Autor: Eduardo Abel Gimenez

Lo que decía Gabriel

[17/5/2002]

Hoy encontré una pequeña libreta Norte que estuvo perdida durante un año. La usábamos para anotar las cosas más graciosas que decía nuestro hijo Gabriel.

Empieza en agosto del ’98, cuando Gabriel tenía dos años y ocho meses (“Hay que decir palabras lindas: tostada, banana… No palabras feas”).

Termina, por ahora, en marzo de 2001, cuando Gabriel tenía cinco años y tres meses (“Anteayer hoy fue pasado mañana”).

Ya pasé todo el contenido a un archivo de texto en mi computadora. También hice un backup.

Entre las 65 anotaciones hay muchas que son memorables, la mayoría por motivos personales, incomprensibles fuera de la vida familiar. Tres de las anotaciones son sucesivos y verdaderos Proyectos de Vida:

  • “Cuando sea grande voy a tocar todo, voy a tener el pelo negro como mamá, voy a hacer eso con los chicles, voy a tener los pies grandes, voy a poder hacer upa. Voy a ser electricista también.” (23/9/98)
  • “Cuando tenga tres años me van a crecer alitas.” (18/11/98)
  • “¿Saben qué quiero ser cuando sea grande? Quiero ser nene.” (20/5/2000)
[17/5/2012]

“En la llorería venden lágrimas.” (2/5/99)

No sé dónde está la libreta. Por suerte conservo el archivo.

El pescador

[17/5/2002]

Cada mañana, bien temprano, el pescador sale de su casa y recorre los trescientos metros de desierto que lo separan del abismo. Lleva bajo el brazo el rollo de cordel. Se sienta en el sitio exacto de la pesca, entre una roca gris y otra roca gris, sobre una roca amarillenta, y se ata un extremo del cordel a la muñeca izquierda. Saca del bolsillo una bolsita pequeña y casi vacía, cuyo contenido jamás le ha mostrado a nadie, la anuda con cuidado al otro extremo del cordel, y lanza el rollo hacia las profundidades de manera que se vaya deshaciendo. Si la bolsita llega al fondo no lo sabe: asomarse por el borde no significa ver el fondo, hay obstáculos en el medio, hay ángulos y declives que esconden lo que ocurre allá abajo.

El abismo es estrecho. En la superficie, a la altura donde se sienta el pescador, no mide más de diez o doce metros de ancho. Es más bien una grieta, larga y angosta. Se extiende por kilómetros hacia la derecha y hacia la izquierda. Pero este es el único punto donde hay pesca.

A veces, el pescador espera casi todo el día. A veces, cinco minutos. Hay un tirón suave, una señal que tal vez otros pasarían por alto. En cuanto la siente, el pescador empieza a tirar del hilo. Si la pesca es liviana, puede llevar diez minutos recuperarla. Si es pesada, hasta una hora y media. Hay que tirar con cuidado, para evitar los balanceos allá abajo: en otras épocas, con menos experiencia, algunas cosas se habían roto al chocar contra las paredes del abismo.

El pescador no tiene manera de saber qué pescará hoy, o mañana, o pasado. Siempre hay algo. Muchas veces, útil. Si no puede usarlo, vestirlo, comerlo, encenderlo, jugar con él, criarlo, ponerlo en una pared, leerlo, oírlo, nada, entonces lo lleva al pueblo y lo vende en algún negocio.

Cuando la pesca es rápida, el pescador aprovecha el día para dormir. Así puede salir de noche en su camioneta vieja, rumbo a un sitio al que nadie ha conseguido seguirlo. Lo que hace durante esas noches es otro misterio. Vuelve al amanecer, con un fardo oscuro y pesado en la caja de la camioneta, que se apura a meter en el sótano de la casa. Un rato más tarde va a pescar, como todos los días.

