Mes: agosto 2010

Desde el tren

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Mientras viajaba en tren con la cámara de video en la mano veía pasar un mundo del que iba registrando fragmentos veloces. Esto ocurría entre 1991 y 1993. Hace mucho menos tiempo, en 2002, instalé en la computadora una placa de captura de video. Así empecé a digitalizar esos fragmentos, y, por primera vez, a ver cuadros detenidos. El mundo que apareció fue otro, diferente del recordado. Aquí hay algunos detalles de ese nuevo mundo que estaba oculto en la memoria. (Publicado originalmente en una página de La Mágica Web.)

El problema de los osos

Los osos se fueron acomodando en la cueva. Había asamblea general. Al frente, sobre una roca, el Oso Ambicioso presidía la reunión. A su derecha y a su izquierda, sobre rocas más chicas, estaban la Osa Rencorosa, Ministra de Conflictos, y el Oso Calamitoso, Ministro de Desastres.

El Oso Ambicioso gruñó para aclararse la garganta.

—Como todos saben —dijo—, los osos tenemos un problema.

En la primera fila, la Osa Lacrimosa ya estaba llorando. Escondido tras un biombo, el Oso Monstruoso hizo unos ruidos que querían decir que estaba de acuerdo.

—Nuestros sabios antepasados —siguió el presidente—, el Oso Goloso y la Osa Bondadosa, ganaron prestigio, fama y trabajo en los cuentos infantiles para todos los osos, gracias a la gran idea de usar nombres con rima. Sus descendientes, el Oso Hacendoso, la Osa Hermosa, el Oso Mimoso, tuvieron vidas felices, queridos por todos. También la Osa Graciosa, el Oso Generoso, la Osa Cariñosa…

Un poco apartada, la Osa Olorosa le guiñó un ojo al Oso Apestoso. Encadenado fuera de la cueva, el Oso Peligroso rugió. El Oso Piojoso, rodeado por un espacio vacío, se rascaba la cabeza.

—Con el tiempo —dijo el Oso Ambicioso— las cosas empezaron a desmejorar. El Oso Bullicioso tuvo algunos contratiempos. La Osa Caprichosa ya no recibió tantas muestras de cariño. Y así llegamos hasta el día de hoy, en que nuestros nombres, por decirlo con suavidad, han dejado de beneficiarnos.

—Al mío lo quiero borrar de la existencia —rugió la Osa Furiosa.

—Pues los nuestros, sin embargo, son de gran valor —dijeron a coro el Oso Presuntuoso y el Oso Vanidoso.

—A mí me hicieron una verdadera chanchada —gruñó el Oso Asqueroso.

La Osa Temerosa pensó en comentar algo, pero no se atrevió.

El Oso Ambicioso pidió silencio, mientras a su derecha la Osa Rencorosa mostraba los colmillos y a su izquierda el Oso Calamitoso se caía de la roca.

—Debemos resolver el problema de los osos —dijo el Oso Ambicioso cuando pudo hacerse oír otra vez—. Y el motivo de esta asamblea es escuchar propuestas para lograrlo.

El Oso Fastidioso ya estaba levantando la mano.

—Fácil —dijo en cuanto le dieron la palabra—. Usemos nombres de personas. El Oso Ignacio. La Osa Alicia. El Oso…

Los rugidos de indignación no lo dejaron seguir.

—¡No caeremos tan bajo! —protestaba la Osa Orgullosa.

—¡Nadie se conformará con tan poco! —repetía el Oso Pretencioso.

A partir de entonces, nadie esperó que el Oso Ambicioso le diera la palabra.

—¡Ya lo tengo! —rugió la Osa Ruidosa—. ¡Nombres de lugares! El Oso Atlántico, La Osa Australia…

—¡No, de objetos! —rugió todavía más fuerte el Oso Escandaloso—. El Oso Trampolín. La Osa Escopeta…

—¡Ni hablar! —rugió por dos la Osa Tumultuosa—. ¡Nombres de plantas! El Oso Orégano. La Osa Bromeliácea…

El ruido, dentro de la cueva, llegó a ser ensordecedor. De nada servían los intentos del Oso Ambicioso, la Osa Rencorosa y, menos, el Oso Calamitoso, para crear orden. Algunos empezaban a rasguñarse y morderse, como si no fueran osos civilizados. Hasta que en medio de la cueva, alta, imponente, se alzó la Osa Pomposa y miró a su alrededor, con la vista justo por encima de las cabezas de los demás.

Poco a poco la algarabía se fue calmando, los osos y osas se sentaron otra vez, y el silencio volvió a la cueva. El Oso Ambicioso pensó que era su deber darle la palabra a la Osa Pomposa, pero estaba completamente afónico y lo único que pudo hacer fue señas con la cabeza.

—Estimados osos, estimadas osas —dijo pausadamente la Osa Pomposa—. Considero esta discusión de singular importancia, y particularmente valiosas todas las propuestas que se han dirimido hasta el momento. Sin embargo, y si los aquí presentes me lo permiten, debo observar que las ideas expresadas carecen de visión de futuro. Cada clase de nombre que se ha sometido al debate tiene un número limitado de posibilidades. Cualquiera de ellas que eligiéramos nos llevaría, ineludiblemente, a situaciones como la que padecemos hoy.

Algunos osos y osas ya estaban bostezando, pero en general la concurrencia se daba cuenta de que la Osa Pomposa tenía razón. Eso sí, seguro que podía decirlo con menos palabras. El Oso Nervioso fue el primero en perder la paciencia.

—¿Y entonces qué? —rugió mientras se tiraba de los pelos.

