Categoría: Cuentos 2002

Una casa igual a la torre Eiffel sobre el monte Everest

[9/8/2002]

Una familia quiere hacerse la casa más rara del mundo y ponerla en el lugar más raro del mundo. Como tienen más plata que Bill Gates, pueden permitirse casi cualquier cosa.

Primero piensan en cómo va a ser la casa.

—Podríamos construirla en forma de globo —dice el padre.

—O de nave espacial —dice la madre.

—O de hormiguero —dice el hijo.

Al final, se deciden por hacer una casa idéntica a la torre Eiffel.

Llaman a un arquitecto especialista en ese tipo de construcciones.

—No hay problema —dice el especialista, conociendo la fama de las cuentas bancarias de esta familia-. ¿Dónde la quieren?

Esa es la siguiente decisión a tomar. Primero descartan algunos sitios donde nadie en su sano juicio querría vivir (el fondo del mar, el centro de Buenos Aires). Y finalmente llegan a una idea los tres al mismo tiempo:

—¡La cima del Monte Everest!

El arquitecto abre la boca bien grande, la cierra, lo piensa dos veces y responde:

—Muy bien. Pero construir una casa en la cima del Monte Everest es muy difícil, así que propongo que la hagamos de un modo original.

—¡Eso, eso, original! —dicen al unísono el padre, la madre y el nene.

—Podemos armar la casa en el espacio —dice el arquitecto—, y luego bajarla suavemente, con la ayuda de cohetes, a la cima del Monte Everest.

Y así se hace. Primero construyen una estación espacial. Luego, en la estación espacial, construyen la casa con forma de torre Eiffel. Y por último bajan la torre, con mucho cuidado, a la cima del Monte Everest.

Completamente encantados, los tres integrantes de la familia entran por primera vez a la casa.

—¡Qué frío que hace! —dicen.

—¡Caramba! —responde el arquitecto—. ¡Me olvidé de la calefacción!

No hay más remedio que volver a elevar la torre al espacio, instalarle la calefacción y volver a depositarla, siempre usando varios cohetes, en su lugar sobre la montaña.

La madre, el padre y el hijo entran en la casa. Está bien calentita, y se ve fantástica. El padre decide ir a la heladera a buscar algo rico y…

—¡Está todo tibio!

—¡Caramba! —dice el arquitecto—. Me olvidé de la electricidad.

Encargan nuevos cohetes, suben la casa al espacio, le agregan las instalaciones eléctricas, bajan la casa a su sitio. Entran.

—¡Qué bien! —dice el padre mientras se hace un sandwich maravilloso con las cosas que encuentra en la heladera.

—Me voy a dar una ducha —anuncia la madre.

Abre la canilla y…

—¡No hay agua!

—¡Caramba! —dice el arquitecto, y no necesita continuar.

Suben la casa, le agregan lo necesario, bajan la casa. El padre se hace otro sandwich, la madre se ducha. El nene…

—Voy a ver la tele —dice.

Prende el aparato y…

—¡Oh! —dice el arquitecto, francamente preocupado—. Creo que…

Ahora están todos un poco enojados.

—Es que resulta muy difícil instalar estas cosas en la cima del Monte Everest —dice el arquitecto—. Y además, caro.

—Eso es verdad —dice el padre.

—Las cuentas bancarias ya no son lo que eran —dice la madre.

—Pero yo quiero la tele —dice el nene.

—Tengo una solución —dice el arquitecto—. Con la experiencia que hemos logrado construyendo la casa en el espacio, sugiero que se queden a vivir allá arriba. Todo será más fácil y más barato, y si falta algo no tendremos que subir la casa, arreglarla, bajar la casa y todo eso.

—De acuerdo —dicen el padre, la madre y el nene.

Y así lo hacen. Con su propia torre Eiffel en órbita baja, viven felices y el arquitecto va y les instala todo lo que se les ocurre cada vez que lo llaman. Al nene lo llevan cada día, en un cohete pequeño, a la escuela.

Agrega Gabriel: Y como vive tan lejos llega siempre tarde. ¡Después de la hora de plástica!

El oso

[11/7/2002]

Con la llegada del invierno, el oso abrió la heladera, se comió todo lo que había, preparó la cama cuidadosamente, bostezó de una manera interminable y se dijo que por fin era hora de hibernar.

Estaba levantando la puntita de las mantas para meterse abajo cuando sonó el teléfono. Corrió a atender.

—¡Hola! —dijo la voz de su hermana, que vivía muy lejos, en el hemisferio opuesto—. ¡Acabo de despertarme de mi hibernación! ¡No sabés lo linda que estuvo!

Me alegro —dijo el oso—. Yo estoy por acostarme ahora.

¡Ah, siempre me olvido de que estás en otra estación! —dijo la hermana, que lo único que jamás olvidaba era pronunciar los signos de admiración.

No importa —dijo el oso—. Saludos para los oseznos.

Y cortó. Bostezando otra vez dio unos pasos hacia la cama, y entonces oyó el ruido inconfundible de una carta que el portero deslizaba bajo la puerta de entrada. La curiosidad pudo más que el sueño, así que fue a ver.

Era la cuenta de la luz. Y tenía que pagarla ahora, no podía esperar a que terminara el invierno. De manera que buscó la tarjeta de crédito en uno de los bolsillos más ocultos de su abrigo, fue a la computadora, la encendió, se conectó a Internet y pagó a través de la Web. Los ojos casi cerrados, los bostezos que se sucedían como en un desfile, el sueño intolerable casi le impidieron apagar la máquina. Pero lo logró, y enfiló una vez más hacia las mantas suaves.

Sonó el timbre. Sin abrir la puerta, el oso gritó con su voz de oso:

¿Quién es?

Fumigador —dijo una vocecita al otro lado.

No, gracias —dijo el oso—. Vuelva en primavera.

Bueno —contestó la vocecita—. Que tenga un buen día.

El oso se arrastró hasta la cama, justo a tiempo para ver que una cucaracha enorme escapaba de entre las mantas y se quedaba a la espera de novedades al otro lado.

Creo que debí dejar entrar a ese tipo —dijo el oso en voz alta, cada vez más contrariado.

Dio la vuelta a la cama y consiguió darle a la cucaracha un zarpazo impecable que la estrelló en el piso. Ahora, pensó, debería limpiar el lugar. Pero ya no, imposible, tenía demasiado sueño.

En el momento de empezar a meterse entre las mantas sintió una corriente de aire helado y miró hacia la ventana. La persiana estaba clausurada, pero uno de los paneles corredizos había quedado un poquito entrabierto, de manera que tuvo que levantarse para cerrarlo del todo.

Ahora sí, se metió en la cama y empezó a tirar de las mantas para taparse hasta las orejas. Sin embargo, algo andaba mal. ¿Cómo podía ver todo lo que ocurría si la casa debía estar a oscuras para que él pudiera dormir?

