[Este texto es la continuación de algo que empezó ayer, en el post de abajo.]
No hay fondo ni superficie. No hay arriba ni abajo. Pataleo en un caldo infinito, tibio, mejor dicho caliente como el agua de una bañera recién preparada. Sería un buen lugar donde dormir, si hubiera aire. Sacudo los brazos, giro sobre mí. El agua resiste mis movimientos, pero nada me apresa. Si sólo supiera hacia dónde ir para respirar.
Toco algo con el pie derecho, seguramente el fondo, y empujo con toda la fuerza que me queda. Doy brazadas. Entonces me doy cuenta del error, y todo se aclara con la velocidad de las mejores intuiciones: lo que he tocado es una pared, el fondo en realidad está hacia allá, la superficie hacia aquí, y si ahora quiebro la cintura en esta dirección, muevo los brazos hacia esa otra y doy un empujón final…
Mi cabeza quiebra algo con un estruendo comparable a los disparos de un minuto atrás. Es la separación de agua y aire. Tengo medio segundo para llenar los pulmones antes de hundirme otra vez, volver a pelear contra el universo y luchar por otro medio segundo de libertad.
Cuando me estabilizo con la cabeza fuera del agua me doy cuenta del gusto que tengo en la boca. El agua es muy salada, pero además contiene algo que me da ganas de vomitar, no sé qué, no puedo reconocerlo aunque me recuerda cosas diversas. Escupo varias veces, pero todo eso es secundario: lo esencial es encontrar algo de qué agarrarme.
La intuición prodigiosa de antes sigue funcionando, porque aún en la oscuridad completa que me rodea sé con toda precisión dónde está la pared que he tocado con el pie, seguramente la misma pared por cuyo borde rodé al agua. Me muevo torpemente hasta encontrarla. Levanto un brazo fuera del agua, aprieto los dedos contra el borde que está apenas unos centímetros más arriba, levanto el otro brazo, y con las dos manos aferradas allá arriba apoyo la frente en la pared para respirar todo lo que necesito. Hago ruido, pero por ahora no me importa.
No sólo tiene mal gusto el agua, también apesta. Debería salir. Pero me duelen los músculos, no tengo el entusiasmo necesario para impulsarme por encima del borde. Y una vocecita un poco infantil me susurra que además voy a tener frío fuera del agua, que está tan cálida, tan cómoda. Sé que no estoy pensando bien, pero eso tampoco me importa.
Pasan segundos o minutos, se me empiezan a cansar los dedos. Algo en mi cabeza se dedica a predecir diversas continuaciones para todo esto, ninguna de ellas segura, ni siquiera plausible. Nada me anuncia el ruido que oigo ahora mismo, una sucesión rápida de golpes suaves, crujidos, gemidos, todo in crescendo, todo acercándose a mí. Siento la tentación de alzar la cabeza por encima del borde, como si fuese capaz de ver en la oscuridad qué es lo que viene. Pero no tengo tiempo de haccerlo. Una cosa grande que grita y se sacude pasa rodando sobre mí, rozándome las manos, y cae en el agua a mis espaldas produciendo un maremoto.
Yo también grito, y enseguida hago fuerza para trepar, para escapar de ahí. Pero antes de que pueda hacerlo una mano me agarra el tobillo izquierdo, y enseguida otra mano la acompaña. Pateo con fuerza y nada, las manos no me van a soltar. Me alejo un poco de la pared para tomar impulso y tiro hacia arriba. Llego a apoyar el pecho en el borde, pero no alcanza y vuelvo a resbalar. Pateo otra vez, y otra, sin resultados. Hago un segundo intento, y enseguida un tercero, y ahora sí, tengo casi todo el abdomen encima del borde, de manera que giro el tórax, levanto la pierna libre, la derecha, hasta ponerla también a salvo, y pateo como puedo varias veces más con la pierna atrapada.
