Mes: agosto 2003

En la calle las caras se superponen

En la calle las caras se superponen, se ocultan mutuamente, aparecen y desaparecen, la primera tapa a la segunda y luego descubre una tercera para que la segunda la cubra y aparezca una cuarta, y así sucesivamente, como cartas del mazo que uno esta mezclando antes de repartir, o como varillas de un abanico roto.

A veces pienso que me estoy ablandando

A veces pienso que me estoy ablandando, pero no es así. Es que el mundo se endurece más rápido que yo.

Estoy en la sala de espera del médico

Estoy en la sala de espera del médico, sentado frente a una mujer muy mayor. No hay nadie más. Las sillas están puestas de manera que la distancia entre mis rodillas y las de la mujer sea exactamente un centímetro menos que la necesaria para estar cómodos. No es que nos rocemos, nada de eso. Es que mis rodillas y las de ella deberían estar al menos un centímetro más separadas. Por culpa de ese centímetro de diferencia es que tengo los pies echados hacia atrás, cruzados el derecho sobre el izquierdo, a punto de dormirse los dos. También por culpa de ese maldito centímetro es que mis ojos, como los de la mujer, están desviados hacia la ventana que tenemos al lado, a mi izquierda (su derecha). Así es que apenas sé algo de su aspecto, excepto por la ropa gris, la piel de la cara llena de arrugas, las manos correosas y el pelo cubierto por una especie de gorra negra, chata.

Al otro lado de la ventana hay una calle estrecha, y más allá un edificio en el que el piso correspondiente al nuestro es el último, de manera que justo por encima se ve el borde de una azotea. Allí, casi en el límite de mi visión, asoma la cabeza de una mujer, luego los hombros. Está trepando a la pared que separa la azotea del vacío de cuatro pisos. Cuando lo logra veo que está vestida con remera y shorts, algo muy poco apropiado para el frío de este agosto. Hace equilibro en el borde, y luego se lanza hacia su derecha, es decir en la dirección en que ya no puedo verla.

Miro de reojo a mi compañera de sala y compruebo que está mirando a la mujer de enfrente. Pero su expresión no dice nada, no me cuenta ni un detalle de lo que está ocurriendo con la aparición. Ella está situada mucho mejor que yo para ver, y sin embargo parece que no le interesara.

Vuelvo la vista a la pared de la azotea. Durante los pocos segundos de mi distracción ha llegado un policía de uniforme, se ha trepado también a la pared, y ahora eleva su pistola al aire y dispara en la dirección en que se fue la mujer. Por algún motivo el disparo suena apagado, lejano. Seguramente la ventana del médico tiene vidrios dobles.

La anciana que casi me toca las rodillas sigue sin dar signos de que esté ocurriendo nada, ni siquiera cuando el policía se lanza hacia donde pronto no lo podré ver más y justo antes de desaparecer resbala y está a punto de caer. Lo único que hace la anciana, y no estoy seguro de que no lo estuviera haciendo antes, es golpetear el dorso de una mano con el dedo mayor de la otra, toc, toc, toc, pero sin ruido, toc, toc, toc, siguiendo el ritmo de algo que tal vez haya ocurrido medio siglo atrás.

Pasan dos o tres minutos, algún tabú me impide mirar el reloj para estar seguro, y la azotea de enfrente permanece tranquila. Entonces alguien que está fuera de la vista levanta por el borde de la pared un bulto negro, largo, una especie de bolsa pesada. Veo dos manos que dan un último empujón y el bulto cae, lento como una pluma, hasta perderse de vista por debajo del límite de nuestra ventana. No puedo evitar el inclinarme un poco, apenas, para ver más, pero ya no quedan rastros del bulto ni de las manos que lo empujaron. Mi vecina no se mueve.

Me aclaro la garganta con un sonido mínimo, dos sonidos mínimos en rápida sucesión. Pero no digo palabra. La mujer del toc, toc, toc tampoco. Pasa un tiempo difícil de medir, tenso. Entonces se oye el ruido de una puerta que se abre a mi derecha, su izquierda. Giramos la cabeza al mismo tiempo, en dirección contraria a la ventana. Es la secretaria del médico, que llama a la mujer.

Muevo los pies un poco más hacia atrás, aparto las rodillas como si hiciera falta. La anciana se pone en pie con cierta dificultad, levanta un par de paquetes que tenía depositados en el asiento vecino, y se aleja sin echarme una mirada, sin saludar, sin decir nada.

