Rinoceronte y otros especímenes

En diciembre de 2014 hicimos esta caja con diecisiete cuentos cortos que escribí años antes para el blog: Rinoceronte y otros especímenes. Cada cuento fue en una hoja separada, enrollada como papiro. Al dorso del papel había huellas de rinoceronte, que Natalia Méndez creó con sellos de goma.

En las próximas fotos se ve algo del proceso de fabricación. Las acompaño con algunos textos de la caja.

Sombras chinescas
Voy a ver un espectáculo de sombras chinescas. No sé cuántos actores participan, pero en el público solo somos doce, repartidos en tres hileras de butacas. Estoy en la hilera de atrás, en la segunda butaca contando desde la izquierda.
Se apagan las luces de la sala y un reflector po­tente pone blanca, incandescente, la pared del frente. Aparecen las primeras sombras.
Al principio resulta fácil adivinar los dedos y las manos que forman una cabeza de perro, una paloma, un árbol, una pareja que se besa. Pero poco a poco las construcciones se hacen más complejas, y ya no se sabe cómo crean la ilusión de una ardilla, un ban­co de plaza, otro árbol, un auto, un semáforo, un edi­­fi­cio de oficinas, una biblioteca, un anciano que camina con bastón.
Al mismo tiempo, delante de nosotros se desa­rrolla una historia. Quisiera relatarla, pero es tan te­nue, tan vaga y sutil, tan verdaderamente hecha de sombras que desafía las palabras. Ni siquiera hay banda de sonido. Solo se oye la respiración de los es­­pectadores, una tos, movimientos involuntarios en las butacas.
El relato empieza con cierto sentido del humor, que lleva a una mujer situada en la primera hilera a reír sin control durante un minuto entero. Luego, imprevistamente, se pone tétrico. Hay muertes, caídas, terror. Con el transcurso de las escenas siguientes la desolación nos invade a todos. Alguien solloza. Durante un largo rato buscamos esperanzados el hilo que permita suponer un final feliz.
Pero no hay un verdadero final. Los personajes empiezan a desmembrarse, a perder fluidez, a olvidar los respectivos roles. Los lugares se deshacen en huellas apenas visibles.
De pronto empezamos a distinguir otra vez los dedos y las manos que han estado fabricando todo. Lo hacen a propósito. Dejan de simular que son otra cosa. Pero un minuto más tarde esos dedos y esas manos también se deshacen, en dedos y manos más pequeños. Y los pequeños dedos y las pequeñas manos se deshacen también, en otros que resulta difícil contar.
El proceso se repite dos o tres veces más, hasta que la pared blanca queda cubierta por una especie de bosque puntillista de dedos infinitesimales. Entonces se apaga el reflector y quedamos a oscuras. Empezamos a aplaudir.

Ray
Ray siente la cabeza llena. De pie junto a la puerta de servicio, embutido en el traje negro, con la mano en la pistola y la pistola apenas oculta bajo el saco, los lentes oscuros para disimular la mirada de reojo, el labio superior apenas torcido hacia arriba, Ray se da cuenta de que tiene el cerebro colmado. Ha visto demasiado, ha oído demasiado, los recuerdos verdaderos y los recuerdos falsos han ido llenando cada rincón de memoria hasta no dejar más sitio. En los últimos días Ray ha experimentado la pérdida de algún momento de su vida, especialmente de la infancia, pero ahora viene algo peor, algo enorme, definitivo, un colapso.
Ray piensa si debería sacar el celular del bolsillo, marcar unos números y despedirse de alguien, pero desiste. No vale la pena. Y tal vez ni siquiera tenga tiempo, porque ahora que se acerca ese niño en bicicleta, ahora mismo Ray sabe que otro golpe de pedal ya no encontrará lugar y así vendrá la catástrofe. No bastará esta vez con eliminar años enteros de la escuela, o las caras de sus amantes, o las estadísticas de béisbol aprendidas a lo largo de toda la vida.
Ray necesita una solución, ahora mismo, pero tampoco le queda sitio para pensar en soluciones. El dedo índice se enrosca al gatillo, la pistola asoma del saco y parece que fuera a apuntar sola.
Entonces se oye el primer disparo, pero no viene del arma de Ray sino de adentro del edificio, allá donde la explosión hiere las paredes cubiertas de graffiti. Con precisión de cirujano, la bala elimina en un instante cada fragmento de escuela, cada rasgo de amante, cada partido de béisbol, cada niño que ha pedaleado ante los ojos de Ray, y así Ray tiene un momento, un solo momento del que casi no llega a darse cuenta, un momento brevísimo pero suficiente, valioso, inapreciable, de alivio.