Qué tonto: se había olvidado de apagar la luz. Tenía que levantarse una vez más, y en cuanto lo hiciera, seguramente, alguna otra cosa lo iba a interrumpir, y así no conseguiría hibernar nunca.

Un momento, se dijo, sorprendido con lo que se le acababa de ocurrir. Caramba. Yo soy un oso. No tengo heladera, ni computadora, ni teléfono. No me llegan cuentas de la luz, ni vienen fumigadores. Tampoco hay porteros por aquí. Ni persianas, ni, ya que estamos, ventanas siquiera. Vivo en una cueva, en medio del…

¡Ya sé! —dijo el oso en voz alta, aliviado—. ¡Debo estar soñando!

Y con eso se despertó, abrió los ojos lentamente y aspiró hondo. Una rendija de luz en la entrada de la cueva le permitió descubrir que, allá en el mundo exterior, acababa de empezar la primavera.

Capítulo 3 de una novela inconclusa

[28/6/2002]

[Este texto es la continuación de algo que viene del post de abajo.]

Ni siquiera estoy seguro de que la mujer también se esté quitando la ropa. Hace los ruidos adecuados, desabrochar, frotar, pero en la oscuridad todo es posible. Yo no tengo zapatos, los perdí en algún momento anterior de la huida, así que empiezo por el pantalón, luego las medias, y por último la camisa. El slip no, queda en su lugar. Después diré que también me lo he sacado, pienso, pero ahora tengo la impresión de que sin el slip quedaré demasiado expuesto, como si ese trozo de tela estuviera blindado. Es igual a los sueños de la infancia, cuando la falta de ropa se convertía rápidamente en pesadilla. Esto, por supuesto, ya es una pesadilla, pero no un sueño.

Es mejor que nos desnudemos —ha dicho la mujer hace un momento—. La ropa mojada es un estorbo.

Tiene razón, por supuesto. Ya empezaba a sentir el peso de las prendas empapadas, y el frío provocado por el agua al evaporarse. Sin ropa nos secaremos antes, y en todo caso podremos volver a vestirnos cuando la ropa también se seque, si es que nos lleva tanto tiempo salir de este sitio.

La voz de la mujer es como esas telas suaves por un lado y ásperas por el otro. Como lija sobre seda. Como un entrechocar de piedras y campanas. Sale de algún sitio muy profundo y por eso es grave, pero se traba en las complejidades de la garganta, se modifica entre los dientes, la estorba la lengua, y cuando atraviesa los labios trae capa sobre capa de certezas e incertidumbres, de sonidos bien articulados y palabras a medio decir. No sé si percibiría todo esto si pudiera verle la cara, pero resulta que esa voz es lo único que reconozco de ella con toda certeza, y no puedo dejar de analizarla.

Tropecé con la mujer hace mucho tiempo, tal vez una hora entera, ya sin luz. Yo me arrastraba por un tubo, moviéndome a la manera de un gusano torpe o una cucaracha con pocas patas. De vez en cuando adelantaba una mano para tantear si había obstáculos delante, y en una de esas ocasiones tropecé con una cosa blanda que de inmediato se retrajo. Estiré el brazo un poco más, hubo otro contacto efímero y un segundo después algo me aferró la muñeca y la giró violentamente. Más allá alguien gruñía con el esfuerzo.

Resistí. Estiré el otro brazo y atrapé el brazo ajeno que me sujetaba. Hubo un forcejeo acompañado de más gruñidos.

Soltame —exigió la voz de la mujer, la primera palabra que le oí.

Soltame vos —exigí yo.

Como respuesta, usó su mano libre para agarrarme del pelo. Grité, y a continuación hubo un instante de parálisis, de silencio, mientras la situación luchaba por encontrar un nuevo punto de equilibrio.

No sos un guardia —dijo ella, segura de sí misma.

Esperé un momento. Nada cambió.

Vos tampoco —dije, un poco estúpidamente, porque en este sitio todos los guardias son hombres.

Me soltó de pronto y oí que se alejaba, retrocediendo por el tubo.

Un momento —pedí, por algún motivo, y ella dejó de escapar de mí.

No hablamos mucho, no era necesario. Se me ocurre que en ralidad no hablamos en absoluto, y sólo me imaginé un par de frases que tenían poco sentido. Pero no puede ser cierto, porque supe que ella venía del sitio al cual yo quería ir, y yo venía del sitio al cual ella quería ir, de manera que ambos estábamos equivocados. Nos quedamos un rato ahí quietos, atrapados, oyendo nuestras respectivas respiraciones. Hasta que recordé que unos metros atrás había palpado un tubo secundario, más estrecho, que salía del principal. De algún modo nos pusimos de acuerdo y fuimos por allí. Ella iba adelante. Poco después salimos al hueco de las cositas crujientes.

Ahora, sentado en el piso, apoyo la ropa a mi lado y me paso las manos por el pelo aún mojado. No nos hemos movido de donde estábamos. El agua caliente y fétida nos acompaña con su murmullo de olas aficionadas. No hay nada más, ninguna señal de los carceleros o del asesino de un rato antes.

La mujer también está sentada, o al menos eso sugieren los ruidos que me llegan de ella. Tal vez debería encontrar algo sensual en la situación: ambos desnudos, yo casi, ella tal vez del todo, en la oscuridad, mojados, solos. Podría estirar la mano y tocarla, descubrir la línea del cuello bajo el pelo, el hombro. En vez de oír su aliento podría sentirlo en mi cara. En vez de imaginar sus manos podría obtener una caricia. Pero son cosas de otro mundo, de otra época, cosas imaginarias. Me asustan, en realidad, me dan un escalofrío. Tal vez sería mejor estar solo, pienso y no es la primera vez. Entonces el contacto que imagino podría tener otro sentido: podría empujarla, aprovechando que el agua está a sus espaldas, oír cómo cae y salir con la mayor velocidad posible en alguna dirección arbitraria. Si me atreviera a hacerlo no sería mala idea. Pero todo puede fracasar, de un modo u otro todo ha fracasado ya. La oscuridad que me rodea encuentra un fenómeno simétrico en la oscuridad que tengo adentro.

La mujer aspira hondo, suelta el aire de tal modo que deduzco que ha apretado los labios, y habla.

Vamos a seguir la orilla —dice.

¿Por qué? —pregunto.

¿Por qué no?

—¿En qué dirección?

Eso me da igual.

¿Caminando?

Uno de nosotros va a ir adelante, de rodillas, tanteando el terreno. El otro atrás, caminando. Nos vamos a turnar.

