Categoría: Principios de novela 2

El hombre en el castillo, de Philip K. Dick

Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo sólo había cartas pensó que iba a tener dificultades con el cliente.

Se sirvió una taza de té instantáneo del aparato automático de la pared, y enseguida se puso a barrer con una escoba. Artesanías Americanas, S. A. quedó pronto preparada para recibir a los clientes del día, limpia y reluciente, con cambio abundante en la caja registradora, un florero de caléndulas nuevas, y música de fondo en la radio. Afuera, en la calle Montgomery, los hombres de negocios corrían a las oficinas. Lejos, pasaba un coche funicular. Childan se detuvo a mirarlo, complacido. Mujeres con largos vestidos de seda de color… Sonó el teléfono y Childan se volvió hacia el aparato.

—Sí —dijo una voz familiar, y Childan sintió que se le encogía el corazón—. Habla el señor Tagomi. ¿Mi cartel de reclutamiento para la guerra civil no llegó todavía, señor? Recuerde, por favor, que me hizo usted una promesa la semana pasada. —La voz encocorada y rápida era apenas cortés, a punto de traspasar los límites del código—. ¿No dejé un depósito, señor Childan, con esa condición? Se trata de un regalo, como usted sabe. Ya se lo expliqué. Un cliente.

—He hecho largas averiguaciones a mis expensas, señor Tagomi —dijo Childan—, acerca de esa mercadería, pero usted sabe que no se fabricó en esta región, y por lo tanto…

—Entonces no ha llegado —interrumpió Tagomi.

—No, señor Tagomi.

Una pausa helada.

—No puedo esperar más —dijo Tagomi.

—No, señor.

Childan contempló morosamente el día cálido y brillante y los rascacielos de San Francisco, del otro lado del escaparate.

—Alguna otra cosa entonces. ¿Qué me recomienda usted, señor Childán?

Tagomi había pronunciado mal el nombre, deliberadamente. Un insulto, dentro de los límites del código. Robert Childan, realmente mortificado, sintió que se le enrojecían las orejas. Las aspiraciones, temores y tormentos que lo consumían diariamente salieron a la superficie, abrumándolo, paralizándole la lengua. Se tambaleó, sosteniendo el teléfono con una mano húmeda. En la tienda flotaba el aroma de las caléndulas, sonaba la música, pero Childan sentía como si estuviese precipitándose cabeza abajo en las aguas de un mar distante.

Así empieza El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), de Philip K. Dick, traducido por Manuel Figueroa. Minotauro, Buenos Aires, 1974.

7 El hombre en el castillo

Las sirenas de Titán, de Kurt Vonnegut

Ahora todos saben cómo encontrar el sentido de la vida dentro de uno mismo.

Pero la humanidad no siempre fue tan afortunada. Hace menos de un siglo los hombres y las mujeres no tenían fácil acceso a las cajas de rompecabezas que llevan dentro.

No podían nombrar siquiera uno de los cincuenta y tres portales del alma.

Las religiones de pacotilla eran el gran negocio.

La humanidad, ignorante de las verdades que yacen dentro de cada ser humano, miraba hacia afuera, pujaba siempre hacia afuera. En su impulso hacia afuera la humanidad confiaba en llegar a saber quién era el responsable de toda la creación y en qué consistía toda la creación.

La humanidad lanzaba sus agentes de avanzada hacia afuera, hacia afuera. En el momento preciso los lanzó al espacio, al incoloro, insípido, ingrávido mar de la exterioridad sin fin.

Los lanzó como piedras.

Esos desdichados agentes encontraron lo que ya habían encontrado abundantemente en la Tierra: una pesadilla sin fin, falta de sentido. Los dones del espacio, de la infinita exterioridad, eran tres: heroísmo vacío, comedia barata y muerte fútil.

La exterioridad perdió, por fin, sus imaginarios atractivos.

Sólo quedaba por explorar la interioridad.

Sólo el alma humana seguía siendo terra incógnita.