Las bases del concurso
Vino una mujer que quería las bases del concurso. Entró a la oficina, se paró frente a la recepcionista y dijo:
—Vengo a buscar las bases del concurso.
La recepcionista le puso cara de haber estado mirando una planilla de Excel.
—¿Qué cosa? —preguntó.
—Según la propaganda no hay obligación de compra —dijo la mujer—, así que ustedes me tienen que dar las bases para que yo participe sin comprar.
—Un momento, por favor —respondió la recepcionista. Se acomodó el headset para que el micrófono le quedara junto a la boca, apretó un botón en un aparato medio oculto junto al monitor y agregó, como hablando al aire pero en realidad dirigiéndose a su supervisor inmediato—: Tengo una señora que viene a buscar las bases. —Silencio—. Del concurso. —Más silencio—. Bueno.
Ahora la recepcionista se volvió hacia la mujer, que todavía estaba de pie al otro lado del escritorio.
—Siéntese, por favor —le dijo, señalando unos sillones que había en el rincón—. Están averiguando.
La mujer eligió el sillón del medio. Acomodó la espalda, acomodó las piernas, alisó una bolsa de plástico que traía y la puso en el sillón vecino, como si la bolsa también tuviera categoría de persona. Junto a la pared había un cenicero, y más arriba un cartel que pedía no fumar. La mujer, que no era fumadora pero disfrutaba de participar en concursos, cruzó los brazos.
Al otro lado de cables y aparatos, el supervisor de la recepcionista llamó a un chico de marketing, que a su vez llamó a su supervisor, quien llamó a la secretaria del gerente. La cadena de llamados avanzó como la cuerda de una horca en torno a la mujer de la bolsa de plástico, sin que ella lo supiera.
Pasaron los minutos. La recepcionista cerró una planilla de Excel y abrió otra, atendió una llamada telefónica, la pasó a alguien que seguramente estaría mirando otra planilla de Excel. Después se encendió la luz roja.
La luz roja estaba junto a un cajón del escritorio, invisible para cualquier otra persona que estuviera en la recepción. La chica todavía recordaba los ejercicios que había hecho en el curso de entrenamiento, el mes anterior. Así que se quitó el headset, se puso de pie sin dar muestras de pánico, sonrió a la mujer y le dijo:
—Ahora vuelvo.
Tras lo cual salió por una puerta interior, que cerró detrás de sí. Un mecanismo automático trabó esa puerta y también la que llevaba al exterior. Otro mecanismo movió una plancha protectora por el interior de cada pared, por abajo del piso, por encima del techo. Con un chasquido que la mujer oyó pero atribuyó a algún ascensor distante, la habitación quedó aislada del resto del mundo.
Entonces, por el conducto de ventilación, empezó a salir el gas.

En uno de los dorsos Natalia trazó estos pasos de baile:

A lo largo de un par de años hicimos, en total, cincuenta ejemplares. Como el tema de los rollos no resultó demasiado práctico, los últimos diez los hicimos con las hojas plegadas; además, les agregamos como regalo una estrella de origami:

No hicimos más, ni vamos a hacer. Estamos pensando en reflotar Rinoceronte y otros especímenes, la colección de cuentos, en otro formato, pero todavía no sabemos cuál.


Author: Eduardo Abel Gimenez

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