Pienso en discutir, pero no vale la pena. No sé desde cuándo ella es la jefa, o hasta cuándo lo seguirá siendo. Todo puede cambiar en cualquier momento, cuando sea necesario, o cuando la situación lo imponga. De momento, ella al menos tiene un plan, o lo que simula ser un plan, o el comienzo de algo que tal vez, con suerte, en el futuro próximo termine siendo un plan. Y lo ha puesto en palabras, lo ha hecho explícito, lo ha llevado mucho más allá que mis ideas primitivas. Por todo eso es mejor dejarme guiar, es más prometedor, y también más económico.

Estamos en esos segundos de vacilación antes de ponernos en marcha, todavía sentados, cuando el entorno vuelve a cambiar. Sin ruido, sin aviso previo, sin nada que lo anuncie, sin contexto, se enciende la luz. No es posible, y sin embargo ocurre: primero es algo que me cuesta entender, algo agresivo que se apodera de mí y que apenas identifico cuando cierro los ojos por reflejo y noto el cambio. Vuelvo a abrirlos con dificultad, parpadeando mucho por la falta de costumbre.

Es una luz blanca, intensa. Pero eso no significa que pueda ver mucho. Hay niebla, todo es niebla. El piso desaparece a pasos de mí en una nube grisácea. Una línea apenas perceptible indica la orilla del agua, y más allá nada. Hacia arriba también se ve gris. Hilos de vapor se desplazan en distintas direcciones, lentamente. Lo único tangible, lo único que me acompaña en este repentino infierno de claridad, es la mujer.

Está completamente vestida. Lleva pantalones y remera negros, con los brazos descubiertos. El pelo también es negro, le llega a los hombros a partir de una raya trazada un poco a la izquierda del centro, y lo sacuden los movimientos frenéticos de la cabeza con que ella también absorbe las nuevas percepciones. Es maciza, fuerte, grande. Tiene hombros anchos y cuadrados. Pero la cara es pequeña, muy pálida, con la frente un poco abultada y la nariz redondeada en la punta. Los ojos están fruncidos, seguramente como los míos, bajo unas cejas rectas y espesas. La boca es de labios gruesos, el inferior curvado hacia abajo hasta casi tocar la pera.

No tiene más de quince años.

[Sigue, con suerte, otro día.]

Capítulo 2 de una novela inconclusa

[Este texto es la continuación de algo que empezó ayer, en el post de abajo.]

No hay fondo ni superficie. No hay arriba ni abajo. Pataleo en un caldo infinito, tibio, mejor dicho caliente como el agua de una bañera recién preparada. Sería un buen lugar donde dormir, si hubiera aire. Sacudo los brazos, giro sobre mí. El agua resiste mis movimientos, pero nada me apresa. Si sólo supiera hacia dónde ir para respirar.

Toco algo con el pie derecho, seguramente el fondo, y empujo con toda la fuerza que me queda. Doy brazadas. Entonces me doy cuenta del error, y todo se aclara con la velocidad de las mejores intuiciones: lo que he tocado es una pared, el fondo en realidad está hacia allá, la superficie hacia aquí, y si ahora quiebro la cintura en esta dirección, muevo los brazos hacia esa otra y doy un empujón final…

Mi cabeza quiebra algo con un estruendo comparable a los disparos de un minuto atrás. Es la separación de agua y aire. Tengo medio segundo para llenar los pulmones antes de hundirme otra vez, volver a pelear contra el universo y luchar por otro medio segundo de libertad.

Cuando me estabilizo con la cabeza fuera del agua me doy cuenta del gusto que tengo en la boca. El agua es muy salada, pero además contiene algo que me da ganas de vomitar, no sé qué, no puedo reconocerlo aunque me recuerda cosas diversas. Escupo varias veces, pero todo eso es secundario: lo esencial es encontrar algo de qué agarrarme.

La intuición prodigiosa de antes sigue funcionando, porque aún en la oscuridad completa que me rodea sé con toda precisión dónde está la pared que he tocado con el pie, seguramente la misma pared por cuyo borde rodé al agua. Me muevo torpemente hasta encontrarla. Levanto un brazo fuera del agua, aprieto los dedos contra el borde que está apenas unos centímetros más arriba, levanto el otro brazo, y con las dos manos aferradas allá arriba apoyo la frente en la pared para respirar todo lo que necesito. Hago ruido, pero por ahora no me importa.

No sólo tiene mal gusto el agua, también apesta. Debería salir. Pero me duelen los músculos, no tengo el entusiasmo necesario para impulsarme por encima del borde. Y una vocecita un poco infantil me susurra que además voy a tener frío fuera del agua, que está tan cálida, tan cómoda. Sé que no estoy pensando bien, pero eso tampoco me importa.

Pasan segundos o minutos, se me empiezan a cansar los dedos. Algo en mi cabeza se dedica a predecir diversas continuaciones para todo esto, ninguna de ellas segura, ni siquiera plausible. Nada me anuncia el ruido que oigo ahora mismo, una sucesión rápida de golpes suaves, crujidos, gemidos, todo in crescendo, todo acercándose a mí. Siento la tentación de alzar la cabeza por encima del borde, como si fuese capaz de ver en la oscuridad qué es lo que viene. Pero no tengo tiempo de haccerlo. Una cosa grande que grita y se sacude pasa rodando sobre mí, rozándome las manos, y cae en el agua a mis espaldas produciendo un maremoto.

Yo también grito, y enseguida hago fuerza para trepar, para escapar de ahí. Pero antes de que pueda hacerlo una mano me agarra el tobillo izquierdo, y enseguida otra mano la acompaña. Pateo con fuerza y nada, las manos no me van a soltar. Me alejo un poco de la pared para tomar impulso y tiro hacia arriba. Llego a apoyar el pecho en el borde, pero no alcanza y vuelvo a resbalar. Pateo otra vez, y otra, sin resultados. Hago un segundo intento, y enseguida un tercero, y ahora sí, tengo casi todo el abdomen encima del borde, de manera que giro el tórax, levanto la pierna libre, la derecha, hasta ponerla también a salvo, y pateo como puedo varias veces más con la pierna atrapada.

Poco a poco la pierna sube, con las manos aún aferradas al tobillo. Cuando el pie se asoma a la superficie una de las manos me suelta, y entonces doy la patada más fuerte de todas. Quedo libre, y ruedo una vez sobre mí para alejarme del agua.

Junto al par de manos que me apresaba dejo atrás jadeos, ruidos de alguien que lucha para sobrevivir. ¿Qué viene ahora? ¿Qué es mejor? ¿Volver al hueco de los hilos de luz y los disparos? ¿Buscar otra vía de escape en la oscuridad? Tal vez seguir la orilla del agua, pero cómo voy a hacerlo con eso que está ahí tratando de hacer lo mismo que yo hice, es decir aferrarse al borde y respirar, respirar, respirar.

