[9/3/2003]
Hace cosa de un mes se me rompió la pulsera del reloj. Es un Casio barato, así que sin pensarlo dos veces entré a una cualquiera de esas relojerías tan baratas como mi Casio a pedir que la cambiaran. Se llevaron el reloj adentro, y un par de minutos más tarde lo trajeron con la pulsera nueva. Dos días después se acabó la pila, y fue ahí cuando empecé a creer que estoy paranoico. Porque en cuanto volví a la misma relojería barata y pedí que le cambiaran la pila y se llevaron el reloj al mismo interior oscuro de un par de días antes, se me ocurrió que no podía ser tanta casualidad, que algo le habían hecho a la pila allá adentro, para que se acabara pronto y el reloj, es decir yo, tuviera que volver a caer en sus manos.
Está bien: tanto mi salud mental como las prácticas comerciales son asuntos sospechosos. De todas formas, como una golondrina no hace verano, ni pensaría en escribir sobre esto si el episodio del reloj fuera todo lo que tengo para contar sobre el tema.
La semana pasada mi madre le compró a Gabriel unas zapatillas que, a pesar de ser del número correcto, le quedaron muy grandes. Mi mujer y yo fuimos a cambiarlas por un número más chico.
“No tengo el mismo modelo un número más chico”, dijo el vendedor, mientras nos proponía otras zapatillas, que en realidad eran del mismo número y de la misma marca pero medían dos centímetros menos, y que venían decoradas con unas rayitas celestes. En otras palabras, unas zapatillas que jamás habríamos llevado como primera elección. Y siguió el vendedor: “En este precio, son las únicas que me quedan.”
Mi mujer las aceptó, en parte porque no le disgustaron y en parte porque mis protestas, lo reconozco, salieron en voz demasiado baja. Si bien pensé que había oído el mismo relato cientos de veces al cambiar ropa (“no me queda el mismo modelo en otro talle, y este desecho es lo único que hay si no querés pagar más”), no podía recordar ningún caso concreto. De todas formas se lo dije a mi mujer, cuando salimos: “No me extrañaría que aprovechen los cambios para deshacerse de las cosas que de otro modo no lograrían vender. Más todavía, seguro que si entramos a comprar con plata fresca aparecen las zapatillas que queríamos del número que queríamos.”
Y ahora me doy cuenta de algo más: sería poco sorprendente que esos dos centímetros de diferencia entre la medida supuesta de las zapatillas y la medida real no sean un accidente, sino una manera de forzar el cambio y sacarse de encima las zapatillas con rayitas celestes.
Eso sí, sería injusto terminar esto sin dejar sentado que, a pesar de mis prevenciones llenas de racionalidad, a Gabriel las nuevas zapatillas le gustaron mucho, pero mucho más que las anteriores.