Poco a poco la pierna sube, con las manos aún aferradas al tobillo. Cuando el pie se asoma a la superficie una de las manos me suelta, y entonces doy la patada más fuerte de todas. Quedo libre, y ruedo una vez sobre mí para alejarme del agua.
Junto al par de manos que me apresaba dejo atrás jadeos, ruidos de alguien que lucha para sobrevivir. ¿Qué viene ahora? ¿Qué es mejor? ¿Volver al hueco de los hilos de luz y los disparos? ¿Buscar otra vía de escape en la oscuridad? Tal vez seguir la orilla del agua, pero cómo voy a hacerlo con eso que está ahí tratando de hacer lo mismo que yo hice, es decir aferrarse al borde y respirar, respirar, respirar.
Es difícil determinar prioridades. De pronto se me ocurre que lo esencial es saber a qué altura está el techo. Giro hasta quedar boca arriba y estiro un brazo hacia lo alto. Nada. Me siento, con el brazo todavía hacia arriba. Más aire. Hasta es posible que haya espacio suficiente para ponerme de pie. Debería sentir alivio, pero en cambio crece el miedo. En la oscuridad no es nada bueno ignorar los límites, y en este sitio, salvo el piso y el borde del agua donde esa cosa sigue resoplando, no los tengo. Sin límites tampoco hay referencias, y sin referencias no sé hacia donde puedo escapar.
Me da vértigo, como si la gravedad estuviese cambiando y me fuera a caer de lado. En el piso hay cositas que crujen, pero ahora prefiero echarme otra vez boca abajo y aceptarlas de aliadas. Apoyo ambas manos en el cemento, con los dedos bien abiertos, deseando tener ventosas en las yemas. Cierro los ojos con fuerza, para obtener algo de luz aunque sea ilusoria. Mi araña mental hace esfuerzos por tejer la tela: si el agua está ahí y el piso aquí, la habitación de los disparos debe estar hacia allá, y en algún sitio debe haber un techo o de lo contrario vería cielo, sol, estrellas, luna, algo.
Poco a poco dejo que la araña siga su trabajo sola. La conciencia vuelve a cambiar de foco y me doy cuenta de que orientarme en la oscuridad, aunque sea importante, es algo que puede esperar. ¿Qué es lo que no puede esperar, entonces?
—Soy yo —dice la voz de la mujer, salvaje, gruesa, desde del agua—, soy yo, soy yo.
Es como si me hubiese echado toda el agua encima, para barrerme. Me paraliza.
—Te salvé —sigue—, ¿no es cierto?
Oigo golpes suaves, algo que frota el suelo. Debe estar buscándome con las manos. Pronto va a salir del agua, y casi no importa en que dirección se mueva: me va a encontrar.
—Te salvé —insiste con un susurro decreciente.
No hace falta que grite. Aquí todo se oye como si estuviera amplificado, incluso en medio del murmullo del agua.
—Te salvé.
Ahora tengo tanto en qué pensar. ¿Me salvó? ¿Cuándo? ¿Al empujarme? Puede ser. Visto desde otra perspectiva, tal vez el empujón no fue un ataque. En realidad logró sacarnos a ambos del peligro, alejarnos de la quietud forzada, del asesino que agujereaba con balas nuestro cielo. Sin embargo, aunque fuera así, no le debo nada: también se salvó ella. Y el propio concepto de salvarse es relativo. ¿Qué significa salvarse, si todavía no estoy afuera?
Claro que no le debo nada. Mejor que volver a ella es rodar hacia aquí y hacia allá y esperar que la oscuridad le impida seguirme. O avanzar sobre manos y rodillas, como antes, en dirección paralela a la orilla del agua, buscando un problema nuevo para resolver. Sí, esto último es ideal, es lo que casi empiezo a hacer ahora mismo, excepto que me falta el último milímetro de la decisión, la última conexión entre neuronas, el último salto triunfal de la araña de mi cerebro que en este preciso momento está tan paralizada como yo.
—Está bien —digo—, está bien. ¿Qué hacemos ahora?
[Sigue acá.]
Gracias.