Es difícil determinar prioridades. De pronto se me ocurre que lo esencial es saber a qué altura está el techo. Giro hasta quedar boca arriba y estiro un brazo hacia lo alto. Nada. Me siento, con el brazo todavía hacia arriba. Más aire. Hasta es posible que haya espacio suficiente para ponerme de pie. Debería sentir alivio, pero en cambio crece el miedo. En la oscuridad no es nada bueno ignorar los límites, y en este sitio, salvo el piso y el borde del agua donde esa cosa sigue resoplando, no los tengo. Sin límites tampoco hay referencias, y sin referencias no sé hacia donde puedo escapar.

Me da vértigo, como si la gravedad estuviese cambiando y me fuera a caer de lado. En el piso hay cositas que crujen, pero ahora prefiero echarme otra vez boca abajo y aceptarlas de aliadas. Apoyo ambas manos en el cemento, con los dedos bien abiertos, deseando tener ventosas en las yemas. Cierro los ojos con fuerza, para obtener algo de luz aunque sea ilusoria. Mi araña mental hace esfuerzos por tejer la tela: si el agua está ahí y el piso aquí, la habitación de los disparos debe estar hacia allá, y en algún sitio debe haber un techo o de lo contrario vería cielo, sol, estrellas, luna, algo.

Poco a poco dejo que la araña siga su trabajo sola. La conciencia vuelve a cambiar de foco y me doy cuenta de que orientarme en la oscuridad, aunque sea importante, es algo que puede esperar. ¿Qué es lo que no puede esperar, entonces?

—Soy yo —dice la voz de la mujer, salvaje, gruesa, desde del agua—, soy yo, soy yo.

Es como si me hubiese echado toda el agua encima, para barrerme. Me paraliza.

Te salvé —sigue—, ¿no es cierto?

Oigo golpes suaves, algo que frota el suelo. Debe estar buscándome con las manos. Pronto va a salir del agua, y casi no importa en que dirección se mueva: me va a encontrar.

Te salvé —insiste con un susurro decreciente.

No hace falta que grite. Aquí todo se oye como si estuviera amplificado, incluso en medio del murmullo del agua.

Te salvé.

Ahora tengo tanto en qué pensar. ¿Me salvó? ¿Cuándo? ¿Al empujarme? Puede ser. Visto desde otra perspectiva, tal vez el empujón no fue un ataque. En realidad logró sacarnos a ambos del peligro, alejarnos de la quietud forzada, del asesino que agujereaba con balas nuestro cielo. Sin embargo, aunque fuera así, no le debo nada: también se salvó ella. Y el propio concepto de salvarse es relativo. ¿Qué significa salvarse, si todavía no estoy afuera?

Claro que no le debo nada. Mejor que volver a ella es rodar hacia aquí y hacia allá y esperar que la oscuridad le impida seguirme. O avanzar sobre manos y rodillas, como antes, en dirección paralela a la orilla del agua, buscando un problema nuevo para resolver. Sí, esto último es ideal, es lo que casi empiezo a hacer ahora mismo, excepto que me falta el último milímetro de la decisión, la última conexión entre neuronas, el último salto triunfal de la araña de mi cerebro que en este preciso momento está tan paralizada como yo.

Está bien —digo—, está bien. ¿Qué hacemos ahora?

[Sigue acá.]

Capítulo 1 de una novela inconclusa

[26/6/2002]

La mujer apoya su mano sobre la mía, sin querer, y la retira como si se hubiera quemado.

—Perdón —dice en un susurro que suena explosivo en el sitio donde estamos.

La mujer viene a mi derecha, avanzando sobre manos y rodillas, como yo, en la oscuridad. Aquí el techo queda a menos de un metro de altura, y es en realidad el piso de la mansión que tenemos sobre nuestras cabezas. Estamos en un sótano, mejor dicho un hueco, un espacio plano pero extenso, de límites indefinidos. Nos movemos lentamente, tratando de mantenernos uno cerca del otro y a la vez sin tocarnos, sin poder evitar la desconfianza mutua.

No la conozco de antes. No sé su nombre, ni le he visto la cara. Empezamos nuestra relación aquí abajo, escapando. Pero ese no es nuestro problema, nuestro problema es encontrar la salida.

El piso está cubierto de cosas ruidosas, como bolsitas de caramelos: crac al apoyar una mano, crac al apoyar la rodilla, crac, crac, crac. También se oye mi respiración agitada, adentro, afuera, y la de la mujer que me acompaña, más rápida todavía. Por lo demás, el mundo termina a esos pocos centímetros sobre nuestras cabezas.

Apoyo la mano izquierda en algo húmedo, la levanto para secármela en los pantalones, y entonces se oye algo completamente ajeno a nosotros: el crujido de un picaporte, y enseguida el chirriar de unas bisagras. Viene de arriba, de la mansión. Ambos nos quedamos quietos, conteniendo el aliento. Hay un click, y cambia el universo.

La luz, en forma de líneas estrechas y entrecortadas, invade mi cielo: entra por las ranuras que hay entre las maderas que forman el piso. No llega a iluminar el sitio donde estamos, pero traza senderos simétricos en nuestro suelo. Ahora sí parece una prisión, con esas barras luminosas arriba y abajo.

Seguimos inmóviles, yo con la mano húmeda en el aire. La puerta de la habitación de arriba se vuelve a cerrar. Alguien da unos pasos hasta situarse justo encima de nosotros. El sonido es tan nítido que podemos oír el frotar de seda, el aliento de un hombre que, esperamos, no sospecha nuestra presencia.

El hombre arrastra una silla y se sienta un poco adelante y a la derecha de donde estamos: lo sabemos por su sombra que interrumpe las líneas de luz. Tose una vez. Me empieza a doler la rodilla derecha, que está apoyada en algo puntiagudo.

Giro con lentitud la cabeza hacia la mujer, y alcanzo a verle un ojo, o la banda central de un ojo, fijo en el techo. Tiene la cara vuelta hacia mí, y por eso distingo la raya luminosa que le atraviesa en diagonal el ojo izquierdo y la nariz. Está tratando de descubrir algo a través del surco entre dos maderas, así que mueve la pupila a un lado y al otro, casi sin parpadear. Ya no se oye cómo respira.

Espero que tampoco se oiga cómo respiro yo, ensanchando los pulmones hasta el límite con mucha paciencia, luego vaciándolos con más paciencia todavía. Hay un método, tal vez pura ilusión: pienso en dilatar la nariz, pienso en una conexión directa de los pulmones con el exterior, abro muy levemente los brazos para expandir el tórax, y casi no siento el aire que entra. Lo mismo hacia afuera. Y a empezar de nuevo.

El hombre de arriba hace unos ruidos que no puedo identificar. Algo raspa contra algo. Aspirar. Espirar. Segundos después me llega el olor del cigarrillo. Es tan intensa la percepción de lo que ocurre al otro lado de las maderas, a tan poca distancia, que cuesta creer que el hombre no se dé cuenta de que estamos aquí. Y sin embargo debemos seguir ocultos a toda costa.