Nadie más ha logrado extraer algo del abismo. En ninguno de los puntos de la grieta. Ni siquiera desde la roca amarillenta del pescador, en las raras ocasiones en que el hombre ha faltado a la cita por extrema enfermedad. Gente que ni siquiera sabe del pescador, científicos, han recorrido el fondo de la grieta y la han fotografiado, cartografiado, descripto hasta el cansancio. Ahí sólo hay piedras, es lo que dicen sus montañas de documentación. Tampoco los periodistas han aprendido mucho. Ni los sacerdotes, o los psicólogos.

El pescador sonríe porque jamás contará su secreto. Sólo él sabe que lo importante no es el sitio, ni la actitud, ni la fe. Es la carnada.

Creative Commons

[17/5/2002]

“Cultivating a New Creative Commons: Creative Commons is a non-profit organization founded on the notion that some people would prefer to share their creative works (and the power to copy, modify, and distribute their works) instead of exercising all of the restrictions of copyright law.”

[17/5/2012]

Diez años después, es fantástico ver que Creative Commons creció y se consolidó en todo el mundo, incluso en Argentina. Link a las licencias, donde se puede elegir tipo y jurisdicción: creativecommons.org/choose/

Por ahí

[16/5/2002]

Camina sin pisar las rayas

[16/5/2002]

Camina sin pisar las rayas. Cruza las calles en línea recta. Se sienta con las manos en las rodillas. Se guarda la basura en los bolsillos. Pide perdón. Pide permiso. Da todos los vueltos. Habla en voz baja. Se acuesta temprano. Tiene documentos. Cierra la puerta cuando va al baño. Cae con gripe una vez por año. Usa edulcorante. Mira las chicas de reojo. Mira libros usados, pero compra nuevos. Usa zapatos. Usa medias. Se afeita. Dejó de fumar. Conoce los nombres de muchos vicios. Puede leer en inglés. Mira televisión. Viajó una vez. Se casó dos veces. Olvida los sueños. Olvidó los sueños. Cierra las cortinas antes de desnudarse. Lleva monedas para el colectivo. Guarda los boletos capicúas. Se ducha. Se corta las uñas. Usa desodorante en aerosol. Silba cuando nadie oye. Habla por teléfono con voz gruesa. Se ríe con todos los chistes. Lee el diario. Llora cuando va al cine. Le gusta el rock. Le gustan las milanesas a la napolitana. Le gusta la primavera. Tiene vergüenza. Va al gimnasio tres veces por semana, dos veces por año. Le gusta que se acuerden de él. Tiene dos hijos. Los quiere. Tiene cinco dedos en cada mano. Tiene un ombligo que nadie más ve. Tiene poco pelo. Tiene dos peines, uno de ellos en el bolsillo. Tiene un manojo de llaves. Se muere.

Los tres avisos

[16/5/2002]

El primer aviso decía: “Con calma que hay tiempo.”

El segundo aviso decía: “Ahora a paso normal.”

El último aviso decía: “Por tu culpa llegamos tarde.”

2002: The Year the Science Fiction Died

[16/5/2002]

2002: The Year the Science Fiction Died (Locus Magazine). “On March 5, 2002, science fiction became 76 years old, and 76 years currently also happens to be the average life expectancy of an American citizen. (…) The generations of readers who were first captivated by science fiction before 1960, when it was primarily a print-based medium, are now collectively reaching an age when their deaths can be expected, and the authors they cherished are collectively in the same position.” En los últimos meses murieron, como señala el artículo, Damon Knight, R. A. Lafferty, George Alec Effinger y otros. (Gracias a Marcial Souto por el link.)

[16/5/2012]

Hay que aclarar que, diez años más tarde, y a modo de ejemplo, Ray Bradbury (90 años) y Jack Vance (95) siguen estando.

Fogonazos

[16/5/2002]

Hace unos días, durante la tormenta, mi padre estaba escuchando Radio Cultura y, a la vez, mirando por la ventana del living. En eso, un fogonazo, un cortocircuito descomunal o algo así iluminó la cima de un edificio que está en Juramento y Zapiola, o Juramento y Conesa. Simultáneamente, la radio enmudeció.