—Existe un recurso infinito —dijo la Osa Pomposa, sin apurarse—. Un recurso, y subrayo que es uno, solo, único, sin parangón en el universo.

—¿Cuál? ¿Cuál? —pidieron varios osos y osas.

—¡Ese recurso es el de los números! —dijo la Osa Pomposa—. Numeremos a las futuras osas y a los futuros osos, y así resolveremos nuestro problema hasta la eternidad.

Al principio hubo un silencio profundo, mientras los osos pensaban. El Oso Perezoso aprovechó para dormir una siesta. La Osa Cargosa quería protestar por algo, pero no se le ocurría qué. El presidente y sus ministros se miraron entre sí, y sin hablar descubrieron que a ninguno de los tres le disgustaba la idea.

—Yo digo que sí —anunció desde el fondo la Osa Presurosa.

—¡Yo dije que sí primero! —rugió el Oso Jactancioso—. ¡Aunque nadie me haya escuchado!

—Yo lamento decir que sí —gruñó la Osa Quejumbrosa.

Y de esta forma, poco a poco, los osos y las osas fueron dando su aprobación a la idea de la Osa Pomposa. Al rato, y porque el Oso Ambicioso seguía afónico, le tocó a la Osa Rencorosa anunciar que la decisión era unánime.

—Hubiéramos empezado por acá —dijo por último, sin poder contenerse.

Todos aplaudieron, rugieron, gruñeron y golpearon el piso para mostrar su entusiasmo. Todos, claro, menos el Oso Silencioso, que sólo movió la cabeza de arriba para abajo.

Un rato después, relajados y alegres, los osos salieron de la cueva al sol radiante de la tarde. Tan contentos estaban que hasta le quitaron la cadena al Oso Peligroso, que por esta vez no mordió a nadie.

Al poco tiempo nacieron dos hermanos. De acuerdo con la decisión tomada en la asamblea, los padres les pusieron por nombres la Osa Uno y el Oso Dos. Eran encantadores. Iniciaron una nueva época. Desde entonces, todos los osos vivieron felices por haber resuelto el problema.

Hasta que, mil quinientos años más tarde…

Los osos se fueron acomodando en la cueva. Había asamblea general. El Oso Once Millones Cuatrocientos Setenta Y Dos Mil Ciento Veinticinco, que presidía la reunión, gruñó para aclararse la garganta.

—Como todos saben —dijo—, los osos tenemos un problema.

(Publicado originalmente en La Biblio de los Chicos el 12/5/2009, y luego en Billiken N° 4684, 13/11/2009.)

Qué bicho tan raro

Estoy en mi asiento de la última fila, con los ojos cerrados porque a esta hora todavía tengo mucho sueño, y además la maestra nunca mira para acá. Menos cuando dibuja cosas en el pizarrón, como ahora.

Me gusta ver las formas que aparecen en la oscuridad, cuando tengo los ojos cerrados. Formas que no puedo reconocer, pero que siempre me recuerdan algo. Por ejemplo, ahora veo como un libro abierto, con la página izquierda blanca y la derecha negra. Sobre el libro se forma una especie de pino, la silueta de un pino (la maestra diría “triángulo isósceles”, pero yo digo pino).

—Triángulo isósceles —dice justo ahora la maestra, como si me leyera los pensamientos.

La página negra del libro va envolviendo a la blanca, mientras el pino se ensancha por el medio. Al final veo un huevo acostado, un huevo con un redondel adentro (la maestra diría “círculo”, yo digo redondel).

—Entonces inscribimos un círculo —está diciendo la maestra.

Pero más que un huevo empieza a parecer un ojo. Y sí, es un ojo, un ojo cerrado, como de alguien que duerme o que sueña. Es cada vez más claro, más nítido, hasta que me doy cuenta de que es igual a…

Abro mis propios ojos, y ahí está el ojo cerrado que sueña. Soy yo, sentado en el fondo, estudiando el lado de adentro de los párpados. Pero ya no soy más yo, porque ahora yo estoy en el aire, mirándome. Me alejo un poquito y me veo la cara entera, y detrás de mí la pared gris, y al lado mi compañero de banco, A…, M…, P… Por algún motivo no consigo recordar el nombre.

En el frente del aula, ahora a mis espaldas, la maestra sigue hablando.

—Flar ic arbuga pletón —o algo así, porque así como no recuerdo el nombre de mi amigo tampoco entiendo lo que dice la maestra.

Subo un poco en el aire, me alejo de mí. Sin darme cuenta llego casi hasta el techo. Por debajo, las cabezas de los chicos y las chicas parecen un cultivo de algo extraterrestre. No sé el nombre de nadie. No me acuerdo qué están estudiando (qué estamos estudiando).

Pero es divertido estar en el techo. Me miro un poco más, como para asegurarme de que no vaya (de que no voy) a abrir los ojos justo ahora. Y luego miro hacia las ventanas. ¡Ah, las ventanas! Siempre están tan altas que no llego a ver al otro lado. Pero ahora yo estoy más alto todavía, y al otro lado llueve y pasa una señora con paraguas. Hay árboles, autos estacionados, un perro. Las cosas parecen más brillantes desde adentro del aula, como si las ventanas tuvieran magia.

—Incinio tre bligalín conterio —dice la maestra. Me doy vuelta y veo que dejó el pizarrón y ahora está frente a la clase. Detrás de ella, en el pizarrón, hay un pino con un redondel adentro.

Una chica levanta la mano. Me asusto, porque parece que me estuviera señalando, pero no, es que quiere decir algo. La maestra le hace un gesto.

—Cafonca —dice la chica, a quien conozco desde que empezamos la escuela pero ahora no tengo idea de quién es.

