Al viento como los pájaros de la foto: esta es la tapa de La vida láctea, de Cris Zurutuza, segundo título de la serie “industrial” de Dábale Arroz. Dice la contratapa:
“Cuando se hace vox populi la invasión de tordos, el Negro Vílchez trae un gavilán. La incorporación de este animal a nuestra vida sigue la lógica de las soluciones que encontramos acá en La Suprema. Siempre vamos de mal en peor”.
Metida de prepo en la lucha por el poder, Vero se juega por los ideales. Aunque impliquen acompañar las reformas delirantes del heredero menos pensado, contra
el directorio y el sindicato.
Cris escribe ficción desde las épocas en que iba al taller de Alberto Laiseca. Esta es su primera novela, con el mismo espíritu de crónica que aparece en sus cuentos.
El diseño de tapa es de Luciano Andújar. El ISBN: 978-987-47294-2-2. Tiene 160 páginas. Estará disponible a principios de julio.
Un fragmento de la novela (de la página 88 a la 92):
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Por lo menos es viernes y vine en auto para llegar más rápido a casa. Es increíble que ya estemos a fines de mayo. Oscurece temprano. A las cinco y media, cuando salimos de la oficina, cae el sol. Arranco el motor y lo dejo que tome un poco de temperatura. No me dan las fuerzas para meter el cambio. Siento frío. Tengo el cuerpo contraído, las manos arrugadas; congeladas. Prendo la radio para darme ánimo. Me resta atravesar el camino de salida; sobrevivir a los tordos y al bicho ese que trajo de mascota el Negro Vílchez.
Las ruedas van patinando en el barro que hay en el acceso. Todavía no se fue del todo el agua de la inundación. La tierra seca que junté en las gomas cuando entré a la mañana ahora se desprende y golpea el guardabarros. Suena como si me tiraran piedras en el paragolpes y yo fuera en un barquito por un lago de chocolate. Si me llego a tener que bajar y el pájaro guardián me ataca, puede que nadie se entere y me encuentren muerta al otro día; devorada por los carroñeros. Me da un poco de risa la imagen. Siempre me hizo gracia la decadencia.
Llego como puedo al Acceso Oeste y me sumo a la caravana de los que van hacia la capital. La música de la radio por lo menos está bien. Annie Lennox canta tan genial que yo pienso que afino cuando le hago los coros. A poco andar, un taxista toca bocina y me saca de tema. Hace señas de luces. Lo saludo. No entiendo qué dice. No creo que esté puteando. Tengo prendidas mis luces cortas. A simple vista está todo en orden. Después de unos kilómetros, otro conductor, del lado del acompañante, me señala cuando se pone a la par. Miro si tengo mal cerrada la puerta o el cinturón quedó colgando del lado de afuera. Nada. Sigue su marcha.
El tercero toca bocina, bajo la ventanilla y lo miro.
—Flaca, tenés una cubierta en llanta.
Le agradezco el aviso. Buenísimo, ¿y ahora qué hago? Si ya llegué hasta acá, no voy a parar ahora o tirarme a la colectora, que es peor que ofrecerme de carnada al bicho de la fábrica. En este lugar me desvalijan en un minuto.
Sigo andando, más despacio, con las balizas. Ahora sí noto al auto inestable, desequilibrado, lento. ¿Cómo no me di cuenta de nada? En la primera salida me tiro a una estación de servicio. Parece una gasolinera del Far West. Qué pretendía. Estoy en el lejano Oeste, de la provincia de Buenos Aires. No anda nadie y hay una única luz en el local donde venden bebidas.
Paro lo más cerca posible del negocio y le pregunto al que atiende si funciona la gomería. Me dice que sí, pero que después de las siete de la mañana. Adentro hace más frío que en la playa de estacionamiento, porque está más concentrada la humedad. No sé cómo soporta. Le pido un café y me lo llevo al auto. Revuelvo la guantera y cuando por fin doy con los papeles, llamo al auxilio mecánico.