Este fue el comienzo de la virtud y la sabiduría.

¿Cómo eran las gentes en los viejos tiempos, con sus almas todavía inexploradas?

La siguiente es una verdadera historia de la Época de la Pesadilla, comprendida, año más, año menos, entre la Segunda Guerra Mundial y la Tercera Gran Depresión.

Así empieza Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan), de Kurt Vonnegut, traducido por Aurora Bernárdez. Minotauro, Buenos Aires, 1971.

6 Las sirenas de Titán

El mundo sumergido, de J. G. Ballard

Pronto habría demasiado calor. Kerans se asomó al balcón del hotel, poco después de las ocho, y observó cómo el sol subía detrás de las matas espesas, las gimnospermas gigantes que se amontonaban sobre los techos de los almacenes abandonados, a cuatrocientos metros de distancia, en el lado oriental de la laguna. El implacable poder del sol atravesaba las frondas tupidas y oliváceas, y los rayos refractados y romos martilleaban el pecho y los hombros desnudos de Kerans, que transpiraba ahora. Kerans se puso un par de lentes oscuros, protegiéndose los ojos. El disco solar no era ya una esfera definida, sino una vasta elipse creciente que se extendía en abanico a lo largo del horizonte oriental, como una colosal bola de fuego, transformando con sus reflejos la superficie plúmbea e inerte de la laguna en un brillante escudo de cobre. Al mediodía, cuatro horas más tarde, el agua parecería un fuego encendido.

Comúnmente, Kerans se despertaba a las cinco, y llegaba al laboratorio biológico a tiempo para trabajar cuatro o cinco horas antes que el calor fuese intolerable, pero esta mañana se resistía a abandonar el refugio herméticamente cerrado y fresco de las habitaciones del hotel. Había empleado dos horas sólo en el desayuno, y luego completó seis páginas de su diario, retrasando deliberadamente la partida hasta que el coronel Riggs pasase por el hotel en la lancha, sabiendo que entonces sería demasiado tarde para ir al laboratorio. El coronel tenía la costumbre de quedarse charlando una hora, principalmente cuando podía animarse con unas pocas rondas de aperitivo, y no se iría antes de las once y media, a la hora del almuerzo en la base.

Por alguna razón, no obstante, Riggs se había retrasado. Quizá había dado un rodeo más largo que de costumbre por las lagunas próximas, o esperaba a que Kerans llegara al laboratorio. Durante un instante Kerans pensó en tratar de comunicarse con Riggs mediante el transmisor de radio del salón, pero el aparato estaba sepultado bajo una pila de libros, y tenía la batería descargada. La primera emisión matutina de alegres canciones populares y noticias locales —el ataque de dos iguanas a un helicóptero la noche anterior, los últimos informes sobre temperatura y humedad— se había interrumpido bruscamente, y el cabo encargado de la estación de radio en la base le había protestado a Riggs. Pero el coronel sabía que Kerans deseaba cortar, inconscientemente, todo lazo con la base —el cuidadoso descuido de la pila de libros que ocultaba el aparato contrastaba de un modo demasiado obvio con el orden minucioso de Kerans en todo lo demás— y aceptaba con tolerancia esa necesidad de aislamiento.

Así empieza El mundo sumergido (The Drowned World), de J. G. Ballard, traducido por Francisco Abelenda. Minotauro, Buenos Aires, 1966.

5 El mundo sumergido

Expreso Nova, de William S. Burroughs

Que se oigan en todas partes mis últimas palabras. Que se oigan en todos los mundos mis últimas palabras. Oigan todos ustedes, sindicatos y gobiernos de la tierra. Y ustedes, autoridades que apañan negociados inmundos concertados vaya uno a saber en qué letrinas para apoderarse de lo que no es de ustedes. Para vender el suelo bajo los pies de los que no nacerán —

“Que no nos vean. No les digan qué estamos haciendo —”

¿Estas son las palabras de los omnipotentes directorios y sindicatos de la tierra?