Tengo cinco puntos de apoyo: la mano derecha, las dos rodillas, las puntas de los pies. Pero la rodilla derecha me duele demasiado. La levanto unos milímetros. Ojalá pudiera volver a apoyar la mano izquierda, pero seguro que si lo hago encontraré otra de esas cosas que crujen. Muevo la pierna apenas un poco, en dirección a la mujer, y apoyo la rodilla otra vez. No hay caso: la cosa puntiaguda quedó pegada a la piel. Ahora, además, me pica la nariz.

Con la nariz, por ahora, no hago nada. Pero llevo lentamente la mano izquierda hacia la rodilla dolorida, mientras vuelvo a levantarla, evitando que la camisa haga ruido al frotar tela contra tela, y saco una cosa pequeña, casi redonda, del punto en que se había clavado en la piel. Ahora sí puedo apoyar la rodilla otra vez. El alivio es tan grande que no sólo me olvido de la nariz sino que empiezo a acariciar proyectos mayores, por ejemplo la tarea de apoyar la mano izquierda en el piso, que hace unos instantes me parecía impracticable.

El ojo de la mujer sigue fijo en su sitio. Creo que ella está completamente inmóvil. Espero que no me descubra cuando apoyo el dedo índice en el piso, ahí donde uno de los hilos de luz indica que hay pocas probabilidades de que algo cruja. El dedo encuentra la superficie lisa del cemento. Lo muevo un poco a la izquierda, y otro poco más, seguramente tres o cuatro centímetros, hasta llegar a algo que sin duda va a hacer ruido si no cambio de dirección. Pero ya sé que hay sitio para dos dedos, así que dejo con cuidado la cosa redonda que saqué de la rodilla y apoyo también el dedo mayor, y en un arrebato de audacia el pulgar. Sin consecuencias, excepto que ahora puedo aliviar la muñeca derecha, dejando que una parte de mi peso caiga sobre el nuevo trípode que acabo de instalar.

El hombre cruza las piernas, o algo así. Carraspea. Puedo oír cuando exhala el humo del cigarrillo, puedo oír cuando se rasca sin duda el pelo, tal vez la nuca, puedo oír cuando mueve un pie para mejorar la posición de las piernas.

Estudio el piso. Íbamos en la dirección correcta, se me ocure, porque las huellas luminosas apuntan al mismo sitio que mi cuerpo. Sobre el piso trazan caminos irregulares, que apenas sugieren montículos y llanos. Puedo contar las protuberancias que aparecen en cada camino, una, dos, tres, cuatro, cinco. Todo termina unos metros más allá, quizás tres, correspondiendo sin duda a donde se acaba la habitación de arriba. Luego sigue más oscuridad.

La mujer ya no parpadea en absoluto. Quisiera sentarme, y se me ocurre que podría empezar echando mi peso sobre los talones, para luego explorar lentamente el espacio que hay a mi izquierda, tal vez incluso mover algunas de las cosas que crujen, con todas las precauciones del mundo, haciendo sitio para cambios progresivos de posición.

Pero no tengo tiempo. Hay un estampido menor: el picaporte que se mueve otra vez. Arriba, el hombre apoya los dos pies en el piso. Un estampido algo mayor: la puerta que se abre de golpe y da contra la pared. El ojo de la mujer desaparece rápídamente en la oscuridad. Ya no veo nada de ella. Una voz grita, allá en la puerta abierta:

—¡Jar tim goc las!

O algo así, en un idioma que no puedo identificar. Seguro que el hombre que está sobre nosotros se pone de pie, porque la silla cae un metro más allá. El dueño de las palabras raras da dos pasos feroces. Y entonces llega el gran estampido: un disparo de arma de fuego. Hay otro paso, y luego un segundo disparo.

Reconozco que yo también me muevo. Pero el cambio de posición de mi mano derecha, el apoyarse de mi mano izquierda, el salto leve de las dos rodillas se confunden con el grito y el desplomarse del hombre que está sobre nosotros. La mujer también se ha movido, he sentido el roce de su cadera contra la mía, pero tampoco ha hecho ruidos que yo pudiera oír. La mano derecha ma ha quedado sobre lo que debe ser una piedra pequeña. La aprieto como si en ella estuviera mi futuro.

Ahora todos estamos inmóviles otra vez, incluidos los del mundo superior. Pero pronto el recién llegado, el portador del arma, avanza hacia el hombre tendido, oigo que le toca la ropa, la cabeza, lo mueve un poco. Hay un resoplar, pero no es del hombre tendido sino del otro, que suena satisfecho y se aleja otra vez. Camina en torno a lo que debe ser un cadáver, describiendo un círculo que lo lleva seguramente por los confines de la habitación. Vuelve atrás. Repite el círculo. Tiene pocas ganas de quedarse quieto, exactamente lo mismo que siento yo y lo mismo que debe sentir la mujer que está a mi lado.

Hay que hacer algo. No lo pienso mucho, porque estoy seguro de que me voy a arrepentir. Levanto la piedra que tengo en la mano derecha y con un movimiento corto pero rápido la lanzo hacia adelante. A un par de metros de distancia choca contra algo metálico. Los disparos no se hacen esperar: cuatro, uno tras otro, trazando un rombo de agujeros luminosos en el piso que hace de techo, allí donde chocó la piedra. Ahora no hay más pasos, hay sólo espera, y sabemos que será imposible para siempre volver a moverse.

La mujer me sorprende. No sé cuál es su plan, ni me he dado cuenta de que se movía, pero debió prepararse durante un largo rato, mientras yo apretaba la piedra. Siento el empujón como si tuviera una fuerza enorme. Es ella, que con las dos manos me impulsa hacia la izquierda. Caigo de lado, con un estruendo terrible de cositas que crujen. No me atrevo a detenerme, así que ruedo una vez sobre mí mismo, otra vez, y otra más. Hay un solo disparo, un solo agujero que apenas alcanzo a ver en un sitio por el que ya pasé. Luego un ruido nervioso de metales y enseguida varios disparos más. Sigo rodando, haciendo crujir todo lo que encuentro, con la cabeza envuelta en los brazos y los ojos bien cerrados aunque dé lo mismo. Estoy seguro de haber pasado los límites de la habitación del hombre armado, porque los disparos cesan y hay otros ruidos allá arriba, gritos, puertas que se abren, pisadas de alguien que corre.

No tengo muchas oportunidades para perfeccionar mis deducciones. Ruedo un poco más, el piso se inclina hacia abajo, trato de frenar pero encuentro un borde por el que me deslizo y caigo al agua.

[Sigue acá.]

Rayas oscuras

[21/6/2002]

Hay rayas oscuras en el techo pero se mueven cuando parpadeo, de modo que deben ser un efecto de la luz.

