[22/3/2003]
Por lo menos que haya la sombra de una duda, algo, un detalle, una grieta en el muro, una esperanza.
[22/3/2003]
Por lo menos que haya la sombra de una duda, algo, un detalle, una grieta en el muro, una esperanza.
[21/3/2003]
Los dragones del circo están quietos durante toda la función, uno a cada lado de la entrada principal. Parecen de piedra, una piedra verdosa, gris, marrón, gastada por el tiempo y las manos de los niños que los tocan al entrar. Son grandes, tal vez tengan cuatro o cinco metros de altura, diez o doce de largo. Nadie cree que puedan volar, porque las alas son pequeñas y se las ve pegadas al cuerpo, parte de la misma piedra agotada por los gritos de los payasos y la música plagada de redoblantes y bronces.
Tienen los ojos cerrados. Ni siquiera respiran. Al principio de la función los niños todavía los miran de vez en cuando, pero cuando entran los leones ya nadie los recuerda. Cualquiera pensaría que han estado ahí desde siempre, pero llegaron la semana pasada a bordo de grandes camiones, como el resto del material del circo. Los pusieron en su sitio con una grúa alquilada, a la luz del sol, envueltos en grandes lonas que quitaron de noche, cuando ya la carpa los cubría de las miradas curiosas. Después salieron los avisos en el diario local: “El Circo de los Dragones”, decían, y ahí iban los chicos a ver la nueva maravilla.
Al final de la función, cuando la mayoría de las risas y los aplausos se han agotado, cuando los más chicos quieren otra cosa pero no saben qué, se apagan todas las luces menos el foco que ilumina al maestro de ceremonias.
—Ahora, querido público, los dragones — ice el hombre del traje rojo con cola de golondrina, sin alzar la voz, casi sin ganas. Y el único foco se apaga.
En la oscuridad todos miran hacia los dragones, mejor dicho hacia los ojos de los dragones, que se han abierto y brillan como linternas verdes. Uno de los ojos titila dos o tres veces, y al final se apaga, pero los otros parecen agrandarse, crecer en intensidad, y la carpa entera queda iluminada por esa luz parecida a la de la luna.
Se oye el ruido de un latigazo en el otro extremo de la carpa, y allí ha aparecido, bajo un foco rojo, una mujer que lleva en la cabeza un extraño tocado, un sombrero negro con una punta larguísima que sube en el aire un par de metros y termina en una especie de pelota de trapo. La mujer vuelve a dar un latigazo, como para llamar la atención de los que están medio dormidos, y grita:
—Preparen —latigazo—, apunten —latigazo—, ¡fuego!
Durante dos o tres segundos no hay nada nuevo. La gente mira a un lado, al otro, preguntándose qué debería estar ocurriendo. Entonces sale de cada dragón una larga llamarada, estrecha y veloz, rumbo a la pelota de trapo que se bambolea en el aire. Los seguidores de Pokemon y ese tipo de series han visto ataques mejores, pero no está mal. La dos llamaradas atraviesan la carpa en un instante e incendian la pelota en un chisporroteo de fuegos artificiales. Dos ayudantes se apuran a arrojar baldes de agua para apagar el fuego, y entonces, de a poco, se encienden las luces.
La mujer deja el látigo, se quita el tocado de la cabeza y camina al centro de la arena, para recibir los aplausos. Parte del público se ha puesto de pie, pero no para aplaudir sino para salir antes e ir al baño, o comprar Coca-Cola, o tomar aire. El maestro de ceremonias espía desde atrás de una cortina. Los dragones no hacen nada: de nuevo con los ojos cerrados, empiezan a disfrutar otro segmento efímero de su eterno descanso.
[21/3/2003]
El hombre está de pie junto a una mesa en Güerrin. Tiene la cabeza erguida, la espalda recta, el pelo gris peinado hacia atrás, una mano en una silla y la otra aferrada al celular junto a la oreja derecha, mientras habla con voz potente para que todos sepamos lo importante que es.
—Eso lo tenemos que… —dice de pronto, un poco más fuerte que las frases anteriores, y deja oír uno por uno los puntos suspensivos. Ahora sí, ahora mira hacia un horizonte inexistente más allá de los azulejos de colores de la pizzería, más allá de los edificios de la avenida Corrientes, más allá de nuestras simples expectativas de mortales, y con voz de Alfredo Alcón haciendo de San Martín, da el golpe final—. Eso lo tenemos que evaluar.
[20/3/2003]
Venía una chica andando en bicicleta con una pollera más bien corta. Cada vez que una pierna subía y bajaba, la pollera subía pero no bajaba. La ciclista sostenía el manubrio con la mano derecha, mientras con la izquierda trataba de poner la pollera donde había estado un segundo antes. Y al mismo tiempo sonreía luminosamente, con toda la cara. La sonrisa más ancha que se haya visto en un largo tiempo.