“Por Dios que no salga a relucir lo de la Coca-Cola —”

“Ni el Negociado del Cáncer con los venusinos —”

“Ni el Negociado Verde — Que no se den cuenta de —”

“Ni de la muerte del Orgasmo —”

“Ni de los hornos —”

Oigan: a todos ustedes me dirijo. Muestren sus cartas jugadores. Paguen todo paguen todo devuélvanlo todo. Jueguen todo jueguen el resto. Para que todos vean. En Times Square. En Piccadilly.

“Prematuro. Prematuro. Danos un poco más de tiempo.”

¿Tiempo para qué? ¿Para más mentiras? ¿Prematuro? ¿Prematuro para qué? Digo a todos que estas palabras no son prematuras. Estas palabras pueden ser demasiado tardías. Faltan minutos. Minutos para el objetivo enemigo —

“Archisecreto — Archivado — Para Uso del Directorio — La Élite — Los Iniciados —”

¿Son estas las palabras de los omnipotentes directorios y sindicatos de la tierra? Estas son palabras de mentirosos cobardes colaboracionistas traidores. Mentirosos que quieren más tiempo para más mentiras. Cobardes que tienen miedo de enfrentar con la verdad a los “perros”, a los “negativos”, a los “mandaderos”, a las “bestias humanas”. Colaboracionistas con la Gente Insecto, con la Gente Legumbre. Con cualquier clase de gente de cualquier parte que les ofrezca un cuerpo para siempre. Para cagar por los siglos de los siglos. Para eso han vendido ustedes a sus hijos. Han vendido el suelo bajo los pies de los que nunca nacerán. Traidores de todas las almas en todas partes. ¿Necesitan el nombre de Hassan i Sabbah para sus inmundos negociados? ¿Para vender a los no nacidos?

¿Qué miedo los ha hecho refugiarse en el tiempo? ¿En el cuerpo? ¿En la mierda? Lo diré: “la palabra”. La Palabra Extranjera “la”. “La” palabra del Enemigo Extranjero “los” aprisiona en el Tiempo. En el Cuerpo. En la Mierda. Prisioneros, salgan. Los grandes cielos están abiertos. Yo Hassan i Sabbah borro la palabra para siempre. Suprimo todas las palabras de ustedes para siempre. Y también elimino las palabras de Hassan i Sabbah. A través de todos sus cielos lean la escritura silenciosa de Brion Gysin Hassan i Sabbah: trazada sobre Nueva York el 17 de setiembre de 1899.

Así empieza Expreso Nova (Nova Express), de William S. Burroughs, traducida por Enrique Pezzoni. Minotauro, Buenos Aires, 1972.

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La sombra del torturador, de Gene Wolfe

Es posible que yo ya tuviera entonces cierto presentimiento de mi futuro.

El portal cerrado y herrumbrado que se levantaba ante nosotros con hilos de niebla ribereña enhebrando las puntas de hierro como senderos de montaña, ha quedado ahora en mi memoria como el símbolo de mi exilio. Ésa es la razón por la que he empezado a escribir esta crónica describiendo el portal, y cómo luego tuvimos que echarnos al agua, y como yo, Severian, aprendiz de torturador, estuve a punto de morir ahogado.

—El guardián se ha ido. —Así le habló mi amigo Roche a Drotte, que ya se había dado cuenta.

Dudando, el muchacho Eata sugirió que diéramos un rodeo. Levantó el delgado brazo pecoso y señaló los mil pasos de muralla que se extendían entre las casas bajas y ascendían por la loma hasta que finalmente se unían a los muros altos de la Ciudadela. Era un camino que yo tomaría, mucho más tarde.

—¿E intentar atravesar la barbacana sin salvoconducto? Llamarían al maestro Gurloes.

—Pero ¿por qué se iría el guardián?

—No interesa. —Drotte sacudió el portal—. Eata, ve si puedes escurrirte entre las barras.

