“‘Llegó entonces la estación capital, el verano’, escribió Juan José Saer en un poema que le dedica a una amiga. Siempre recuerdo este verso cuando la canícula empieza a encender la calefacción a full y los aires acondicionados boquean agua hacia las veredas. El verano es la famosa tapa de la revista Gente diciendo, tautológicamente, “Estalló el verano”, con modelos y actores del momento; es el olor del bronceador en la playa y es el mes de enero con Buenos Aires calcinada y semivacía por el éxodo de la gente hacia los destinos turísticos”.
(Fabián Casas, La voz extraña. Edición de Leila Guerriero. Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2014).
“Los niños, para ver, se escondían detrás de los sillones, donde padres y madres —a veces tomados de la mano, a veces almohadón mediante— estaban durante una hora firmes frente a la TV. Los hombres enloquecían de deseo cuando aparecía Ámbar en la pantalla; casi siempre cuando terminaba el programa tomaban a sus esposas y les hacían el amor recreando en sus mentes las escenas que había protagonizado la diosa. En un castillo abandonado, una laguna pútrida, un cuarto fantasmal, una catacumba, las esposas llegaban al éxtasis cerrando los ojos, pensando que sus maridos eran en realidad Osvaldo Villazán. La gente mayor miraba sola el programa, tapándose los ojos en los momentos de máximo horror, aplaudiendo infantilmente cuando Villazán lograba expulsar al demonio o conjurar al fantasma. Los abuelos y abuelas después representaban para sus nietos al monstruo de turno, arrancando risas y grititos agudos de las gargantas exaltadas de los niños. Los adolescentes, a escondidas o autorizados por sus padres, miraban las historias fingiendo desinterés, y al día siguiente durante las clases de matemática o francés dibujaban en los márgenes de las hojas de sus cuadernos los escenarios y monstruos que habían excitado su imaginación. A veces creaban nuevos”.
“Doblamos a la derecha en una esquina y, de pronto, la gran ciudad ha quedado atrás. Estamos en un callejón peatonal angosto que me hace pensar en el medioevo oriental. Me acuerdo de otra novela de Murakami: el momento en que, en medio de una autopista, Aomame sale del taxi, baja unas escaleras de auxilio e inesperadamente se encuentra en lo que más tarde descubrirá que es un mundo paralelo. Eso es Tokio: una conjugación de pasado, presente y futuro que se parece más al estado onírico que a la vigilia”.
“En una época, para vos, dibujar y escribir no estaban separados. De hecho, nuestra habilidad de escribir solo pudo salir de nuestro deseo e inclinación por el dibujo. En el comienzo de nuestra vida de escribir y leer, dibujábamos las letras de nuestro nombre. Los movimientos que cada una requiere no se habían automatizado aún. Había mucha variación de forma, orden y orientación. Las letras eran caracteres [en inglés, también personajes], y cuando ciertos caracteres se juntaban en cierto orden, deletreaban tu nombre”.
“El domingo amaneció con cara limpia. Un cielo azul lapislázuli se alzaba sobre el centro de la ciudad, despejado de tráfico. Había algo de espejismo en el paisaje, como si las calles se fingieran transitables.











