Ayer entré a un autoservicio que no suelo visitar. Es pequeño, de afuera se ve un poco oscuro, y tiene la puerta invadida por una especie de verdulería que consiste en cajones apilados unos sobre otros de manera que tapan el negocio, excepto la puerta.
Adentro no estaba en realidad tan oscuro. A la izquierda vi al verdulero, que estaba haciendo algo medio de espaldas a mí, apoyado en unos estantes. A la derecha, tras un mostrador, estaba el dueño del autoservicio, un coreano alto y tal vez joven que dejó rápidamente el diario a un costado y se inclinó sobre el mostrador, mirándome fijo.
—¿Señor? —preguntó.
Al mismo tiempo, el verdulero se dio vuelta para mirarme, y luego siguió ocupado en lo suyo, ahí en el rincón junto a la puerta.
Aunque paso por ahí casi todos los días, nunca, pero nunca vi a nadie comprando en ese lugar, y daba la impresión de que el dueño tampoco.
—Cien gramos de queso de máquina —dije.
Mientras el hombre del mostrador se ocupaba de mi pedido empecé a mirar alrededor, una góndola, luego otra, sin atreverme a ir demasiado hondo, hasta que encontré el paquete de galletitas Express que buscaba. Lo saqué del estante y fui a ver los progresos de mis fetas de queso.
Con la mano izquierda en una bolsa de plástico y la derecha apretando el plástico rojo del queso contra la máquina cortadora, el dueño del autoservicio iba apilando rodajas irregulares sobre el papel transparente. A todas les faltaba la esquina superior izquierda. Luego puso todo sobre una balanza electrónica y dijo:
—Uno cero cinco.
No dije nada. Envolvió el queso en papel blanco, un poco desprolijamente, y miró el paquete de galletitas que tenía en la mano.
—Uno ochenta y cinco —me informó, mientras me daba el paquete del queso.
Le di un billete de cinco pesos. Se puso un poco nervioso. Lo dejó encima de la máquina registradora.
El cajón del dinero de la máquina estaba entreabierto. Lo abrió un poco más, y pude ver que no contenía ningún billete. El hombre metió la mano en un bolsillo y sacó dos billetes de dos pesos. Los volvió a guardar. Luego hundió los dedos en el cajón, y logró extraer una moneda pequeña. Me miró, buscando la manera de armar una frase.
—A ver —dije en su ayuda. Saqué las monedas que llevaba encima y separé dos de un peso. Se las di, y retiré mi billete de cinco de la máquina registradora.
Tomó las monedas, las guardó en el cajón vacío, hurgó un poco más y terminó dándome aquella moneda que había encontrado. Era de cinco centavos, así que faltaban diez. Estiró un brazo hacia el sector de golosinas que tenía a su izquierda y dijo:
—Un caramelo.
Miré la moneda de cinco, miré los caramelos.
—No, está bien —respondí, y avancé hacia la puerta—. Hasta luego.
El dueño del autoservicio asintió varias veces. El verdulero, siempre con las manos ocupadas, giró un poco la cabeza hacia mí y respondió:
—Hasta luego.
Salí a la calle con el queso y las galletitas en la mano, sin bolsita de plástico. Me dio un poco de vergüenza, y caminé una cuadra entera tratando de convencerme de que no había por qué, que soy grande. Y que, al menos yo, no había hecho nada malo.
Curiosa situación. Y curiosa la forma en que a veces nos “avergonzamos” por las circunstancias de los otros. Aunque vergüenza no sería la palabra, tal vez nos sentimos mal ante las miserias de los demás porque creemos que debemos condescender, porque no podemos hacer nada para evitarlo, porque en cierta forma nos pone en un aprieto.
Me alegra (alegra?) saber que no soy el único que se queda con esa sensación aveces…
Hace unos años, caminando en Córdoba por el barrio de Alta Córdoba, pasé apurado frente a una peluquería.
Con esa habitual curiosidad que uno siente al pasar por un local o una ventana abierta, miré hacia adentro.
Allí estaba, un hombre de más de 60 años de riguroso guardapolvo apenas apoyado en el sillón de peluquero (uno de esos altos y de enorme base metálica prolija tapicería negra). El sencillo local impecable, ni un cabello en el piso. Algunas revistas en la mesa cerca de las sillas para esperar. Los instrumentos perfectamente ubicados en su lugar, y todas las luces encendidas.
Se me vino encima una desazón, porque la imagen que me quedó fue de un trabajador de oficio sin clientes, como esperando tenaz y tozudamente a sus viejos clientes.
No se, quizás era solamente una hora de poco laburo.
Pero aún asi me quedé con un pesar inexplicable.
Mi hermano siempre sostuvo que es la vergüenza ajena y no la razón lo que distingue al hombre de las bestias.
Yo a veces le creo.