Drotte era nuestro capitán, y Eata introdujo un brazo y una pierna entre las estacadas de hierro, pero pronto fue evidente que el cuerpo no podría seguirlos.

—Alguien se acerca —susurró Roche. Drotte tiró bruscamente de Eata.

Miré calle abajo. Una luz de linternas se mecía en la niebla entre un ruido de voces y pasos apagados. Yo habría querido esconderme, pero Roche me detuvo diciendo:

—Espera, veo picas.

—¿Crees que es el guardián que vuelve?

—Son muchos —comentó sacudiendo la cabeza.

—Una docena de hombres cuando menos —dijo Drotte.

Todavía mojados por el Gyoll, aguardamos. En los recodos de mi mente aún estábamos allí, temblando de pies a cabeza. Así como todo lo supuestamente imperecedero tiende a su propia destrucción, los instantes que en un momento nos parecen más fugaces se recrean a sí mismos…, no sólo en mi memoria (que en última instancia no pierde nada) sino también en mi corazón palpitante y en mis cabellos erizados, que se renuevan una y otra vez, así como nuestra comunidad se reconstituye cada mañana con las agudas notas de sus propios clarines.

Así empieza La sombra del torturador (The Shadow of the Torturer. Volume One of The Book of the New Sun), de Gene Wolfe, traducido por Rubén Masera y Luis Domènech. Minotauro, Barcelona, 1989.

3 La sombra del torturador

El Señor de la Luz, de Roger Zelazny

Los prosélitos lo llamaban Mahasamatman y decían que era un dios. Sin embargo, optó por dejar de lado el Maha- y el -atman y llamarse Sam. Nunca dijo ser un dios. Pero nunca negó ser un dios. Dadas las circunstancias, admitir cualquiera de las dos cosas no hubiera traído ningún beneficio. Sí, en cambio, lo traía el silencio. Lo envolvía, pues, un aura de misterio.

Fue en la estación de las lluvias…

Fue en la época en que arrecian las aguas…

Fue en la temporada de las lluvias cuando las oraciones de los monjes se elevaron,
no mediante la pulsación de nudosas cuerdas o la rotación de las ruedas, sino mediante la gran máquina de orar del monasterio de Ratri, diosa de la Noche.

Las plegarias de alta frecuencia penetraron y sobrepasaron la atmósfera hasta internarse en esa nube dorada llamada el Puente de los Dioses, que ciñe el mundo entero, y sólo se ve por las noches como un arco iris de bronce: el sitio donde el sol cambia de rojo a naranja al mediodía.

Algunos monjes no creían que esta técnica oratoria fuera muy ortodoxa, pero el constructor y operador de la máquina era Yama-Dharma, caído de la Ciudad Celestial, quien, según se decía, hacía siglos había construido el carro de trueno del Señor Shiva, ese artefacto que volaba por el cielo vomitando estelas de llamas.

Aunque estaba en desgracia, Yama aún era juzgado el más poderoso de los artífices, si bien era indudable que los Dioses de la Ciudad lo condenarían a la muerte verdadera si se enteraban de la existencia de la máquina de orar. Por otra parte, era indudable que los Dioses de la Ciudad lo condenarían igualmente a la muerte verdadera sin la excusa de la máquina de orar, en el caso de que llegaran a apoderarse de él. A Yama, en última instancia, le incumbía arreglar ese asunto con los Señores del Karma, pero nadie dudaba de que llegada la hora encontraría una salida. Tenía la mitad de años que la Ciudad Celestial, y no pasaban de diez los dioses que recordaban la fundación de esa morada. Se sabía que Yama conocía las modalidades del Fuego Universal aún mejor que el Señor Kubera. Pero estos eran Atributos menores.

Se lo conocía sobre todo por otra cosa, aunque pocos hombres la mencionaban. Alto pero no en exceso, corpulento pero no pesado, se movía con lentitud y fluidez. Vestía de rojo y hablaba poco.

