
Ilustración de Cinderella, de Edward Dalziel y George Dalziel. London, New York, George Routledge and Sons [entre 1865 y 1889]. Fuente.
Esta semana estuve en Tinkuy Encuentro con libros, el programa que se emite por la radio de la Biblioteca del Congreso los martes a las 20. El primer link lleva a la página con todos los programas emitidos: nada menos que doscientos cincuenta.
Acá se puede escuchar este en que participé:
Hacen Tinkuy Gloria Agustina (abajo a la izquierda), Rocío Gil (arriba a la izquierda), Daniela Azulay (arriba a la derecha) y Ariel Marcel (detrás de la cámara).
Sobre la mesa se ven los nuevos libros de Dábale Arroz. Durante el programa se sorteó un ejemplar de cada uno entre oyentes que participaron en las redes sociales.
Fue una experiencia genial. Los tinkuyanos son gente única, talentosa y llena de cariño. Les estoy muy agradecido. Siguen algunas fotos más, por las que también les agradezco.
F
Ray Bradbury, El lago y otros cuentos. Editorial Pomaire, Barcelona, 1965.
En agosto de 1971 yo tenía diecisiete años y estaba maravillado con Ray Bradbury. Había leído Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Fahrenheit 451, y probablemente Las doradas manzanas del sol y Remedio para melancólicos. Todo en las ediciones de Minotauro, cuidadas, bien traducidas, respetuosas del autor y del lector. Me encontré con este libro y lo compré entusiasmado. ¡Otra colección de cuentos de Ray Bradbury!
En la contratapa no decía nada, pero como era una edición fina, de tapa dura, con sobrecubierta, había solapa. Seguramente la leí antes de comprar el libro:
Llegué a casa y me puse a leer. Si confiaba en algo, era en los libros. Si algo no me podía fallar, era un libro. Había pasado y seguiría pasando por ediciones entre malas y espantosas de mi escritores favoritos, las de colecciones como Cenit, Nebulae y otras. Pero les creía a todas. Hasta que recorrí el libro recién comprado y encontré el índice.
El índice no está adelante, a la vista, por supuesto que no. En este libro el índice está atrás, en lo que sería la página 173 si estuviera numerada. Y es así:
¿Pero cómo? ¿Un cuento de Bradbury, de apenas diez páginas, y después Robert Bloch, Theorore Sturgeon, Edmond Hamilton…? Sí, Sturgeon también me gustaba mucho. Henry Kuttner, que está al final, me gustaba un poco. A los demás no se si los conocía (seguro que conocía a Hamilton, pero no me entusiasmaba). Pero nada de eso era importante. Yo había comprado un libro de cuentos de Ray Bradbury, pero lo que venía era otra cosa. Me sentí profundamente estafado. Leí el libro, porque leía todo lo que compraba. Lo conservé. Pero este libro era basura de la peor calaña, era un engaño malintencionado.
Claro, después que uno ya se enteró, resulta que la solapa no dice en ninguna parte que todos los cuentos sean de Ray Bradbury. Lo que dice es que Bradbury “encabeza esta selección de cuentos”. Pero también se cuida de decir que hay otros autores. La solapa revolotea en torno de la mentira, sin deletrearla y sin desenmascararla.
Impresiona cómo ciertas cosas de adolescencia se quedan con uno para toda la vida. En este caso, lo que me acompaña cuarenta años después es la sensación de asco, rabia, impotencia, que todavía me da cuanto miro este libro.
(Buscándolo en la Web acabo de ver que hay una edición posterior, de Javier Vergara, 1977. La tapa, si cabe, todavía es más engañosa. Tercera Fundación tiene una ficha completa.)
Acá terminan los regalos de los talleres que di en Dos Meninas, según la consigna de hacer obra para compañeras y compañeros de grupo. Estas fotos, como las de ayer, corresponden al grupo de los viernes.
¡Gracias a toda esa gente genial!
Confieso que de entrada me asustó. Pensé que con esa púa iba a rasguñar, desgarrar, destruir, que la garra de tigre traería sangre a la casa. Nada que ver. La púa trajo arrullo, armonía, baile, festejo. Al revés de lo que me imaginaba, esta máquina me domesticó a mí. (Llamarla “tocadiscos” es una forma de resistencia; así se llamaba su antepasado, cuando yo era chico; “bandeja” se le dice desde hace un tiempo, pero sigo creyendo que “bandeja” es otra cosa.)
Megalómano, egocéntrico, llegó convencido de que lo suyo eran las grandes cosas. Sopló al cielo para crear huracanes. Atacó la lluvia para provocar sequía. Quisimos ponerlo en su lugar, pero no alcanzó ni con mostrarle el manual del usuario. Al final, los humos se le bajaron solos: descubrió que su furia dependía de ese cable de medio metro que lo ataba a la pared.
A la hora de centrifugar, los vecinos debían evacuar el edificio por peligro de derrumbe. Hubo alertas de terremoto, acá donde lo único que vibra es el vidrio de la ventana cada vez que pasa el colectivo. Lo encerré en un cuartito con poca luz. Lo apreté entre ladrillos de telgopor. Le dije que si no aprendía modales me ponía a lavar a mano. Costó. A veces tiene recaídas. Lo malo es que ahora se le dio por arrancar botones de las camisas.
Me enteré por denuncias de los vecinos. Cuando era nueva, salía de noche por el barrio a cazar bananas, tomates, cualquier cosa. La amenacé con limarle los dientes. Ahora espera su turno en la mesada. Por las dudas, cuando me voy a dormir la desenchufo.
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