Tal vez llevado por el aire me encuentro más cerca del frente. Vuelo hasta el pizarrón, lo miro desde arriba, luego bajo y me asomo por detrás del escritorio de la maestra. Es maravilloso tener la libertad de verlo todo.

—Sinclo, prempio, arjorio —dice la maestra, mientras cuenta algo con los dedos.

Estoy justo detrás de ella, a la altura de su cabeza, y de a poco doy la vuelta sin dejar de mirarla. Tiene el pelo canoso en las raíces, y el resto teñido de negro. Se peina con raya al medio, y siempre está acomodándose el pelo detrás de las orejas. Usa anteojos pesados, oscuros, pero ahora que la veo de cerca y estoy llegando a la altura de la frente me doy cuenta de que tiene ojos celestes. Quiero verlos de cerca, así que vuelo un poquito hacia ella.

Entonces me ve. Levanta la vista apenas, se inclina hacia la derecha y pone cara de sorpresa.

Mientras tanto, da un paso hacia atrás. No sé qué hacer, porque no estoy seguro de lo que ve. Tal vez debería alejarme, pero me quedo clavado en el lugar. Estoy en falta, pienso, estoy haciendo algo mal. Si supiera qué…

No tengo tiempo para pensarlo. La maestra levanta las manos y con un movimiento muy rápido da una palmada en el aire, conmigo en el centro.

No siento nada. No duele, eso quiero decir. Lo único que pasa es que abro los ojos de golpe, y estoy en mi asiento del fondo, y miro al frente mientras respiro bien hondo.

—Qué insecto tan extraño —dice la maestra, mirando al piso con asco, mientras se frota las manos una contra la otra.

Ahora entiendo lo que dice. Bueno, más o menos, como siempre.

(Publicado originalmente en Billiken N° 4658, 15 de mayo de 2009, con el título “¿Qué es esto que vuela?”)

Cómo ser caballero del rey

Estaba mirando televisión pero no había nada que valiera la pena. Entonces se me ocurrió que podía hacerme caballero del rey. Me puse las botas y el sombrero y fui al palacio real.

—Hola —le dije a la chica de informes—. Quiero ser caballero del rey.

—Cómo no —dijo ella—. El único requisito es que traiga un huevo del águila de tres picos, que vive en las Montañas del Miedo.

Las Montañas del Miedo están ahí nomás, a la salida de la ciudad. Caminé, trepé, escalé, y al rato estaba en el nido del águila de tres picos. Había varios huevos.

—¿Qué necesita? —preguntó el águila de tres picos.

—Vengo a buscar uno de sus huevos —le expliqué—. Es un requisito para ser caballero del rey.

—Estaré encantada de darle uno —respondió el águila de tres picos—. Pero antes le pido que vaya a rescatar a mi compañero, el águila de tres picos macho. Está en poder del mago de la caverna, en el Desfiladero del Terror.

Dicho esto, el águila de tres picos partió volando. Los huevos quedaron solos. Tentadores. Pero no, robarle al águila de tres picos no era una acción digna de quien pretendía convertirse en caballero del rey.

El Desfiladero del Terror está a metros de las Montañas del Miedo. No me llevó nada encontrar la caverna del mago. Adentro estaba el águila de tres picos (macho), atado por el cuello con una soga. Y también estaba el mago, un viejo debilucho. Cuando entré, el mago le sacó una pluma al águila.

—¿En qué le puedo ser útil? —me preguntó el mago.

—Vengo a rescatar el águila de tres picos macho —dije—, para que el águila de tres picos hembra me dé un huevo y así convertirme en caballero del rey.

—Muy bien —dijo el mago—. Me cansé de sacarle plumas. Eso sí, para que se lo entregue le pido que me traiga un pelo de elefante del Desierto del Pavor.

—¿Los elefantes tienen pelo?

—Esos sí. Uno solo.

El mago era tan viejo que apenas podía tenerse en pie. Nada más fácil que empujarlo a un lado, cortar con un golpe de mi espada la soga que retenía al águila de tres picos, y salir de allí con el deber cumplido. Pero ni lo pensé: algo así era impropio si quería llegar a ser caballero del rey.

Al rato llegué al Desierto del Pavor, y ahí estaban los elefantes. Cada uno tenía un pelo largo y enrulado que le salía de la frente. Los pobres animales estaban flacos, sedientos, y tirados por el suelo.

—¿Podemos ayudarlo en algo? —dijo uno.

—Necesito su pelo —le dije—, para llevárselo al mago de la caverna, que me entregará el águila de tres picos macho, a cambio del cual obtendré un huevo y podré ser caballero del rey.

—Se lo daré encantado —respondió el elefante—, siempre que usted también me haga un favor. Como ve, estamos muriendo de sed. Le pido que vaya a la tribu de los miaux, ahí en el Pantano del Pánico, a que le enseñen la danza de la lluvia, y que venga a bailarla aquí.

El elefante estaba verdaderamente al borde de la muerte. Arrancarle el pelo para llevárselo al mago era cosa de un instante. Sin embargo, la nobleza propia de un aspirante a caballero del rey me impidió soñar siquiera con hacer algo así.

El Pantano del Pánico quedaba a un par de cuadras, y en el centro del Pantano vivía la tribu de los miaux. Llovía a cántaros. El cacique, completamente empapado, estaba de pie en medio de la tribu. Su imponente anillo de nariz, de hierro, estaba completamente oxidado. A su alrededor, varios guerreros miaux bailaban.

—¿Se le ofrece algo? —preguntó el cacique.

—Vengo a aprender la danza de la lluvia —dije—, para bailarla en el Desierto del Pavor, para que un elefante me dé su pelo, con el que rescataré el águila de tres picos macho, que luego podré canjear por un huevo que me hará caballero del rey.