Atendía la máquina de orar, mientras el gigantesco loto metálico que había erigido en la cima del techo del monasterio daba vueltas y vueltas.

Un leve aguacero bañaba el edificio, el loto y la jungla al pie de las montañas. Hacía seis días que emitía kilovatios de plegarias, pero la estática impedía que lo escucharan en Las Alturas. Ya sin aliento, llamó a las deidades más notables de la fertilidad eléctrica, invocándolas por sus Atributos más prominentes.

El rumor del trueno fue la única respuesta, y el pequeño mono que lo ayudaba ahogó una carcajada.

—Tanto tus plegarias como tus maldiciones, oh Señor Yama, alcanzan el mismo resultado —comentó el mono—. Es decir, ninguno.

—¿Y te llevó diecisiete encarnaciones llegar a esa verdad? —dijo Yama—. Ahora entiendo por qué eres todavía un mono.

—De ningún modo —dijo el mono, que se llamaba Tak—. En mi caída, menos
espectacular que la tuya, hubo cierta malicia personal de parte…

—¡Basta! —dijo Yama, volviéndole la espalda.

Tak advirtió que quizás había puesto el dedo en la llaga. En busca de otro tema de conversación, fue a la ventana, se encaramó sobre el vasto antepecho y observó el cielo.

—Hay una hendidura en las nubes, hacia el oeste.

Yama se acercó, miró adonde le indicaban, frunció las cejas y asintió.

—Sí —dijo—. Quédate donde estás y avísame.

Se acercó a una consola de controles.

El loto metálico dejó de girar y enfrentó el retazo de cielo desnudo.

—Muy bien —dijo Yama—. Tenemos algún contacto.

Así empieza El Señor de la Luz (Lord of Light), de Roger Zelazny, traducido por Carlos Gardini. Minotauro, Buenos Aires, 1979.

2 El Señor de la Luz

La intersección de Einstein, de Samuel Delany

Hay en mi machete un cilindro hueco, agujereado, desde la empuñadura a la punta. Cuando soplo en la boquilla del mango, sale música por la hoja. Cuando tapo todos los agujeros el sonido es triste, áspero como algo áspero que aún puede llamarse suave. Cuando descubro todos los agujeros el sonido canta alrededor, y trae a los ojos destellos de sol en el agua, metal triturado. Hay veinte agujeros. Y desde que toco música me han llamado tonto de muy diferentes modos; más a veces que Lobey, mi nombre.

¿Cómo soy?

Feo y mostrando los dientes casi todo el tiempo. Nariz enorme y ojos grises y boca ancha apretados en una cara pequeña y parda, apropiada para un zorro. Todo arañado de pelos que son hilos de bronce. El pelo me lo corto casi de raíz con el machete, cada dos meses. Vuelve a crecer rápido. Lo que es raro, pues ya cumplí veintitrés años y aún no me salió la barba. Tengo figura de bolo; los muslos, las pantorrillas y los pies de un hombre (¿gorila?) del doble de mi estatura (que es de aproximadamente uno ochenta), y caderas proporcionadas. Hubo una erupción de hermafroditas el año en que nací, y eso es lo que me llamaron los doctores. De algún modo tengo mis dudas.

Como digo, soy feo. Mis pies tienen dedos casi tan largos como los dedos de las manos, y los mayores están en semioposición. Pero esperen; una vez le salvé la vida a Pequeño Jon.

Estábamos escalando la Cara de Berilio, resbalando en aquella roca vítrea cuando Pequeño Jon perdió pie y quedó suspendido de una mano. Yo me sostenía con las dos manos, pero estiré un pie y tomé a Pequeño Ion de la muñeca y tiré de él hasta que pudo pisar en algo.

Así empieza La intersección de Einstein (The Einstein Intersection), de Samuel Delany. Traducción de Marcial Souto. Minotauro, Buenos Aires, 1973.

1 La intersección de Einstein