Salida del cascarón y desplegada a la vida: esta es la tapa de Fantasmas, novela de Marina Berri, tercer título de la serie “industrial” de Dábale Arroz. Dice la contratapa:
“La maestra ya había borrado el esqueleto de jilguero y los adjetivos huesudos y en el pizarrón quedaron, embrollados con tiza, distintos nidos de animales. Qué raro ser un pichón y, durante una mañana fría, asomar la cabeza por el borde del nido para tragarse una lombriz”.
Huérfanos, Dolores y su hermano Luis viajan a la casa de un abuelo lejano, en una región donde el tiempo vacila y los fantasmas no reconocen a sus propios hijos.
Marina viene de premio en premio. En 2019 recibió el segundo premio de la Fundación El Libro por el libro de cuentos Arvejas negras (próximamente en Dábale Arroz) y en 2017, el tercer premio por Antes de África. En 2015, su cuento “Proyecto Gógol” ganó el primer premio en el Concurso Haroldo Conti. Es doctora en Lingüística. ) .
El diseño de tapa es de Luciano Andújar. La foto, de Melisa Fernandez Csecs. El ISBN: 978-987-47294-3-9. Tiene 124 páginas. Estará disponible a principios de julio.
Un fragmento de la novela (de la página 53 a la 57):
*
Dolores se levantó temprano. Alma ya estaba planchando en la cocina. Olía a pan y a levadura. Barón se había despertado antes y dormitaba cerca del fuego. Hacía frío. Alma avisó que era el primer día de invierno y que afuera había garrotillo. ¿Garrotillo? Alma se corrigió: aguanieve. La casa igual estaba tibia, excepto en los lugares en los que había hendijas: Dolores pasaba delante de la biblioteca, o frente al espejo del baño, o se paraba en el descanso de la escalera a ver el cuadro de una señora, y sentía un escalofrío que duraba hasta que se movía un poco. Con correrse un paso alcanzaba: el cuerpo y la casa recuperaban la temperatura normal.
Alma calentó agua para el té. Dolores dijo que ella se lo podía hacer sola —le gustaba la idea de abrir la lata de hebras y ponerlas adentro de un colador, pasar el agua hirviendo, verla teñirse y después hundir los hilos pegajosos de miel hasta que el té quedara dulce y oscuro—, así que caminó hasta la canilla y llenó una pava grande y pesada. La acomodó sobre el horno, arriba de donde se cocinaba el pan.
Sobre la mesa reposaban tres tazas chinas. En las tazas había una plantación de arroz dibujada con colores pasteles. La señora del kimono verde, que contemplaba el arroz con los ojos entrecerrados, se movía de a ratos, como si estuviera a punto de dormirse. Corría una brisa que ondulaba tanto las espigas de arroz como el rodete de pelo. Dolores tuvo ganas de tocar la taza con el té adentro para sentir a la señora tibia.
La plancha de Alma hacía juego con la pava. Era, también, oscura y pesada. Al principio Dolores pensó que desarrugaría la ropa solamente por el peso, pero cuando miró mejor vio que tenía agujeros en los que resplandecían brasas. Alma planchaba una camisa y, después de terminar una manga o el cuello, agitaba la plancha para avivar las brasas. Entonces planchaba el aire.
Entre las brasas estaba acurrucado Hugo.
Alma le pidió a Dolores que mientras se hacía el té fuera a buscar los huevos al gallinero para el desayuno del señor.
El señor era el abuelo.
Desde que habían llegado lo único que comía el abuelo eran huevos. Huevos poché, huevos revueltos, omelettes —que era un nombre que disfrazaba y revolvía el contenido, pero que en el fondo no tenía más que huevo—, huevos duros, huevos a la plancha y huevos fritos.
Alma le dio instrucciones precisas. El gallinero quedaba pasando el establo. Más tarde podía ver a los caballos, si quería, pero ahora necesitaba los huevos. El señor era un hombre puntual y se levantaba con hambre.
Claro. Debía darle hambre andar merodeando por otros mundos y asustar a la gente.