—No hay problema —dijo el cacique—, siempre que antes me ayude con algo. Resulta que me quedé sin cadete, y necesito que alguien vaya a la herrería real y traiga unos anillos de nariz para sustituir los que se oxidaron.

En torno a nosotros los bailarines seguían repitiendo el mismo paso, una y otra vez. Con solo verlos ya me lo había aprendido, así que podría haber vuelto directamente al Desierto del Pavor y salvar a los elefantes, pero… Debía comportarme como lo haría un caballero del rey.

La herrería real queda por mi barrio, a metros del Pantano del Pánico. A la entrada había una montaña de anillos de nariz. En el taller encontré al herrero.

—Ordene usted —dijo el herrero.

—Necesito unos anillos de hierro para la tribu de los miaux —dije—, así me enseñan la danza de la lluvia, por la que me pagarán con un pelo de elefante, por el pelo me darán el águila de tres picos macho, por el águila un huevo, y por el huevo el título de caballero del rey.

—Tengo un montón de anillos de hierro —dijo el herrero—. El único inconveniente es que la ley del reino solo me permite darle mi mercadería si usted se convierte en… —dudó un poco antes de decirlo— ¡caballero del rey!

—Ah —dije.

Nos quedamos unos segundos callados, pensando algo distinto que decir. Pero a ninguno de los dos se le ocurrió nada, así que me fui.

A la salida podía haberme llevado unos cuantos anillos de nariz. Estaban ahí tirados, y el herrero no miraba. Pero no, si algún día, de alguna manera, quería convertirme en caballero del rey, debía quitarme esas ideas de la cabeza.

Entonces me volví a casa a seguir viendo la tele. Por suerte la había dejado prendida.

Lo que me quedé pensando es: ¿cómo habrán obtenido su puesto los veintisiete mil ochocientos cuarenta caballeros del rey que pueblan el palacio?

(Publicado originalmente en Billiken N° 4710, 21 de mayo de 2010.)

Cuando Facebook es molesto

Dos cosas que me molestan de Facebook y sus usuarios.

1. Facebook me avisa que alguien me etiquetó en una foto. Voy a ver, y resulta que es el volante (perdón, ahora se dice flyer) de algún evento, en el que alguien etiquetó falsamente a cincuenta o cien personas. Tengo puesta la opción de que mis “amigos” no vean fotos en las que otros me etiquetaron, pero la opción por default de Facebook es la contraria. Es decir, por default los “amigos” de esas cincuenta o cien personas reciben el aviso de que hay una nueva foto en la que aparece Fulano… para encontrarse con que no es tal cosa sino publicidad de algo con lo que Fulano no tiene nada que ver. Esto es spam.

Está muy bien que alguien suba una foto en la que aparezco y asocie mi nombre con ella. De hecho es una opción que he permitido (y que, por supuesto, es la opción por default de Facebook). En ese caso, si la foto no me gusta por alguna razón, siempre puedo sacar mi nombre de ahí. Pero el comportamiento que describí más arriba está a punto de convencerme de quitar esa opción.

2. Facebook me avisa que tengo un nuevo mensaje privado. Voy a ver, y resulta que alguien está mandando a sus quinientos “amigos” un nuevo poema que escribió, o el aviso de un evento que está por hacer. A veces, ese alguien insiste hasta tres o cuatro veces con el mismo aviso. Esto también es spam.

Está bien recibir mensajes privados auténticos, con un contenido que alguien quiere transmitirme específicamente a mí. Pero el uso de los mensajes para mandar spam hace que cada vez los mire menos.

*

En ambos casos lo más posible es que la creación o la actividad de la persona en cuestión me interese. Por algo está en mi lista de “amigos”. Pero la forma no invasiva de avisar es poniendo una nota en su propio “muro” o enviando una invitación a un evento.

Como mucha gente, tengo una lista de cientos de “amigos”. La inmensa mayoría son del ambiente profesional en que me muevo, y por eso son tantos y necesito tenerlos en la lista. Es más, la lista debería ser todavía más larga.
Facebook tiene dos hábitos que terminan jugando en contra. El primero es que, por default, las opciones de privacidad suelen ser las más permisivas. Hay que tomarse el trabajo de recorrerlas, y son muchas y complejas. El otro hábito es generar formas de interacción social diversas, lo que está muy bien, pero de las que resulta fácil abusar.
Lo que le falta a Facebook es el tipo de herramientas que hace años se desarrollaron para el mail: filtros de spam. No sé cómo pueden ser, pero si funcionan para el mail tiene que ser posible desarrollarlos para Facebook. El problema grande es que a Facebook le interesa aumentar la cantidad de interacciones, la exposición de los usuarios, el tiempo que uno pasa adentro. En otras palabras, le es fácil estar del lado de los spammers. Y, por lo tanto, parece que esos filtros no están entre sus prioridades.

Otro ma dri gal


Esta mañana
damos la vuelta al mundo
en siete sueños.

Décima entrega de la “Colección ma dri gal” en la Biblio de los Chicos. Para ver las anteriores, click acá. (Foto por Cecilia Afonso Esteves.)

Los piratas y la llave

Tras incontables aventuras, aquí están los cuatro piratas en posesión de la llave que tanto han buscado. Ante todo, el Capitán Pirata Camisa Negra. (No sé si ya lo dije, pero a los piratas les encantan los títulos y, sobre todo, las mayúsculas.) Y con él sus cómplices, el Pirata Camisa Roja, el Pirata Camisa Verde y el Pirata Camisa Azul, también conocidos como los Haces de Luz (o los Ases de Luz, nunca está del todo claro).