Camino por un pasillo ancho, como el de un hotel. No, no es así. Estaba soñando, y ahora me despierto. Estoy acostado boca arriba, y por eso puedo ver el techo y esas rayas que se mueven.

La luz proviene de un televisor encendido, allá lejos, a unos diez metros de mí. Debe tener el volumen bajo, porque no oigo nada. O tal vez me confunda, no parece un televisor sino una ventana. Puedo ver cortinas que se agitan, contra el fondo luminoso de un exterior que no distingo realmente.

Estoy en una habitación enorme, si la ventana queda tan lejos. No, lo que ocurre es que la ventana está en otra habitación. Ahora descubro esa puerta, un poco a la derecha de mis pies, y cuando vuelvo a ver el techo compruebo que estoy en un cuarto pequeño, con el espacio apenas necesario para la cama, mientras que al otro lado de la puerta hay un pasillo, y metros más allá otra puerta, y al otro lado aquella ventana.

Se oye ruido de aplausos, gente que vitorea. ¿De dónde viene? ¿De las paredes? Sí, tal vez, porque no son aplausos sino agua que corre, quizás llenando una bañera. Ahora el agua se corta de golpe, y por detrás se oye la lluvia, que también se interrumpe. Lluvia, o aplausos, no sé.

Alguien se mueve a mi izquierda, y giro la cabeza. Era una sombra, porque allí sólo hay una pared, a medio metro de la cama. Estiro el brazo para tocarla y no, no está tan cerca, porque las puntas de mis dedos rasguñan el aire. La pared brilla con otra luz, y ahora que miro a mi derecha descubro un velador encendido sobre una mesita, pero más que un velador parece una linterna, o tal vez dos linternas, una junto a la otra. No, una sola, cuando consigo ajustar los ojos.

Me duele la cabeza. Aunque más que la cabeza es el cuello. Tampoco el cuello, el dolor proviene de mi espalda, y seguramente me sentiría mejor si me pusiera de costado. Pero todavía me cuesta moverme, recién me acabo de despertar y es difícil moverse en este auto que conduzco a toda velocidad por un camino con muchas curvas.

No, otra vez me equivoco. Debo haberme dormido, y soñé fugazmente con ese auto y las curvas veloces. Hace dos años que no manejo, y de pronto no encuentro los pedales, o mejor dicho no sé cuál es cuál, y aprieto el acelerador cuando quiero tocar el freno. Mejor dicho, los pedales no existen, miro hacia abajo y el piso del auto está vacío. En tanto, la velocidad aumenta, y abro los ojos justo a tiempo para recordar las líneas de fantasía del techo, la linterna, la ventana al otro lado de dos puertas.

Tengo que mantenerme despierto. No sé qué hora es, y saberlo me ayudaría. Levanto la mano, giro músculos aquí y allá hasta que la linterna (¿el velador?) ilumina el reloj pulsera. Las siete. Menos mal, pienso, y enseguida: ¿por qué menos mal? ¿Qué temía?

Después de todo, que sean las siete no es una gran ayuda. Ignoro si son las siete de la mañana o las siete de la tarde. La luz de la ventana tampoco sirve demasiado, es grisácea, podría corresponder tanto al amanecer como a la caída del sol. Tengo que esperar un rato y ahí podré enterarme. ¿O no? Acaba de aparecer una cara en la ventana, ahora otra, y las cortinas ya no están ahí. Tal vez sea un televisor después de todo.

Me froto los ojos con ambas manos, fuertemente. Imágenes de un bosque se apuran a envolverme, pero lucho, no quiero soñar otra vez. La computadora no funciona, muevo el mouse y no pasa nada. Otra vez con problemas. Quisiera golpearme la cabeza en alguna parte, y me falta dónde: ahora recuerdo que no estoy frente a una computadora sino en esta cama, mirando el techo que apenas se distingue tras las líneas oscuras, mejor dicho las líneas claras sobre el fondo oscuro que se mueven cuando parpadeo.

Estoy en casa, por supuesto. A la izquierda del pasillo, donde no puedo ver, está la puerta del baño, y más allá la puerta de la cocina. Cómo pude olvidarlo. El televisor, porque sin duda es un televisor, está en el dormitorio para invitados.

Pero no, esto no es posible. Me mudé hace poco, y así era mi casa anterior. Ahora el baño queda a la derecha, y sobre todo ese pasillo no está ahí, sino al otro lado de la cama.

¿De veras? No podría asegurarlo. Cierro los ojos otra vez. Alguien se mueve a mi izquierda, ahora estoy seguro, aunque allí sigue habiendo una pared vacía. Aprieto los ojos con más fuerza, tiro de la manta hasta que los pies me quedan al descubierto y siento la mordida del frío.

Quieto. Callado. Tenso. No me van a convencer de que mire, porque ahora sé que esto es el infierno.

Rinoceronte

[10/6/2002]

I’m a lone rhinoceros.
There ain’t one hell of a lots of us
left in this world.

Adrian Belew, The Lone Rhinoceros

En algún lugar del África tropical, dos rinocerontes se aburrían mortalmente.

—¿Y ahora qué podemos hacer? —preguntó el primero.

Silencio. El sol avanzó unos segundos de arco por allá lejos, a punto de ponerse, en el cielo despejado.

—No tengo idea —dijo el segundo rinoceronte.

Quietos sobre la tierra árida, rodeados por hierbas poco apetitosas, los rinocerontes olfatearon, olfatearon, volvieron a olfatear.

—Ni una hembra —dijo el primero.

El segundo emitió un suave bramido, más una queja que otra cosa. Siguió olfateando.

A muchos metros de allí, algún otro animal movió un arbusto. Pero los rinocerontes no lo vieron.

—Un poco más a la izquierda —dijo el segundo rinoceronte, dirigiéndose al pájaro que le picoteaba el lomo. Pero el pájaro hablaba otro idioma, y siguió haciendo a su propio gusto.

Apareció una nube, una oveja aérea, por el lejano cielo de la izquierda. Avanzó hacia el lejano cielo de arriba y luego se escurrió por el lejano cielo de la derecha.

El sol tocó fondo. Se puso más rojo.

—Tengo sed —dijo el primer rinoceronte.

—Mm —se quejó el segundo—. Me da pereza ir al río.

—A mí también —dijo el primero—. Además me olvidé dónde está.

Silencio. Una portentosa muestra de caca de rinoceronte cayó de las postrimerías del segundo de los Diceros bicornis, para delicia de algunos millones de bichos de distintas especies.

—Te juego una carrera hasta el árbol —dijo el primer rinoceronte.

—¿Qué árbol? —preguntó el segundo.

—Aquel —señaló el primero con el cuerno.

El segundo rinoceronte miró en dirección a una borrosa sucesión de manchas. Tardó en contestar.

—Bueno —dijo finalmente.