En cuanto ella se va, ocupo su asiento para ver mejor.

Acabo de decidir

Acabo de decidir que no volveré a revisar la carpeta donde mi filtro de spam manda todo lo que juzga que es basura. Se juntan demasiados mensajes, y algunos son demasiado molestos (empiezan a pedir que baje agregados especiales, me congelan la computadora durante varios segundos, me engañan con subjects tramposos, etc.). Así que ya saben: si alguien me manda un email con (por ejemplo) la palabra “teta”, lo más probable es que, lamentablemente, no llegue a enterarme.

Cuando me acuesto me pongo de costado

Cuando me acuesto me pongo de costado, mirando a la izquierda, y leo un rato. Al dejar de leer, tras apagar la luz me tengo que dar vuelta, así que muchas veces me duermo mirando a la derecha. Pero si leo mucho me doy vuelta a la derecha a mitad de la lectura, y entonces tengo que darme vuelta a la izquierda para dormir. Y si tardo mucho en dormirme tengo también que darme vuelta en algún momento, así que todo es posible: que me duerma habiéndome dado vuelta una vez, dos veces o tres. Incluso más. Pero siempre mirando a la derecha o a la izquierda.

A veces me levanto a mitad de la noche para ir al baño. En esos casos mi cuerpo tiene una memoria perfecta: al volver a la cama siempre me doy cuenta de si estaba mirando a la izquierda, y en ese caso me acuesto mirando a la derecha; o si estaba mirando a la derecha, y en ese caso me acuesto mirando a la izquierda. Es que siempre tengo que acomodarme en la dirección contraria a la que miraba antes. El cuerpo me lo exige, por alguna necesidad de equilibrio, o simetría, o cansancio de los músculos, de los huesos o de la cabeza.

La situación se hace compleja cuando me despierto a las tres o las cuatro de la madrugada y empieza el insomnio. A los giros alternados hacia izquierda y derecha se suma una posición que es un poco hacia arriba, pero no del todo, con una inclinación hacia el costado y habitualmente con el brazo contrario doblado sobre la cara. Esa posición (que también tiene dos variantes, a la izquierda o a la derecha) suele indicar que estoy bastante concentrado pensando en algo, porque habitualmente no consigo recordar cuándo me moví, y en cambio tengo la cabeza llena de cosas que no corresponden a esas horas. Por otra parte, es una posición paradójica: si la inclinación es hacia la izquierda, cuando me pongo de costado también tengo que apuntar hacia la izquierda, y si es a la derecha, entonces tengo que apuntar a la derecha. Como si las leyes del equilibrio fueran otras.

Esa posición, hacia arriba pero no del todo, es terrible para mi espalda. Por eso nunca la adopto cuando soy consciente de mis movimientos. Funciona como una especie de castigo por distraerme, por dejar que las preocupaciones más estúpídas me lleven de la mano. Cuando me doy cuenta de que estoy en esa posición normalmente la espalda ya me está doliendo, y al ponerme otra vez de costado tengo que adoptar una postura fetal, con la espalda bien curva, especialmente por encima de los riñones (donde en realidad la espalda no se curva ni a golpes).

Si el insomnio se alarga mucho suelo levantarme y venir un rato a la computadora. A la vuelta, aunque haya pasado una hora, todavía actúan la memoria corporal y la necesidad de equilibrio, y tengo que acostarme en dirección contraria la que miraba antes de salir de la cama. Tiene que pasar todo un día para que la memoria se borre y todo empiece otra vez.

Boca abajo, jamás. Ni siquiera distraído. No entiendo cómo se puede estar acostado boca abajo.

Gabriel dibujó estos monstruos

Gabriel dibujó estos monstruos con el proyecto de hacer un juego de video usando el Game Maker, un programa maravilloso con el que podríamos divertirnos mucho si yo tuviera más tiempo y energía para dedicarle.

El primero de los monstruos está bastante ampliado, así que se puede ver la textura del lápiz. En los demás, la textura tendrá que ser imaginada. Cada monstruo tiene su propio nombre. Aparecen en orden alfabético.

Cuirnung:
Dibujo de Gabriel

Forg:
Dibujo de Gabriel

Mark:
Dibujo de Gabriel

Megatrak:
Dibujo de Gabriel

Noning:
Dibujo de Gabriel

Raiga:
Dibujo de Gabriel

Tropic:
Dibujo de Gabriel

Algo empezamos a hacer en el Game Maker. Gabriel dibujó un fondo usando el Photoshop, y yo seguí sus instrucciones para que el Game Maker produjera algunos movimientos e interacciones simples. Aquí va una captura de pantalla del juego en su estado actual, tras una hora de trabajo:

Captura de pantalla

No sé si esto seguirá. Pero la vida sí.