Así como ellos no son cualquier grupo de piratas, la llave no es cualquier llave. Según la leyenda, esta llave puede abrir todas las puertas del castillo del Rey Rey, hasta llegar a la habitación secreta en la que cada aventurero encontrará su recompensa.

Claro que las leyendas no lo dicen todo. Por ejemplo, ahora mismo están los cuatro piratas ante la primera puerta del castillo del Rey Rey, y con ella ante un problema que no esperaban. En la puerta hay siete hileras de cerraduras, con nada menos que veintisiete cerraduras por hilera. La llave entra en todas. Lo primero que ha hecho el Capitán Pirata Camisa Negra fue meter la llave en cada cerradura, girarla, y esperar a que pasara algo. Y nada.

Así que ahí se los ve, sentados frente a la puerta, mientras se rascan la cabeza. Hasta que el Pirata Camisa Roja, como encendido por una luz interior, da un salto y exclama:

—¡Ya entendí!

Los otros lo miran un poquito asustados, y esperan que se explique.

—Veintisiete cerraduras en cada hilera —dice el Pirata Camisa Roja, excitado—. ¿De qué otra cosa hay veintisiete?

—Lunares en la espalda de Clarita —dice el Capitán Pirata Camisa Negra, con nostalgia en los ojos.

—¡Letras en el abecedario! —retruca el Pirata Camisa Roja—. Y siete hileras. ¿De qué otra cosa hay siete?

—¿Lunares en la frente de Anastasia?

—¡Días de la semana! —dice el Pirata Camisa Roja—. Así que sólo debemos abrir ciertas cerraduras, no todas. ¡Las iniciales de los días de la semana!

Esta vez el Capitán no dice nada. Ninguno dice nada, mientras el rascarse la cabeza va en aumento y se convierte en un zumbido constante. El Pirata Camisa Roja termina su explicación:

—En los calendarios, la semana empieza el domingo. Así que en la primera hilera debemos abrir la cerradura número cuatro, que corresponde a la letra D, que es la inicial de…

—¡Ya entendí! —salta el Capitán Pirata Camisa Negra, y de inmediato mete la llave en la cuarta cerradura de la primera hilera. La gira. No pasa nada. El Capitán parece desorientado.

El Pirata Camisa Roja le quita la llave y la usa en otras cerraduras, mientras dice:

—En la segunda hilera, la cerradura número doce corresponde a la L, de lunes. En la tercera hilera…

Tras la séptima cerradura, como corresponde a un buen cuento, la puerta se abre.

Palmeándose mutuamente las espaldas, los cuatro piratas se lanzan al otro lado, para encontrar…

Otra puerta.

Esta vez hay cinco hileras de cerraduras. Diez cerraduras en cada hilera.

Sentarse. Rascarse la cabeza. Se está haciendo rutina.

—¡Eureka! —grita un momento después el Pirata Camisa Verde—. ¡Las diez cerraduras de cada hilera corresponden a los números del 0 al 9!

El Capitán abre la boca para decir algo, probablemente sobre Nuria, pero el Pirata Camisa Verde le gana en velocidad.

—Y las cinco hileras corresponden a los cinco sólidos pitagóricos.

Los otros piratas se revuelcan en el piso de la risa.

—¿Los qué? —dice el Capitán—. Para mí que son los cinco luna…

—Tetraedro —interrumpe el Pirata Camisa Verde, con la autoridad que le da su repentina luz interior—, cubo, octaedro, dodecaedro, icosaedro. ¡Los cinco cuerpos geométricos regulares!

Nadie entiende mucho, pero ya sabemos que al final la gente se rinde ante semejantes muestras de sabiduría, así que el Capitán opta por darle la llave al Pirata Camisa Verde, quien ejecuta lo que ya podemos ir llamando Ceremonia de Apertura.

—El primer sólido, el tetraedro, tiene cuatro caras, así que abro la cerradura que corresponde al cuatro.

La cosa se complica un poco con los últimos sólidos, porque resulta que tienen doce y veinte caras, y no hay tantas cerraduras.

—Pero el doce se forma con un uno y un dos —vuelta, vuelta—, y el veinte con un dos y un cero —vuelta, vuelta—, y así…

Los cuatro se lanzan al nuevo pasillo, al final del cual…

Sí.

La tercera puerta tiene cuarenta y una cerraduras por hilera, y un total de once hileras.

Sentarse. Rascarse. Lo de siempre.

—No recuerdo que Estela ni Padma… —empieza el Capitán.

Pero de nuevo lo interrumpen. Es el turno del Pirata Camisa Azul, quien con aire de conocedor toma la llave de las manos temblorosas del Capitán y anuncia:

—Cuarenta y uno son los dioses del archipiélago de las Permuntrimerbaldas, que son once islas distribuidas en una línea de norte a sur.

Todos mudos, como es lógico.

Brevemente: el Pirata Camisa Azul gira la llave en una cerradura bien elegida de cada hilera, y la puerta se abre.

¡Sorpresa! Al otro lado los espera un gran aplauso.

Los que aplauden son el Rey Rey, su esposa la Reina Reina, las bellas hijas del Rey y la corte entera del reinado. Todos eufóricos en sus grandes sillones de oro y terciopelo, en la sala del trono.

Los piratas entran agradeciendo los aplausos pero, debemos reconocer, un poco confundidos.

—Adelante, señores —los anima el Rey—. Ha llegado el momento de que cada uno de ustedes reciba su recompensa por haber resuelto los grandes problemas de las puertas. ¡Llevábamos siglos sin poder abrirlas!

—Así que la leyenda era cierta —dice el Capitán—. ¡Cada uno recibirá su recompensa!