Primero me recibe una grabación, con música robótica y de tarjeta postal china. Me dejan esperando “a que los operadores se desocupen”. Por fin me atiende una fulana, tan autómata como la grabación. Me empieza a pedir datos, casi hasta el grupo sanguíneo: patente, número de chasis, nombre del titular, DNI, color del auto, dirección donde estoy —buena pregunta, qué sé yo dónde carajo estoy—, número de carrocería, que lo tengo grabado en las puertas. Agrega que dentro de los ciento veinte minutos llega el móvil y que tengo que permanecer dentro del auto. ¿Dos horas?
Obvio me voy a quedar adentro, ¿adónde voy a ir? Corto al borde de las lágrimas. Me termino el café de un sorbo.
Una puntada insoportable me invade el abdomen. No puede ser que justo ahora me vaya a descomponer. Maldigo el colon irritable. Respiro más lento para ver si pasa, pero los retorcijones son como contracciones. Ya desesperada me bajo del auto para ir al baño. Me lanzo sobre la puerta que dice Damas, medio despintada. Reboto; está cerrada con llave. Voy otra vez con el pibe del barcito. Debo tener cara de desesperación. Le pido la llave.
—Señora, está clausurado, pero puede entrar al de hombres.
Doy media vuelta. Ya no me importa. No puedo pensar del dolor de panza. Llego a la velocidad de la luz, sin fijarme si hay algún tipo adentro. En cuanto entro me invade un vaho dulce. Huele a pis rancio. Le echo una mirada al primer inodoro, empujo con el pie la puerta que está entrecerrada. Imposible. Paso al segundo, y me echo atrás. Ese inodoro está detonado, como si una bomba de excrementos hubiera explotado en alguna guerra de hace décadas. Ya sin opciones, y sin tiempo, me paro en la puerta del tercer cubículo. El inodoro es como un volcán en el medio de un lago. El piso está mojado. Calculo si puedo llegar de una zancada a poner el pie sobre el tubo de un rollo de papel higiénico tirado en ese asco de base. Estiro la pierna, toco el cartón con la punta del zapato. No llego. Los retorcijones no me permiten reflexionar mucho más, creo que si no resuelvo este malestar ya, me va a bajar la presión. No hay otra que sumergirse en ese lago amarillento y espeso. Con lo que me queda de lucidez, se me ocurre una idea que si bien no parece brillante, tal vez evite mojarme los pies en el caldo nauseabundo. Levanto la pierna izquierda y dando una patada apoyo el zapato en el borde izquierdo del inodoro. Tomo aire, y con la fuerza que me permite la exhalación, paso la derecha más allá y la apoyo en el otro borde. Tuve que fijar la mano en el depósito del baño, para no perder el equilibrio. Como le falta la tapa, el filo de la ventana de cemento rugoso me humedece los dedos. Quedo parada sobre la loza y luego voy doblando las piernas hasta quedar en cuclillas. De fondo, escucho el eco del rugido del motor de unos camiones por la autopista y la pérdida de agua de una canilla. El resto es silencio. A esta altura me olvido de la elegancia. Vuelvo a sentirme bien después de unos minutos. Dejo que todo suceda, sin intervenir. Los latidos del corazón se van calmando. Me pongo de pie otra vez, ahora apoyada en la pared grasosa y tiro del alambre con forma de gancho que supo estar unido a un botón. El depósito libera muy poca agua. No se me ocurre cómo dejar el baño en buenas condiciones. ¿Buscar un balde y tirarlo?, ¿comprar un agua mineral y vaciar su contenido en él? No, es demasiado. Recurro a una acción más universalmente aceptada. Empiezo a desplegar los pañuelitos descartables que me quedan. Armo un bollo con forma de nube entre las manos. Lo suelto dentro del inodoro. Agradezco que no haya nadie más que yo. Si hubiera escuchado algún ruido tal vez me hubiera dado pudor salir de este único baño utilizable. Salto hacia el lado de la puerta de salida y logro llegar a la zona seca. Me acerco al lavatorio que tiene la pérdida de agua, que de tanto pasar ya dejó un surco de óxido en la bacha. Estiro mi camisa hasta los dedos, para no tocar la canilla. Intento abrirla más, pero está falseada. Dejo que se mojen un poco los dedos y me los seco en el pantalón. Espero que la campera no haya tocado la pared cuando estaba en el baño. Me voy lo más rápido posible. Regreso al auto. Ya es noche cerrada.