—A la una, a las dos y…

—¡A las tres! —dijeron juntos los rinocerontes en un especial arrebato de entusiasmo, y allá partieron en un galope que empezó siendo digno y terminó en un arrastrar de patas. El pájaro que hablaba en otro idioma salió espantado.

Llegaron cerca del árbol. Empate. Por las dudas, olfatearon otra vez, y olfatearon, y olfatearon.

—Acá tampoco hay hembras —dijo el primer rinoceronte.

—Mm.

Hubo otra pausa. El cielo siguió despejado. El horizonte no se acercó ni se alejó. El sol se hundía como un jabón radioactivo en una pileta de aceite frío.

—¿Y ahora? —preguntó el segundo rinoceronte—. ¿Qué podemos hacer?

El primer rinoceronte se tomó su tiempo para responder. Estaba por decir algo evasivo cuando un pensamiento diferente le picó en un punto situado en medio y un poco por debajo de las orejas. Sacudió la cabeza, no mucho. El pensamiento siguió allí. Esperó un poco más, mientras el sol terminaba de morir.

—Un momento —dijo al fin—. Acabo de recordar que los rinocerontes somos animales solitarios.

—Mm —dijo el segundo rinoceronte—. Es verdad.

Y se disolvió en el aire como el humo de un cigarrillo que se apaga.

[10/6/2012]

El sitio de Adrian Belew sigue ahí, pero ahora no tiene letras de canciones. La letra de “The Lone Rhinoceros” está acá, y también acá, y en muchos sitios más.

El viajero del tiempo – Capítulo 3

[18/5/2002]

El viajero del tiempo llega al mundo del futuro
Hoy: La ciudad inestable

Los edificios eran azules, dorados, plateados. Tenían doscientos pisos, hileras de ventanas con arcos y balcones. Y más arriba surgían torres, cúpulas, agujas de acero en vertical, desafiando la capacidad del cuello para doblarse hacia atrás. Entre los edificios, a distintos niveles, pasaban aceras elevadas, calles curvas, puentes de metal. En las aceras, hombres y mujeres de ropas brillantes se dejaban llevar con maletines en las manos. En las calles, burbujas con ruedas se movían rápidamente, en fila india, cambiando de dirección a cada instante. Por encima de todo, un cielo azul y un sol radiante derramaban su dicha sobre nosotros.

El hombre del traje metálico, mi guía, me hizo señas para que lo siguiera hasta el borde de una pequeña terraza en la que estábamos parados. La terraza parecía bastante elevada y no tenía protección visible contra las caídas. Un poco alarmado, dudé en ir hacia él. El hombre sonrió, y sin previo aviso saltó en dirección al vacío.

Algo lo detuvo. Algo invisible, mullido, impenetrable le impidió caer. El hombre del traje metálico pareció absorbido por un gran trozo de goma transparente, que amortiguó el salto y luego lo devolvió a la terraza.

—¿Ve? —me dijo—. Hemos pensado en todo.

Un poco más tranquilo, me aproximé y miré hacia abajo. El vértigo me hizo retroceder un paso, pero luego aspiré hondo y regresé hasta el mismo borde.

Allá abajo había más aceras, más terrazas, más burbujas rodantes de brillos coloridos y movimientos en zigzag. Un kilómetro de altura, dos kilómetros.

—Debe ser la ciudad más alta del mundo —dije, sorprendido.

El hombre del traje metálico rio con franqueza.

—¿Del mundo? —preguntó—. Creo que tendrá más sorpresas aún.

Sin entender a qué podría referirse, lo seguí otra vez, ahora en dirección a un elevador que se veía en el otro extremo de la terraza. Era un cilindro vertical transparente, adosado a la pared de un edificio azulado. Dentro del cilindro había una plataforma que se movía rápidamente hacia arriba o hacia abajo, con un grupo de gente.

En eso estábamos, andando hacia el elevador, cuando de pronto el suelo cedió bajo mis pies. No, no era exactamente eso: era yo, que me había hecho más liviano. El siguiente paso duró una eternidad. Tardé segundos en regresar el piso. Era como estar en la Luna. Y no sólo me ocurría a mí: el hombre del traje metálico, los ocupantes del elevador, la gente de las aceras elevadas, todos parecían sorprendidos por este efecto.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

El hombre del traje metálico alzó una mano como pidiendo silencio. En el mismo momento, una explosión apagada, a la distancia, recorrió el aire. Hubo algunos gritos. La gente del elevador descendió y continuó su camino a pie. Miraban hacia lo alto, como esperando algo.

El hombre del traje metálico, muy serio, pulsó unos botones de su reloj pulsera y se lo llevó a los oídos. Escuchó algo, con mucha atención, y luego se dirigió a mí.

—Parece que las sorpresas que le anuncié llegarán antes de lo esperado —me dijo—. ¡Tenemos una emergencia!

No hubo más palabras. Me indicó que lo siguiera sin preguntar, y corrimos hacia un segundo elevador que, oculto tras un pliegue de la pared, estaba vacío. Nos llevó hacia abajo, rápidamente, sin detenciones intermedias. Muy abajo, durante un minuto o más. En el camino hubo otros momentos de inestabilidad, en que nuestro peso se aligeraba o aumentaba. Explosiones en sordina acompañaban esos momentos. Al fin, allí, en las profundidades, salimos a un gigantesco hangar, lleno de cohetes espaciales.

El hombre del traje metálico no me dio tiempo para mirar alrededor. Corriendo, nos dirigimos a uno de los cohetes. Había otros hombres que corrían, soldados. Mi guía se sentó frente a la consola de mandos, pulsó botones, movió palancas. Yo me senté junto a él, frente a un ventanal que nos mostraba el exterior. El cohete avanzó hacia una abertura, más allá de la cual se veían… ¡las estrellas!

Sentado junto al hombre del traje metálico, con la boca abierta por el asombro, no me atreví a hacer preguntas. El cohete salió disparado por esa abertura, volando horizontalmente, hacia el espacio negro y profundo, en una trayectoria curva que poco a poco me permitió ver dónde había estado realmente hasta ese momento.

La ciudad estaba dentro de una cúpula transparente, un globo inmenso, suspendida en el vacío. Era una estación espacial. Como un juguete colgado de hilos en una vidriera oscura y tachonada de estrellas. Allí adentro, en miniatura por la distancia, podía ver los edificios y unas cintas muy angostas que eran calles y aceras. En la parte superior de la cúpula, una luz enceguecedora simulaba ser el sol. Por debajo de los edificios, una gigantesca plataforma metálica que hacía de base y sostén para el conjunto mostraba varias aberturas, por una de las cuales sin duda había salido nuestro cohete. Otros cohetes, decenas, cientos, estaban surcando ahora el espacio a nuestro alrededor, adoptando formaciones de batalla.

Algo era evidente: íbamos a luchar.

