La palabra perplejo se pega a la lengua como chicle. Con “perple” nos enroscamos, nos enredamos, nos tropezamos, y no alcanza el escupitajo final de ese “jo” para liberarnos.
Así y todo, es una palabra bellísima, a los ojos, al oído, al tacto.
¿Y el significado? Si apareciera en un idioma que conocemos poco, jamás lo deduciríamos del contexto. En nuestro propio idioma es como una isla, un fragmento separado del resto, donde no encontramos raíces ni asociaciones. (No digo en latín. Digo en nuestro idioma. No sé latín. Muchos no sabemos latín.)
Ese carácter de isla queda acentuado por la falta de palabras derivadas. Sólo hay un sustantivo, encima feúcho: perplejidad. Si al menos fuera perplejía, o perplejancia: suenan mejor, traen otra ideas. O si también hubiera un verbo: perplejar, perplejarse. ¿De qué otra manera se describe la transición del no-perplejo al perplejo? “Quedé perplejo”, se lee por ahí, como si fuera un salto cuántico, algo que no se puede dividir. ¿De qué manera quedé perplejo? ¿Qué ocurrió durante el proceso? “Fue entonces que me empecé a perplejar”.
Palabra isla, palabra paria. Maltratada. Al definirla, el Diccionario de la Real Academia da muestras de una torpeza insuperable: “1. adj. Dudoso, incierto, irresoluto, confuso”. ¡Parece que se refiriera a una cosa! “Era un asunto perplejo”. “Me hizo una propuesta perpleja”.
Perplejos, nos alejamos (como decían Les Luthiers) “sin comprender de qué se ríe”.