Alma no se dejó distraer por los pensamientos de Dolores y le explicó que en el gallinero había varias gallinas. Tenía que buscar una pinta, de color gris y gesto ajado, bien flaca. Pluma y hueso. Julia —ese era el nombre de la gallina— se iba a hacer la dormida; Dolores debería acercarse y molestarla igual. Julia iba a cacarear y hasta inclinarse para simular que la picoteaba. Pero era puro cloqueo, nunca picaba a nadie. Cuando la gallina terminara de protestar, debía sacar los huevos y ponerlos en la canasta —Alma cambiaba la plancha por la canasta, Dolores trató de adivinar en qué se parecían los huevos a las brasas— debajo de un repasador. Después había que revisar los otros nidos y juntar lo que hubiera, pero lo importante era la gallina pinta, porque Pascual podía comer solamente de esos huevos. Los de las gallinas marrones le daban insomnio, los de gallina blanca lo deprimían. Los de Julia le caían perfecto.
Dolores se preguntó con un retorcijón de remordimiento si serían los pollitos de Julia los que habían cenado ayer a la noche.
El agua hirvió. Dolores puso rápido las hebras en la tetera.
Alma le dijo que se abrigara bien. En la mesa había una bufanda, un gorro y un saco de lana, todos rojos.
*
Afuera los abetos no se movían: la niebla, una telaraña que tejía la luna de noche, mantenía las hojas fijas, apenas las dejaba respirar. Dolores sintió una gota fría de aguanieve en la mano y después otra. Hasta ayer, desde la ventana esos abetos eran álamos. Se habían achaparrado. ¿Los abetos no eran acaso árboles de montaña? Tal vez habían sido ellos los que habían traído el frío y las gotitas de nieve.
Pasó por el establo. La puerta estaba cerrada. No se oían relinchos pero había olor a heno y a alforjas transpiradas. Dolores siguió sin detenerse a investigar.
El gallinero era una construcción modesta, al costado de la tranquera. Las gallinas aletearon al escuchar el crujido de la puerta. Adentro era triste como una casa de gente pobre. Podrían haberles puesto por lo menos una vela, o una cruz. Las gallinas tenían algo de las personas que van a misa, quizás porque se apilaban en los nidos. Julia estaba acurrucada en el nido de atrás. Fingía dormir. ¿No cuidaría huevos ajenos para salvar los propios? Debía ser frustrante que siempre le quitaran sus pre-pollitos.
Le pidió que se corriera.
Nada.
Dio una vuelta por el gallinero. Las otras gallinas eran más amables: se asustaban y se movían y ella podía juntar lo que quisiera. Volvió cerca de Julia. Las pintas eran raras, se había imaginado un plumaje moteado, pero era tan regular que la gallina tenía algo de arlequín.
Dolores buscó un palo. Al tocarla Julia abrió los ojos. Cacareó: no le quedaba otra protesta, aletear implicaba descubrir parcialmente los huevos. Después volvió a acomodar la cabeza en las plumas. Dolores la tocó de nuevo, esta vez más abajo para obligarla a salir. Julia soltó un cacareo largo, de indignación.
El gallinero estaba tibio y el nido debía ser todavía mejor.
Dolores se hizo la disimulada, dio una vuelta, se acercó a las gallinas blancas. Después volvió a Julia.
No había manera de sacar los huevos sin meter la mano y arriesgarse a un picotazo. A quién se le podría haber ocurrido ponerle Julia: era imposible no pensar en ella como en una persona.
En una esquina brillaban unos granos de maíz. Los tiró cerca.
Nada.
Fueron las otras gallinas las que vinieron a ayudarla. Cuando vieron que tenía maíz, cloquearon cerca de Julia. Eso alcanzó.
Julia agitó la cabeza ofendida, pero al ver que las seis gallinas —dos blancas, tres marrones y una negra— respetaban a la extraña se fue llena de rencor a una esquina.
Dolores aprovechó para sacar los huevos y ponerlos en el fondo de la canasta. El gallo, con la cresta esa roja que parecía un colgajo mustio, la vigilaba. De todas maneras no le importaban demasiado los huevos. Antes estaba agazapado. Ahora perchaba estirando el cuello.
Dolores tiró el maíz que le quedaba y salió corriendo del gallinero.