Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo sólo había cartas pensó que iba a tener dificultades con el cliente.
Se sirvió una taza de té instantáneo del aparato automático de la pared, y enseguida se puso a barrer con una escoba. Artesanías Americanas, S. A. quedó pronto preparada para recibir a los clientes del día, limpia y reluciente, con cambio abundante en la caja registradora, un florero de caléndulas nuevas, y música de fondo en la radio. Afuera, en la calle Montgomery, los hombres de negocios corrían a las oficinas. Lejos, pasaba un coche funicular. Childan se detuvo a mirarlo, complacido. Mujeres con largos vestidos de seda de color… Sonó el teléfono y Childan se volvió hacia el aparato.
—Sí —dijo una voz familiar, y Childan sintió que se le encogía el corazón—. Habla el señor Tagomi. ¿Mi cartel de reclutamiento para la guerra civil no llegó todavía, señor? Recuerde, por favor, que me hizo usted una promesa la semana pasada. —La voz encocorada y rápida era apenas cortés, a punto de traspasar los límites del código—. ¿No dejé un depósito, señor Childan, con esa condición? Se trata de un regalo, como usted sabe. Ya se lo expliqué. Un cliente.
—He hecho largas averiguaciones a mis expensas, señor Tagomi —dijo Childan—, acerca de esa mercadería, pero usted sabe que no se fabricó en esta región, y por lo tanto…
—Entonces no ha llegado —interrumpió Tagomi.
—No, señor Tagomi.
Una pausa helada.
—No puedo esperar más —dijo Tagomi.
—No, señor.
Childan contempló morosamente el día cálido y brillante y los rascacielos de San Francisco, del otro lado del escaparate.
—Alguna otra cosa entonces. ¿Qué me recomienda usted, señor Childán?
Tagomi había pronunciado mal el nombre, deliberadamente. Un insulto, dentro de los límites del código. Robert Childan, realmente mortificado, sintió que se le enrojecían las orejas. Las aspiraciones, temores y tormentos que lo consumían diariamente salieron a la superficie, abrumándolo, paralizándole la lengua. Se tambaleó, sosteniendo el teléfono con una mano húmeda. En la tienda flotaba el aroma de las caléndulas, sonaba la música, pero Childan sentía como si estuviese precipitándose cabeza abajo en las aguas de un mar distante.
Así empieza El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), de Philip K. Dick, traducido por Manuel Figueroa. Minotauro, Buenos Aires, 1974.