Los edificios se van espaciando. Cuanto más lejos del centro, más oscuros. La influencia de la ciudad se diluye a medida que la dejamos atrás. El auto avanza por un camino antiguo, poco transitado. Las piedras que formaron un pavimento están apiladas en la cuneta. Saltamos sin decir palabra.
La única voz está en la radio, donde alguien habla un idioma que no reconozco. Las consonantes corresponden a un sitio con montañas, las vocales a una isla tropical. La radio parece ciega a esta llanura que nos rodea.
El hombre calvo va en el asiento vecino al conductor, delante de mí. Mira por la ventanilla sin mover la cabeza, y según veo en el espejo lateral, sin mover los ojos. Probablemente no sepa que lo observo de ese modo indirecto. Yo mismo llevo un largo rato observándolo sin darme cuenta, hasta ahora.
Si la voz de la radio perteneciera al hombre calvo, la historia reciente sería otra.
Cierro los ojos para salir de la obsesión del espejo lateral, giro la cabeza hacia la izquierda, abro los ojos. Los hombros anchos del conductor sobresalen del asiento. Tiene la espalda encorvada, la cabeza hacia adelante. Las manos vibran con el volante, se sacuden a cada golpe de las ruedas en el camino destrozado.
No sé a dónde vamos. Dudo que hubiera alguna diferencia en caso de saberlo. Aunque estoy aquí encerrado, a los tumbos en esta suave prisión con ruedas, de algún modo quedé abandonado allá atrás, en la ciudad que caía lentamente, donde me encontraron.