—Correcto —dice el Rey, y enseguida señala al Pirata Camisa Roja—. Usted, caballero, ha sido el primero en comprender que se trataba de problemas de lógica, y en desentrañar el método correcto para resolverlos. ¡Como recompensa, en este mismo acto lo nombro Ministro de Acertijos!

El Pirata Camisa Roja empieza a saltar en círculos de la alegría.

—¡Lo que siempre soñé! —repite una y otra vez.

—En cuanto a usted —el Rey señala al Pirata Camisa Verde—, nos ha demostrado su profundo conocimiento de la matemática. ¡Como recompensa, lo nombre Ministro de Objetos Regulares! Y ya que estamos, ¡también Ministro de Loterías!

—¡Sí! —grita el Pirata Camisa Verde, mientras se echa a llorar—. ¿Cómo supo que eran mis dos grandes pasiones?

—Usted —el rey se dirige al Pirata Camisa Azul—, probó sobradamente su maestría en cuanto a los dioses de este extenso mundo nuestro. ¡Desde hoy será Ministro de Teología y Mapas!

—¡Eso! —exclama el Pirata Camisa Azul, mientras en un impulso se lanza a abrazar al Rey Rey. Dos guardias se apuran a alejarlo.

—En cuanto a usted… —y aquí el Rey hace una pausa, mientras señala al Capitán Pirata Camisa Negra—. Lamentablemente, este cuento no nos dice nada sobre sus habilidades. ¡No sé cómo elegir una recompensa!

—Pero, Majestad —empieza a protestar el Capitán. Los guardias le hacen señas de que debe quedarse callado.

—Esperaremos, entonces —dice el Rey Rey—. Será alojado en una torre de mi castillo, y en cuanto sepamos en qué se destaca, recibirá lo que merece.

Y así es, con lo que el cuento ya está por terminar. Lo último que sabemos es que el Capitán Camisa Negra pasa días y noches a solas, en lo alto de una torre. Al principio su mirada vaga por el horizonte, como con melancolía.

Pero, tal vez por la misma melancolía, la mirada del Capitán ha ido cayendo. Ya no apunta al horizonte sino al patio de abajo, donde cada tarde las bellas hijas del rey se dedican a practicar ballet.

(Publicado originalmente en Billiken N° 4699, 5 de marzo de 2010.)

La Feria de Palabras

(Textos varios sobre palabras, publicados originalmente en La Mágica Web.)

*

En la Feria de Palabras había un tipo que encontraba significados para todas las combinaciones de cuatro letras. Otro tenía un adjetivo esdrújulo para cada persona que pasaba. Dos mujeres se alternaban para decir palabras, la primera usando letras de la A a la K, la otra el resto.

Hubo que cerrar el Pabellón Rimado, por la cacofonía que se generaba.

El Director de Verbos terminó renunciando por la presión de la Sociedad Adverbial.

Hubo muchos días nublados, jamás se cumplieron los horarios, la mitad de los stands estaba a oscuras, los colectivos dejaron de pasar por la puerta. Se armó un revuelo publicitario a partir de algunas palabras esponsoreadas y otras que terminaban en anto.

Se habló más de la cuenta.

Yo fui el viernes, cuando el humo era más espeso y los gritos se oían desde la plaza. Las ambulancias no daban abasto. Un helicóptero sobrevolaba la entrada a baja altura. Alguien entregaba volantes escritos en francés. Me quedé apenas media hora, y al salir encontré que todo era un poco menos claro.

Entonces llamó Candia y dijo: “Azul drástico morder.” Me rendí.

El sendero de las torres se llenó de gente apurada. Semáforo impotente. Guarida esquizofrénica. Jauría íntima. Danza panza. Atril. Cigueña. Simulacro.

No hubo dioses en la iglesia que erigieron a propósito. No hubo fieles. No hubo un domingo para pasar en el parque, lejos de las frases hechas. Se cansó el silencio. Se hizo tarde. Se hizo añicos. Se hizo odiar.

Cambió la perspectiva de las cosas, poco a poco, hasta que nadie pudo entrar a la salida, ni salir por los costados. No hubo frentes ni dorsos. Fin de las designaciones, start all over again.

Para el año que viene se dice que habrá algo de prolijidad, pero los regueros de tinta serán difíciles de limpiar.

*

Cuando era chico creía que las avellanas eran las redondas, y las almendras las alargadas. La confusión duró mucho tiempo. Aún hoy, cuando miro almendras, tengo que pensarlo dos veces para no decir avellanas.

También de chico recibí en clase de inglés una lista de pares de palabras opuestas. Entre ellas, black y white. Sabía que eran negro y blanco, pero no en qué orden. Por similitud, deduje que black debía ser blanco (las dos empiezan con “bla”). Me enteré del error al día siguiente, pero tardé años en terminar de creerlo.

Las cosas no deberían venir en pares. El cerebro es demasiado complejo para ocuparse con eficiencia de algo así.

*

Según su acentuación, las palabras pueden ser agudas, graves o inútiles.

*

Tengo una relación pésima con la palabra peyorativo.

Se me mezcla con epopeya.

Me pasa que quiero decir que algo es peyorativo, y la palabra no me sale, y lucho pero no hay caso, me viene a la cabeza la palabra epopeya, que se le parece tanto en la rareza, y la cosa no cierra. Epopeya es un tapón, un corcho que me impide ver más allá, y tengo que renunciar a la frase, a veces a la conversación entera.

—Lo dijo en sentido epopeya.

—¡Pero eso es muy epopeya!

Ya sé que no es culpa de peyorativo, sino de mi cerebro. Pero que nadie diga que se trata de una palabra amable con las personas.

