Llevo el auto a lavar, después de mucho tiempo. Cuando lo traigo de vuelta sube Gabriel al asiento de atrás, como siempre (Gabriel es mi hijo, tiene diez años), y enseguida me dice:
—El auto me gustaba más cuando estaba sucio.
—¿De veras? —Mientras arranco pienso un poco—. Claro, lo que pasa es que ahí atrás tenías restos de cada caramelo, cada galletita, cada chocolatín que te comiste en los últimos meses. ¡Al lavar el auto se llevaron tu memoria!
Gabriel se mueve, hace algo que al principio no entiendo. Escarba, digamos.
—¡No se llevaron todo! —dice después, y me muestra el celofán que envolvía un sorbete de caja de Gatorade.
—Ah, no, es trampa —contesto.
—También hay un papelito de caramelo de miel.
—¡Pero qué vergüenza! —protesto—. Voy a pedir que me devuelvan la plata proporcional. Si había ciento veintitrés papelitos y dejaron dos, eso significa que me deben…
—Como tres centavos.
—Y sí, voy a reclamarlos.
—Pero no tenés en cuenta que también lavaron por afuera.
—Cierto. Un centavo y medio entonces.
—¿Vas a reclamar por un centavo y medio?
—Sí, claro.
Hay una cuadra de silencio, mientras sigo manejando, y entonces Gabriel remata:
—No te olvides de mi comisión por haber encontrado los papelitos.
(De la Mágica Web, 1/10/2006)