el punto en que los padres que venían a retirar a sus hijos a la hora convenida traían caras largas, malas noticias, peores presagios. Había que esforzarse para conservar la felicidad del cumpleañero. Hablábamos de saqueos, crisis, fin de época. Todo era muy raro.

Ayer, 19 de diciembre de 2002, mi hijo Gabriel cumplió siete años. Hicimos la fiestita en una sala de la avenida Monroe. A la entrada había sonrisas, alegría, expectación. Pasamos dos horas y media disfrutando el aire acondicionado, mientras los chicos se divertían a todo trapo. Al final, cuando los padres volvieron para llevarse a sus hijos, también había sonrisas, alegría, torta compartida. Conversábamos sobre planes para las fiestas, las vacaciones, las colonias de verano. Todo era muy raro.

[20/12/2012]

Y ni hablar de lo raro que es todo ahora, cuando Gabriel acaba de cumplir diecisiete.

La máquina del tiempo

[18/12/2002]

Tengo una máquina del tiempo. No sé desde cuando, porque una de sus muchas limitaciones es que resulta casi imposible recordarla. Hace unos minutos tropecé con ella por accidente, seguro de que nunca había estado ahí, y pensé con sorpresa: “Oh, una máquina del tiempo.” Pero mi conocimiento inmediato de su función y de muchas de sus características me hicieron sospechar, por lo que creo que en realidad hace mucho que la tengo, y ella se empeña en contradecirme.

A primera vista podría parecer que la peor de esas limitaciones de que hablé es que el tiempo objetivo de duración de un viaje debe ser siempre igual a cero. En otras palabras, debo volver exactamente al momento en que partí, sin destruir la continuidad de mi línea temporal. Pero el tiempo objetivo de viaje no es lo mismo que el subjetivo, que en principio no tiene limites: es decir, podría pasar una eternidad en otros momentos, mientras el regreso, como el de un yo-yo perfecto, sea al instante exacto del inicio. El verdadero problema es que el tiempo subjetivo de viaje se hace muy costoso: hay que estar preparándose durante mucho tiempo, mientras la propia máquina trata de borrarse de la memoria de uno, pensando sólo en el viaje, porque la máquina toma su energía de la tensión psíquica del viajero; cuanto más expectante uno está, cuanto más concentrado en la necesidad de viajar, más largo y exitoso será el viaje. Por una serie de cálculos que sería muy complejo explicar aquí, que toman en cuenta un crecimiento exponencial de los requerimientos de energía en función de la duración del viaje, he llegado a la conclusión de que mi límite al respecto ronda el segundo. Puede parecer poco, pero si el instante de destino está bien elegido, y la concentración es verdaderamente alta (y debe serlo, para que la propia máquina encuentre energía suficiente para funcionar), entonces ese segundo puede ser el más intenso de toda una vida.

Sin embargo, hay otra dificultad. De la misma manera en que la máquina se borra de la memoria (sin duda como un efecto secundario de su uso de energías psíquicas), también se borra el viaje en sí. En otras palabras, el recuerdo de cada viaje, de ese segundo heroico, se evapora con gran rapidez. La mayor parte del recuerdo ya se va en la misma acción de regresar, cuando la máquina consume más cantidad de energía. Y el resto se extingue poco después, como lo que queda de un sueño al despertar.

De esta manera, aunque dispongo de esta maravillosa máquina del tiempo y lo conozco todo sobre ella, todavía ignoro si ya he logrado cumplir mi principal proyecto. Hasta donde sé, tal vez haya visto cien veces, una vez o ninguna mi propio yo, a los seis años, echado en el piso una tarde de verano, jugando con los autitos en la galería de la casa de mi abuela.

Al amanecer

[18/12/2002]

Al amanecer, cuando el sol da horizontal sobre la enorme medianera de ladrillo descubierto del edificio que tengo enfrente, resulta algo muy parecido a un paisaje marciano.

La clase de gimnasia

[17/12/2002]

Mi ventana da a un patio que está en los fondos de un centro de PAMI. En ese lugar, ayer a la mañana se reunió un grupo de mujeres mayores, sin duda jubiladas y pensionadas, para hacer gimnasia. Algunas eran flacas y largas, otras tan redondeadas que desde mi sexto piso parecían escarabajos reblandecidos por el sol. Desde arriba les veía las distintas tinturas: rubias la mayoría, una con el pelo completamente negro, todas con elaboradas formaciones de pelo sobre la cabeza. Ninguna tenía ropa del todo gimnástica: zapatillas y jeans, blusas y shorts, las combinaciones eran variadas, irrepetibles, llenas de color.

Las dirigía un hombre, también mayor, de camisa azul y pantalón de vestir, con zapatos negros de punta angosta. Él no hacía los ejercicios, sólo los indicaba con una voz firme, obtenida a lo largo de muchos años de práctica:

—Levanto la cola. Bajo la cola. Levanto la cola. Bajo la cola. Levanto la cola…

Y mientras hablaba iba caminando lentamente entre las mujeres.