(P.D.: ¿Popeya es la epopeya de Popeye? ¿O este es un comentario popeyorativo?)

*

Tres palabras terribles andan sueltas por el idioma, con la única oposición de una palabra breve, tierna, desprotegida. Grave, crónico, obtuso. ¿Quién no se tropezó con alguna de ellas, o con todas, una noche oscura, en el callejón más remoto de un texto? ¿Quién no las teme cuando andan a sus anchas, sembrando miedo, incertidumbre y dudas? Grave, crónico, obtuso… Si al menos tuvieran su contrapartida. Pero no:

¿Qué es lo opuesto de grave? Agudo.

¿Qué es lo opuesto de crónico? Agudo.

¿Qué es lo opuesto de obtuso? ¡Agudo!

Hay quienes ven signos de derrota. “Los agudos problemas de la economía”, por ejemplo, vienen a ser lo mismo que “los graves problemas de la economía”.

Con tanto desgaste, agudo va a quedar roma.

Es peliagudo.

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Si quisiera conminar no me saldría.

La impresión que tengo es que cada palabra requiere un músculo. Y ejercitar el idioma es como llevar a cabo esas acciones complicadas en las que ni tenemos que pensar: reírnos de un sarcasmo, bajar una escalera caracol, lavar los platos con dolor de espalda. Montones de músculos en acción, y nosotros como si nada.

De vez en cuando tropezamos con algo que requiere un esfuerzo especial, y entonces, por ejemplo, se nos ocurre preestablecer, o conmiserarnos, y hasta entablillar. Son músculos pequeños, indetectables, que se ponen en marcha tras varias protestas, pero al menos existen, están ahí a la espera de que una señal lo bastante intensa los despierte.

En cambio, conminar… No creo tener un músculo para eso.

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molestar > molestia
protestar > protestia

prestar > préstamo
aprestar > apréstamo
restar > réstamo

perseguir > persecución
conseguir > consecución (¡uy, sí, este funciona!)

morder > mordedura
perder > perdedura

freír > frito
reír > rito

escribir > escritura
prescribir > prescritura

Así estamos.

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Qué porquería de palabra. Qué asco. Como un caracol vivo en medio de la ensalada.

Los labios se fruncen, la lengua se encoge, y no pasa nada. No suena un beso, no se tocan los dientes. Hay que decirla en voz alta sintiendo los músculos de la boca para descubrir la frustración que se esconde en esta palabra.

Aguantar. ¿Echar agua? ¿Quitar o poner un guante? El origen apunta a la segunda, pero el baldazo de agua fría es lo que más se siente.

Dice la Real Academia, en uno de sus arrebatos cómicos: “6. tr. Taurom. Dicho de un diestro: Adelantar el pie izquierdo, en la suerte de matar, para citar al toro conservando esta postura hasta dar la estocada, y resistiendo cuanto le es posible la embestida, de la cual se libra con el movimiento de la muleta y del cuerpo.”

Dice la hinchada: apoyar a un equipo de fútbol, a una banda de rock, no importa lo que haga, de manera acrítica, aun sabiendo que se cae en lo más bajo de la escala (de cualquier escala que venga al caso), porque es lo que hay que hacer, porque es la única manera de demostrar algún valor, algún coraje, porque es el camino para alcanzar la pertenencia a algo, no importa a qué.

Aguantame: esperame sin salpicar, sin tirarme un guante.

Me aguanto: acepto maltrato, falta de baños públicos, hambre.

En palabras de la Real Academia, “en la suerte de matar”.

Basta, se acabó. No hay que aguantar nada. Y si hay que aguantar algo, por lo menos que sea con otra palabra.

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La palabra perplejo se pega a la lengua como chicle. Con “perple” nos enroscamos, nos enredamos, nos tropezamos, y no alcanza el escupitajo final de ese “jo” para liberarnos.

Así y todo, es una palabra bellísima, a los ojos, al oído, al tacto.

¿Y el significado? Si apareciera en un idioma que conocemos poco, jamás lo deduciríamos del contexto. En nuestro propio idioma es como una isla, un fragmento separado del resto, donde no encontramos raíces ni asociaciones. (Basta, no me vengan con el latín. No sé latín. Muchos no sabemos latín.)

Ese carácter de isla queda acentuado por la falta de palabras derivadas. Sólo hay un sustantivo, encima feúcho: perplejidad. Si al menos fuera perplejía, o perplejancia: suenan mejor, traen otra ideas. O si también hubiera un verbo: perplejar, perplejarse. ¿De qué otra manera se describe la transición del no-perplejo al perplejo? “Quedé perplejo”, se lee por ahí, como si fuera un salto cuántico, algo que no se puede dividir. ¿De qué manera quedé perplejo? ¿Qué ocurrió durante el proceso? “Fue entonces que me empecé a perplejar…”

Palabra isla, palabra paria. Maltratada. Al definirla, el Diccionario de la Real Academia da muestras de una torpeza insuperable: “1. adj. Dudoso, incierto, irresoluto, confuso.”¡Parece que se refiriera a un objeto! “Era un asunto perplejo.” “Me hizo una propuesta perpleja.”

Sin embargo, para cada palabra hay lugar en el mundo, hay riqueza, hay historia, folklore, arte. En medio de la batalla, Google tendrá que salir a demostrarlo.

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Cabriola es una de las tantas palabras hermosas del castellano.

Cabra y ola.

La cabra que hace olas.

La ola de cabras.

Pensamiento surrealista. Disparate y descripción precisa.

Boca que se cierra y vuelve a abrirse y termina en sorpresa. Cosquillas en la lengua.