Mi padre, desconcertado, se quedó esperando que algo más ocurriera. Pasaron unos veinte minutos. Entonces hubo un segundo fogonazo o cortocircuito o lo que fuera, igual al primero. Y la radio volvió a andar exactamente igual que antes.

Es sabida la leyenda de que la amnesia se cura con el segundo golpe. Pero una antena…

Reírse solo

[15/5/2002]

Cómo me gusta cuando veo, en la calle, alguien que viene riéndose solo. Siente un poco de vergüenza, apunta la cara al piso, trata de reprimir la risa pero se le escapa por un lado de la boca, luego por el otro, sacude sin querer la cabeza, apura el paso, aspira hondo y vuelve a empezar. Después de esto, las otras caras, las que vienen atrás, son todas horribles.

Escalera al infierno

[15/5/2002]

Venía caminando por una callecita de Belgrano, cuando las ganas de ir al baño se hicieron insoportables. Ahí nomás había un boliche medio viejo, medio sucio, medio pobre, aunque con puerta de vidrio, donde nada era anaranjado, verde o rojo, que son los colores de moda en los bares. Así que entré, pensando que en un lugar así no me mirarían con cara rara.

Enseguida me inundó el olor a grasa. A las once y media de la mañana ya era un olor infeccioso. Lo menos que transmitía era la peste negra. Pero ya no podía elegir, estaba lanzado, mi vejiga había quemado las naves y sólo permitía seguir en una dirección.

En estos casos soy muy amable:

—Buenos días —dije—. ¿Puedo usar el baño?

Al otro lado del mostrador había un hombre al que nunca le compraría nada comestible. Tenía ojos desconfiados, y se protegía del mundo inclinado hacia adelante, con un codo apoyado en la madera y la mano contraria en la cintura. Llevaba sin dignidad una operación en el labio superior, donde la barba no crecía, al menos no tanto como en el resto de la cara. Había unos dientes por ahí, en algún sitio, y era mejor desviar la vista hacia otro lado.

El especialista en grasa me miró de arriba abajo, ladeó la cabeza con esa expresión justa que yo había tratado de evitar, y terminó sacando la mano de la cintura para hacer un gesto displicente hacia atrás. Al mismo tiempo dijo esta frase inolvidable:

—Por la escalera al infierno.

Miré hacia donde había señalado. Curiosamente, sólo había una escalera hacia arriba, y, al lado, un cartel que decía “Baños” y tenía una flecha que apuntaba en la misma dirección que la escalera.

—Gracias —dije, mientras me alejaba del codo, los dientes y la grasa.

Así que el infierno queda hacia arriba. Los escalones eran de madera, no estaban nada mal. Hasta crujían cuando pisaba. Tras una curva, en realidad un giro de ciento ochenta grados, quedó a la vista una terraza despejada, de baldosas rojas impecables, y más allá los edificios de enfrente, el rompecabezas de ventanas y balcones. Los baños estaban a la derecha.

La vejiga no me dejó satisfacer mi curiosidad con la terraza. Me hice a un lado para dejar pasar a un hombre que bajaba (cuya expresión debió indicarme algo sobre lo que estaba por venir, pero no soy tan bueno leyendo expresiones), y seguí adelante.

No había luz en el baño, excepto la que venía de la puerta entreabierta. Se vislumbraba el mingitorio, eso sí, lo suficiente como para no desistir de la tarea. Di un paso largo hacia la oscuridad. Splash. Ahí se me hundió la zapatilla en el infierno, que resultó ser acuático.

Hice lo que había que hacer, sin voluntad, por obligación. Bajé las escaleras. Agradecí otra vez a esos ojos que sospechaban de mi. Salí del bar. Seguí mi camino por esa calle, sin mirar atrás, convencido de que mi pie derecho iba dejando una hilera de huellas amarillentas.