Candelaria y Arandela eran dos hermanitas que vivían en un bosque. Su casita estaba en la copa del roble más grande. Subían por una escala de cuerdas, que izaban cada noche para protegerse de los animales que salían a cazar al ponerse el sol.
Candelaria era la más hermosa. Arandela tenía cara de tonta. Candelaria iluminaba el bosque con sus ojos dorados de elfa. Arandela abría muy grande la boca para hacer honor a su nombre. Candelaria sabía encontrar las manzanas más grandes y los hongos más deliciosos. Arandela se distraía aplastando insectos entre las manos: paf, otro puré de mosca.
Una mañana, a fines del invierno, Candelaria y Arandela bajaron de su casita y se internaron en las profundidades del bosque. Iban al río, que en los últimos días había acabado de descongelarse. Cada una cargaba dos recipientes para el agua. Los de Candelaria eran de cristal, puros como el aire del amanecer, limpios como la frente de su portadora. Los de Arandela eran de barro mal cocido, y encima uno se le cayó a mitad de camino y se hizo mil pedazos.
Cuando llegaron al río, ambas se inclinaron hacia el agua para llenar sus recipientes. Fue entonces que el ogro del bosque, que hacía tiempo las venía siguiendo, corrió hacia ellas y las empujó a la corriente.
Candelaria gritó, se sacudió, intentó por todos los medios mantener la cabeza por sobre el agua, pero su esfuerzo fue inútil: al poco tiempo, la bellísima niña se alejaba corriente abajo, el cuerpo ya sin vida.
Arandela, en cambio, sabía nadar.
Me encantan los cuentos pavotes.