A pesar de tanta palabra “a” y tanta palabra “de”, es un placer escribir en este idioma.

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Rodondendro y edredón son dos palabras tan afines que deberían nombrar cosas semejantes. Parecen parte de un idioma diferente, sonoro, estentóreo (”Rodondendro, edredón. ¿Dónde? ¡En derredor!”). Sin embargo, no sólo sus significados son divergentes: también las asociaciones que me despiertan, esas que probablemente vienen de cuando era chico y todavía andaba adivinando qué era qué. Edredón siempre me sonó a química, a efedrina. Rododendro, en cambio, podría ser un roedor exótico, un animal de largos dientes que hace agujeros en el desierto de un libro ilustrado de la década del 60.

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Gerd maneja demasiado rápido, tocando la banquina en cada curva, llevado encuestas por el olor del viento que empuja el parabrisas hacia atrás. Pero la palabra encuestas sobra en la frase anterior, vino de otra parte, traída por el mismo aire que Gerd tortura a su paso, arrastrada en dirección a este texto por las tensiones internas de otro texto, expulsada letra a letra a la banquina de un lado de la autopista sólo para que llegara al otro lado de la misma autopista, escupida, intrusa aquí y allá como un jarabe amargo en el sector de la farmacia donde sólo se vende a los niños.

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Para acceder a la verdad última debo olvidar que conozco la palabra bicicleta. Y sin embargo paso el tiempo pensando en bicicleta, bicicleta, bicicleta, bicicleta. Irresponsable de mí. Estoy condenado.

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“El miedo es el mensaje.” (McLuhan disléxico.)

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Faltan cuarenta y seis palabras para el fin del mundo, y transcurren sin temor como si quien las pronuncia no supiera contarlas, o no conociera el desenlace, o pensara que en realidad nada va a ocurrir, que de todas maneras la existencia es ilusión, espejismo, palabrerío.

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Alguien improvisa palabras
como si existieran en el diccionario.
Pero no hay idioma infinito
—qué pocas mentiras quedan por decirse.
Yo te contaría un secreto
si me prometieras conservarlo,
pero se lo vas a decir a otros diez.

¿Cuántos verbos tiene la tarde
desde el mediodía hasta la hora oscura?
¿Cuántas letras tiene tu libro,
ese que guardaste para no leerlo?
Yo te contaría un cuento
si me prometieras recordarlo,
pero te lo vas a olvidar otra vez.

Entre tú y yo

Entre tú y yo, de Noelia Otero con ilustraciones de E. Vieytes. Editorial Codex. Sexta edición, Buenos Aires, 1962. La primera edición es de 1957.

Este fue mi libro de lectura de segundo grado (equivalente a tercero, ya que por entonces había “primero inferior” y “primero superior”). Leerlo ahora es un viaje continuo entre la ternura y la indignación.

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El rey espera

El rey se sienta en una roca, de cara al mar, en la parte más alta de los acantilados. Fija la mirada en un punto del horizonte y allí se queda. No responde a nadie.

Durante las primeras horas, ministros y consejeros se preguntan qué hacer, y tanto se lo preguntan que no consiguen hacer nada. Pero al caer la noche, cuando el aire empieza a ponerse frío, ordenan que se levante una tienda en torno al rey. Por supuesto, dejan una abertura justo en el punto hacia el que se dirigen sus ojos.

Pasan los días. El rey sigue igual. No habla. Cuando le acercan comida, come. Cuando está muy cansado, se echa a dormir un rato al pie de la roca. También atiende a la reina, aunque cada vez menos porque a ella le parece aburrido que él esté siempre mirando hacia otro lado y no le dirija la palabra.

Todos quieren saber qué espera. Pero nadie se atreve a preguntárselo.

Con el tiempo, ministros y consejeros se van haciendo a la idea de gobernar el reino sin contar con la palabra final del monarca. La tienda se convierte en una casa de piedra, la casa de piedra en un pequeño castillo, el pequeño castillo en un castillo enorme. En la construcción siempre queda despejada la línea recta que une la mirada del rey al horizonte.

El rey sigue sentado, mirando.

Un día, la armada más poderosa que jamás se ha visto aparece a la distancia, más o menos por el punto que el rey observa. Sin embargo, el rey no dice nada, son guardias quienes alertan del peligro. La armada ataca y destruye buena parte del castillo, pero finalmente es vencida. En medio de los restos, ileso, el rey permanece sentado, esperando.

Los funcionarios sobrevivientes ordenan la reconstrucción del castillo, que con el tiempo acaba siendo aún más grande y poderoso que antes. El reino progresa, decae, progresa, como otros reinos en todas partes. La reina y sus hijos pasan el tiempo en una bonita casa de la playa.

El rey mira hacia el horizonte.

Con los años, el relato del rey que espera ha dado la vuelta al mundo. Son muchos los viajeros que se acercan al reino para contemplarlo. Oficialmente está prohibido ir a mirar al rey, y nadie tiene acceso a la cámara privada que comparte con la roca que le sirve de asiento. Pero, extraoficialmente, existe un punto en los acantilados desde el cual, con catalejo, es posible llegar a cruzar, casi, su mirada. El permiso para acceder al lugar de observación es muy caro, pero hay que entender que ministros y consejeros tienen, por la propia índole de sus obligaciones, muchos gastos.

El rey envejece. La reina parte hacia otras tierras. Funcionarios más jóvenes van reemplazando a los originales.

Un día como cualquier otro, el rey está solo. Es lo acostumbrado, porque ya nadie se interesa en descubrir qué espera. De pronto, el rey levanta la mano, como si señalara al horizonte pero no del todo, y se pone de pie.

—Aquí está —dice.

Y cae muerto.