Haciendo una pausa en su manejo frenético de los controles, el hombre del traje metálico señaló hacia el lado derecho del ventanal.

—Allá están —dijo—. ¡Es un ataque!

Miré donde me indicaba. Un conjunto de vehículos espaciales formaba un amplio arco a lo lejos. Eran todos negros, y si podía distinguirlos del fondo estelar se debía a las luces que intermitentemente dibujaban sus contornos. Los había de todas las formas: globulares, en estrella, como cigarros, cilíndricos, parecidos a tetraedros… Una palabra tomó forma en mi pensamiento: alienígenas.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Quiénes son?

El hombre del traje metálico tensó la cara. El odio le estaba cambiando los rasgos. Respondió con voz dura.

—Los Otros.

(Continuará.)

[18/5/2012]

Este es el último de los supuestos capítulos de una novela “retrofuturista” que no existe. Los dos anteriores:

Aunque no escribí esa novela, y nunca pensé en escribirla, usé el título para otra novela, también “retrofuturista”, que sí escribí, y que acaba de publicar el Grupo Editorial Norma: El viajero del tiempo llega al mundo del futuro.

El pescador

[17/5/2002]

Cada mañana, bien temprano, el pescador sale de su casa y recorre los trescientos metros de desierto que lo separan del abismo. Lleva bajo el brazo el rollo de cordel. Se sienta en el sitio exacto de la pesca, entre una roca gris y otra roca gris, sobre una roca amarillenta, y se ata un extremo del cordel a la muñeca izquierda. Saca del bolsillo una bolsita pequeña y casi vacía, cuyo contenido jamás le ha mostrado a nadie, la anuda con cuidado al otro extremo del cordel, y lanza el rollo hacia las profundidades de manera que se vaya deshaciendo. Si la bolsita llega al fondo no lo sabe: asomarse por el borde no significa ver el fondo, hay obstáculos en el medio, hay ángulos y declives que esconden lo que ocurre allá abajo.

El abismo es estrecho. En la superficie, a la altura donde se sienta el pescador, no mide más de diez o doce metros de ancho. Es más bien una grieta, larga y angosta. Se extiende por kilómetros hacia la derecha y hacia la izquierda. Pero este es el único punto donde hay pesca.

A veces, el pescador espera casi todo el día. A veces, cinco minutos. Hay un tirón suave, una señal que tal vez otros pasarían por alto. En cuanto la siente, el pescador empieza a tirar del hilo. Si la pesca es liviana, puede llevar diez minutos recuperarla. Si es pesada, hasta una hora y media. Hay que tirar con cuidado, para evitar los balanceos allá abajo: en otras épocas, con menos experiencia, algunas cosas se habían roto al chocar contra las paredes del abismo.

El pescador no tiene manera de saber qué pescará hoy, o mañana, o pasado. Siempre hay algo. Muchas veces, útil. Si no puede usarlo, vestirlo, comerlo, encenderlo, jugar con él, criarlo, ponerlo en una pared, leerlo, oírlo, nada, entonces lo lleva al pueblo y lo vende en algún negocio.

Cuando la pesca es rápida, el pescador aprovecha el día para dormir. Así puede salir de noche en su camioneta vieja, rumbo a un sitio al que nadie ha conseguido seguirlo. Lo que hace durante esas noches es otro misterio. Vuelve al amanecer, con un fardo oscuro y pesado en la caja de la camioneta, que se apura a meter en el sótano de la casa. Un rato más tarde va a pescar, como todos los días.

Nadie más ha logrado extraer algo del abismo. En ninguno de los puntos de la grieta. Ni siquiera desde la roca amarillenta del pescador, en las raras ocasiones en que el hombre ha faltado a la cita por extrema enfermedad. Gente que ni siquiera sabe del pescador, científicos, han recorrido el fondo de la grieta y la han fotografiado, cartografiado, descripto hasta el cansancio. Ahí sólo hay piedras, es lo que dicen sus montañas de documentación. Tampoco los periodistas han aprendido mucho. Ni los sacerdotes, o los psicólogos.

El pescador sonríe porque jamás contará su secreto. Sólo él sabe que lo importante no es el sitio, ni la actitud, ni la fe. Es la carnada.

Los animales

[30/4/2002]

Los animales querían encontrar alguna manera de ganar plata. Para qué, no se sabe, pero eso querían.

—¿Vos qué sabés hacer? —preguntó el ñandú.

—¿Yo? Volar —dijo la cotorrita, orgullosa.

—¿Llevás pasajeros?

—No, eso no.

—Entonces no sirve.

El ñandú se volvió hacia el tapir:

—¿Vos qué sabés hacer?

—Sólo sé que no sé nada.

—Ah, no. Con la filosofía no se vive.

Como en el monte había inmigrantes, llegó una jirafa que frenó a los tumbos.

—Yo sé comer hojas de los árboles —dijo con el aliento entrecortado.

—Y yo —dijo un elefante que llegaba por el otro lado— sé arrancar árboles enteros.

—Y yo los corto —aclaró un castor desde mucho más abajo.

—No, no, no —los censuró el ñandú—. Nada de eso da plata, me parece. Hay que buscar algo más seguro.

El mono, el piojo, la vizcacha, el rinoceronte, el tigre, todos dejaron sus cosas de lado (incluso las ganas que algunos tenían de comerse a los otros) y se pusieron a pensar. Pero lo que cada uno sabía hacer no era nada que diera plata.

—Monerías —dijo el mono.

—Mordiscones —dijo el tigre.

—Morisquetas —dijo la vizcacha, por seguir el tono, porque no conocía el significado de la palabra. Sólo se la había oído decir a alguien.

—Es inútil —interrumpió el ñandú, que de algún modo había empezado como jefe y ahora seguía, aunque nadie le hubiera dado el visto bueno—. Cada uno por su cuenta no va a ir muy lejos.

—¿Y si pensamos en algo que sepamos hacer entre todos? —propuso el conejo, que aún no había explicado su habilidad pero ya todos se la imaginaban.

Le hicieron caso. Pensaron y pensaron, un día entero y una noche, y la mitad del día siguiente. Y al final descubrieron lo que podían hacer entre todos. Lo hiceron, y ganaron un montón de plata.

Pusieron un zoológico.

[30/4/2012]

En su momento no lo dije, fue una especie de secreto conmigo mismo. Este cuento era una parodia y, como la mayoría de las parodias, un homenaje a Gustavo Roldán. Están sus personajes, aunque por supuesto que no actúan del mismo modo.

Ahora, diez años después, resulta que justo este mismo mes, hace hoy veintisiete días, Gustavo Roldán falleció a los 76 años. De manera que esta vez sí, lo digo: un homenaje, a su memoria.

(En otro orden de cosas, me intriga saber si mucha gente pensará como Mimi Valenzuela, quien dejó el primer comentario para el cuento en enero de 2003. Está acá abajo.)