[25/4/2002]
El viajero del tiempo llega al mundo del futuro.
Hoy: Cohetes y robots
Los cohetes eran rojos, azules, verdes, amarillos, colores brillantes a la luz del sol implacable de la Luna, recortados contra el fondo negro del espacio, quietos contra el telón movedizo de las estrellas. En posición vertical, tenían forma de botella de Coca-Cola, pero terminaban en punta: como una mezcla de botella y jeringa. Se apoyaban en tres patas, tres paralelogramos que en el espacio actuaban como aletas. Una escalerilla llevaba a la claraboya circular, en medio del ensanchamiento de arriba.
—Ahí vienen —dijo en mi oído el director del espaciopuerto, o mejor, su voz en mis auriculares. Ambos, aunque refugiados en la cúpula, estábamos enfundados en trajes espaciales, porque eran tiempos de emergencia.
—¡Son cientos! —agregó la doctora Liz Biz, de pie junto a mí en su seductor traje de color rosa.
Ante el aviso miré con más atención. Era verdad. Entre los cohetes, un hormigueo de formas metálicas avanzaba hacia nosotros: los robots rebeldes.
—Oigan —dijo el director, y movió un dial en el aparato que llevaba en las manos.
De inmediato, el estruendo me llenó la cabeza hasta marearme. Eran gritos de voces en cinta magnética, voces de máquina:
—¡Muerte a los humanos! ¡Libertad a las máquinas! —decían, o intentaban decir en su ineficaz imitación de las palabras. En tanto, los robots se acercaron hasta el punto en que pude distinguir el brillo enloquecido de los cerebros electrónicos dentro de su pecho de metal transparente, el agitarse de extremidades con forma de martillo, de pinza, de destornillador, de rayo láser.
La doctora Liz Biz se apoyó en mi costado y me tomó el brazo, tal vez buscando protección.
El director bajó el volumen de las voces robóticas.
—Debemos retroceder —dijo, mientras hacía señales al pelotón de hombres que, también en sus trajes espaciales, formaba fila a nuestras espaldas.
Pero no llegamos a obedecerle. Ante nuestros ojos, el hormigueo de robots se detuvo. El ruido de casi-voces declinó hasta el borde del silencio. Y una grieta gigantesca se abrió en medio del espaciopuerto, entre ellos y nosotros. Por la grieta surgió un tentáculo verdoso que se agitó como un látigo y envió por el aire media docena de robots de la primera línea.
Nos quedamos inmóviles, la capacidad de reacción superada por la sorpresa. Tras el primer tentáculo apareció otro, y luego otro más, y otro, y otro. Y entre los tentáculos, una cabeza de pesadilla, una masa de gelatina envuelta en burbujas, un pico de pato monstruoso, ojos saltones inyectados en sangre. El monstruo alienígena terminó de extraer los tentáculos del subsuelo y con ellos barrió todos los robots y la mayor parte de los cohetes. El director del espaciopuerto, sus hombres, la doctora Liz Biz y yo retrocedíamos lentamente, con las bocas abiertas por el asombro.
—Menos mal que está de nuestro lado —dijo alguien, tartamudeando, en los auriculares.
Grave error. Terminada la tarea con los robots, el monstruo giró su odio inhumano hacia nosotros. Un brillo de satisfacción le recorrió las burbujas más repugnantes, mientras iniciaba su avance hacia la cúpula. Sin previo aviso, el tentáculo de adelante se extendió, atravesó la cúpula haciendo un agujero en el vidrio blindado, y con un movimiento rápido rodeó el cuerpo de la doctora Liz Biz y la elevó por los aires.
—¡Socorro! —gritó la doctora Liz Biz. El tentáculo la balanceaba a un par de metros por sobre nuestras cabezas.
Echamos mano a las armas y disparamos contra el monstruo, pero era inútil. Los rayos rebotaban contra una especie de coraza que, ahora lo veíamos, cubría su infecto organismo.
La desesperación se estaba apoderando de nosotros, cuando ocurrió otro suceso imprevisto: un rayo, una luz cegadora que provenía del espacio apareció por la izquierda y rápidamente se situó encima del monstruo. Cuando se redujo la intensidad, pudimos ver que se trataba de una espacionave en forma de flecha, dorada y escarlata, brillante como un sol.
—¡El capitán Scary Scarlet! —anunció el director del espaciopuerto, con voz triunfal.
Aprovechando la distracción del monstruo, que había girado sus ojos hacia la nave del capitán Scary Scarlet, corrimos a resguardarnos tras una mampara. El capitán Scary Scarlet no perdió la oportunidad: una serie de rayos blancos, que dibujaban un cono, partió de la espacionave y rodeó al alienígena, atrapándolo en su interior. Un último rayo zigzagueante partió en dos el tentáculo que retenía a la doctora Liz Biz, quien cayó al suelo. Corrí a buscarla y la ayudé a protegerse con los demás.
Por último, un campo de fuerza violáceo descendió de la espacionave de Scary Scarlet, atrapó al alienígena y lo elevó unos metros por encima de la cúpula. Sin soltar su presa, la espacionave emprendió vuelo otra vez y desapareció más allá del horizonte.
Ahora sí, creímos estar a salvo. Suspiramos aliviados. La doctora Liz Biz, ahogando los últimos sollozos, me abrazó. Nuestros cascos entraron en contacto. Aprovechando esa repentina intimidad, en que el sonido podía transmitirse directamente de casco a casco, la doctora Liz Biz desconectó su equipo de radio y me habló.
—Debo confesarle algo —dijo, y se ruborizó intensamente mientras bajaba los ojos—. Soy una mujer casada.
(Continuará.)
Como ya aclaré antes, esto no tiene relación con mi novela El viajero del tiempo llega al mundo del futuro, que acaba de aparecer en la Feria del Libro de Buenos Aires. El título me quedó grabado, siempre quise hacer algo, y finalmente, el año pasado, lo usé.