[20/3/2003]
De tanto esquivar a los otros se rompió la nariz contra una pared.
[19/3/2003]
Los chistes de rubias tontas dejan asomar el machismo más cavernario de una forma que, por algún motivo, es socialmente aceptable.
Aquí van traducciones (de memoria) de los últimos dos que recibí por email:
1. Hay dos rubias en la parada del colectivo. Llega uno. La primera rubia pregunta: “¿Me deja en Corrientes y Talcahuano?” El colectivero responde: “No.” Entonces salta la segunda rubia: “¿Y a mí?”
2. Un hombre quiere encargarle a una pintora rubia que le haga un retrato al desnudo. “No”, responde la talentosa artista, “no me dedico a ese tipo de cosas.” “Le pagaré el doble que un trabajo común”, dice el hombre. “No, ni hablar.” “Entonces le pagaré cinco veces lo que cobra normalmente.” La artista lo piensa. “De acuerdo”, dice al fin, “pero me voy a dejar las medias puestas. ¡Necesito un lugar donde poner los pinceles!”
¿Soy yo o en estos los diez años que pasaron estos chistes dejaron, de una vez, de ser “socialmente aceptables”?
[18/3/2003]
Tengo frente a mí una moneda de cinco centavos de 1994. Cuanto más la miro más difícil me resulta entender qué significa. Es como repetir una palabra hasta desnudarla, sobre todo una palabra de las que tienen forma rara como por ejemplo “croquis”: croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis y uno empieza a dejar de asignarle un significado al conjunto de letras y a fijarse en las letras mismas, o en las contorsiones de la lengua que las pronuncia, o en la reverberación de los sonidos en el cuarto en que uno se encuentra.
La moneda pierde su poco valor con rapidez y a cambio muestra ese cinco tan extraño: la panza que de pronto parece una “c” invertida, pero más la ceja superior asociada a la nariz que es la línea de la izquierda y todo eso encerrando un ojo, y casi hay una cara en el número, una cara en contraluz de la que sólo se ve la mitad, con la muela hinchada.
Alrededor del cinco hay una circunferencia de puntitos. La presbicia me impide verlos uno por uno, así que no los puedo contar, pero ya estoy imaginando métodos para descubrir cuántos son, por ejemplo detectando que ese segmento mínimo que logro distinguir contiene sin duda tres puntitos (dos son pocos, cuatro demasiados), y calculando cuántas veces aparece ese segmento en un cuarto de circunferencia. Así pronto me encuentro suponiendo que en total hay ochenta puntitos, y sé que uno de estos días tendré que contarlos con ayuda de una lupa o algo así.
Media vuelta en el aire, y la cara de la moneda no es una cara sino un sol con largos rayos. Vuelta a contar, o mejor dicho a apostar sobre una cuenta a la que sólo me puedo aproximar cerrando un ojo por completo y el otro a medias. Cuarenta rayos, digo, y ya veré si lo confirmo.
Alrededor del sol dice (aunque me cuesta descifrarlo) REPÚBLICA ARGENTINA y EN UNION Y LIBERTAD. Unión no tiene acento. Buena palabra para repetir al aire hasta matarla: unión unión unión unión unión.
Tengo que dejar la moneda por aquí arriba, entre las cosas del escritorio, hasta que me decida a estudiarla con un criterio más científico. Ahora, de noche, la superan las ganas de irme a dormir.
[17/3/2003]
Hoy no voy a oír el despertador.
Hoy no voy a salir de la cama.
Hoy no me voy a duchar, ni a afeitar.
Hoy no voy a abrir las cortinas.
Hoy no voy a saludar a mi mujer.
Hoy no voy a tomar café.
Hoy no voy a llevar a mi hijo a la escuela.
Hoy no voy a encender la computadora.
Hoy no voy a escribir nada en este weblog.
[16/3/2003]
Descubrí qué son estos dibujos que viene haciendo Gabriel: niveles de videojuegos, pero en papel. Cuando termina uno, viene a mostrarme cómo lo juega. Empieza por una punta y recorre los sucesivos obstáculos simulando peleas, disparos, adquisición de habilidades especiales, todo moviendo el dedo índice y haciendo ruidos con la boca. Quién dijo que necesitamos computadoras.
(Bueno, las necesitamos para que yo pueda escanear estos dibujos y subirlos a la Web. Pero es frustrante, porque no hay manera de que el scanner capture los tonos pastel que rellenan algunas partes de los dibujos.)
[15/3/2003]
Gabriel a su mamá:
—Apagá la luz, que sos más linda en la oscuridad.
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