Un asunto controversial

Un asunto controversial es el modo en que el inglés poluciona nuestro lenguaje. Yo gusto del inglés y del español también, cada uno en su propio estilo. Nosotros deberíamos saber mejor que trasladar literalmente de un lenguaje al otro.

Mala puntería

Mala puntería

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Sin cara

Sin cara

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Controles remotos

Estoy aburrido frente a la tele, con el control remoto en la mano. Un presentador lee las noticias.

-El mercado de valores ha tenido un día tranquilo, en el que… -está diciendo, pero no le dejo terminar la frase. Con la rapidez que da la práctica, pulso un botón del control remoto. De inmediato, el presentador salta sobre su escritorio y se arranca la corbata-. ¡Pero esto no va a quedar así! -grita. Le crecen las cejas, se le amarillean los dientes. Bajo el saco que ya se está quitando a jirones tiene una camisa sucia de explorador.

Pulso otro botón. La decoración en tonos cálidos y apagados se disuelve en un río de llamas, o lava, algo rojo y amarillo que fluye de izquierda a derecha. Hay gritos distantes. El explorador, que ahora cuelga de una rama, hace un esfuerzo sobrehumano y salta sobre una roca. Rueda sobre sí mismo. Cae al otro lado, donde no hay llamas, y se pone en pie de inmediato.

Frente a él hay una mujer. Está atada al tronco de un árbol. Pulso un botón más, y el pecho de la mujer crece, se hace más alto, mientras la pollera se le rasga estratégicamente hasta la parte más interna y más secreta del muslo.

En este momento llega mi esposa del trabajo. El ruido de la llave en la cerradura me obliga a pulsar otro botón, de manera que el pecho de la mujer retrocede al nivel anterior y la pollera se convierte en pantalones anchos.

-No creo en ti -dice el explorador-, me estás tendiendo una trampa.

Mi esposa se acerca al sofá, nos damos un beso corto. Ella trae su propio control remoto en la mano, y mientras se sienta ya está pulsando botones. Por detrás de mis protagonistas, un joven abogado de traje negro desciende por unas escaleras de mármol y sonríe a cámara.

-Le ruego que se calme, amigo -pide al explorador, que ya está amenazándolo con un cuchillo que ha conocido sangre-. Tengo cobertura policial, así que le convendrá cambiar de actitud.

Mi hijo, que ha oído la entrada de su madre, viene corriendo por el pasillo. Él también enarbola un control remoto, y apenas saluda con dos palabras cuando pone en marcha el pulgar. Nadie es más rápido que mi hijo. La cámara se eleva, y resulta que a la distancia aparece un personaje dibujado, con los pelos largos en un extraño arabesco que le envuelve la cara, que eleva su puño derecho hacia el cielo. Grita:

-¡Invoco el poder de Krun-ka-món! -o algo así.

Todos, el explorador, el abogado y la mujer, que ya no está atada, se dan vuelta. La pantalla se pone azul. El cielo es un remolino. Hay una lluvia de rayos, y los tres personajes corren a protegerse bajo el toldo de una tienda cercana. Ahora todos están dibujados.

-¿Qué comemos? -pregunta mi mujer, mientras pulsa otro botón. El abogado saca un celular y lo abre. Los rayos siguen cayendo.

-No sé -digo, mientras muevo el pulgar sobre el teclado. Un rayo arranca el celular de las manos del abogado-. ¿Por qué me preguntás?

-Es tu turno de cocinar -dice mi mujer. El abogado, que no ha dejado de sonreír y además acaba de recuperar su composición de carne y hueso, saca un arma y apunta a la cabeza del explorador.

Mi hijo, que se cansa pronto de las cosas, tira el control remoto a un rincón del sofá y se va otra vez a su computadora, donde es dueño de todos los destinos. Los rayos se acaban de inmediato. Yo hago cálculos rápidos y me doy cuenta de que mi mujer tiene razón. También dejo el control remoto y me pongo de pie.

-Voy a ver qué hay -digo.

Mientras camino hacia la cocina, el abogado de ojos celestes y traje negro se acomoda tras un escritorio de color marfil y empieza a leer las noticias.