Al principio los ejercicios eran fáciles. De pie, giraban la cabeza a la izquierda, luego a la derecha. Hacían un círculo no muy amplio con los brazos. Inclinaban el cuerpo a un lado, uno, dos, tres, y al otro, uno, dos, tres. Acostadas, alzaban un muslo, estiraban la pierna, encogían la pierna, la bajaban. Plegaban las piernas sobre el abdomen y las abrazaban con fuerza. Cruzaban las manos bajo la nuca y levantaban un poco los hombros del suelo.

Después las cosas se fueron poniendo un poco más complicadas. Hicieron un arco con el cuerpo, apoyadas en manos y pies, curvando espaldas y disparando colas hacia el cielo, y levantaron a la vez la mano izquierda y la pierna derecha. Las volvieron a apoyar. Levantaron la mano derecha y la pierna izquierda, y contra lo que yo esperaba se mantuvieron así durante unos segundos hasta que al fin levantaron la otra pierna, para quedar apoyadas sólo en la mano izquierda.

Era evidente que el profesor quería ver cuánto duraban en esa posición, pero no tuvo que esperar demasiado. La más gorda descubrió rápidamente que su peso excedía el límite de fuerzas de un solo brazo, y acabó cayendo. Pero lo hizo con gracia, encorvándose sobre sí misma como una pelota, y de alguna manera acabando el proceso de pie. Las otras fueron rindiéndose rápidamente, hasta que el profesor le ordenó bajar a la última, la más flaca, que parecía un árbol añoso decidido a soportar los elementos por toda la eternidad.

Lo siguiente fue correr hacia una pared, la opuesta a mi ventana, tocarla con un pie y propulsarse hacia atrás para dar una vuelta en el aire. Ninguna de ellas podía correr con rapidez, pero tampoco era necesario. Todas menos una lograron pasar la prueba al primer intento, en particular la más gorda, que tenía facilidad para ese tipo de giros. Esta vez fue la flaca-árbol la que dudó: se detuvo antes de llegar a la pared, dijo algo en voz baja que no comprendí, volvió a intentarlo, se detuvo otra vez, y al final agitó los brazos en un gesto de impotencia. Siguiendo instrucciones del profesor, otras dos se colocaron a ambos lados de su camino, como para sostenerla en caso de que cayera, y entonces hizo un intento tibio, desanimado, para terminar aterrizando en los brazos de sus compañeras.

A otra cosa: barras asimétricas. Todas hacían más o menos la misma rutina, pero se veían muy diferentes de acuerdo con la forma de su cuerpo. Las redondas parecían rodar y rebotar entre una barra y la otra, e invariablemente terminaban de pie, como si esa habilidad fuera una característica más de sus respectivas gorduras. En cambio, las alargadas se plegaban, se desplegaban, se curvaban hacia atrás y hacia adelante, estiraban brazos y piernas y daban la impresión de poder volar de barra en barra, pero tenían dificultades para aterrizar, y más de una acabó en el suelo.

El profesor estaba insatisfecho, se le notaba en la voz, y sin embargo no insistió con las barras. Dijo algo sobre la falta de tiempo, dio varias palmadas en un vano intento de imprimir velocidad a las alumnas, e inició las instrucciones para el último ejercicio.

Se acostaron en un círculo amplio, con las piernas y los brazos abiertos, de manera que se tocaban entre sí con las puntas de los pies y de las manos. Parecía un cuadro de Esther Williams, pero sin agua. Se habían distribuido como si hubieran querido equilibrar los pesos: las dos más gordas en sitios opuestos, las dos más flacas también.

El profesor se paró en medio del círculo y bajó el tono de voz. Ahora no me resultaba posible entender lo que decía. Sin mover las piernas, las mujeres levantaron los brazos a la altura de los hombros, hasta unos veinte centímetros del piso. Luego elevaron la cabeza, los hombros, la espalda, muy suavemente, y se tomaron de las manos. Como tirando del aire, consiguieron levantar también las caderas, y quedaron con el cuerpo recto, en una inclinación de treinta o cuarenta grados con respecto a la vertical, tocando el piso sólo con los talones. Parecían una flor recién abierta. Desde mi distancia tuve la impresión de que mantenían los ojos cerrados.

El hombre susurró algo, y las gimnastas separaron también los talones del piso. Libre de esa atadura, el círculo empezó a girar en sentido horario y a la vez a elevarse en el aire. El profesor de camisa azul y pantalones de vestir bajó la voz todavía un poco más, hasta que dejé de oírlo.

Cuando la flor llegó a un par de metros de altura ya daba una vuelta completa cada dos o tres segundos, y seguía acelerando. Entonces las manos se separaron, y una a una, en hilera, las mujeres se fueron elevando más y más arriba, en una curva que, alejándolas de mí, las llevó por entre las torres que dan a la avenida Crámer y más allá, rumbo a Villa Urquiza. Todo muy lentamente, claro, porque sólo eran un grupo de viejas.