Categoría: Diario

Asomo

[9/4/2003]

Ahora no vendría mal que apareciera el primer asomo de un cuento breve, una imagen, una asociación curiosa, una palabra fuera de lugar, algo que me permitiese empezar a hilvanar cosas hasta tener unos párrafos que fueran a alguna parte. Pero no.

Tener

[9/4/2003]

Tengo tantos objetivos, tantas cosas que hacer, tantos asuntos a los que prestar atención, tantas puntas para explorar, tantos proyectos a medio pensar que de pronto me da la impresión de no tener nada.

Cielo

[9/4/2003]

En este momento entiendo lo que querían decir los autores de novelas de aventuras del siglo XIX, o sus traductores, cuando escribían que el cielo era de un “gris plomizo”.

Papelitos

[7/4/2003]

Diálogo

[5/4/2003]

—Hola, cómo está, buen día, qué cuenta.

—Qué tal, buen día, cómo le va, qué dice.

—Bien, gracias, hasta luego, suerte.

—Me alegro, adiós, chau, que siga bien.

Cinco segundos con el portero.

Clima

[31/3/2003]

Quince grados, sol radiante y feriado: el clima ideal.

Encuentro

[27/3/2003]

En medio del desfile de gente desconocida que recorre la avenida Crámer viene un hombre que me resulta vagamente familiar. La barbilla hacia adelante, el pelo gris peinado sobre la frente, la mirada con algún rencor antiguo que no se puede descifrar. El problema es que no sé si debo saludarlo o no. Está fuera de contexto: podría ser un vecino de mi edificio, y entonces el saludo sería obligatorio, pero también podría ser alguna de esas personas que cruzo con cierta frecuencia pero con quienes no hay relación alguna. Por un momento le veo en la expresión la misma duda: sus ojos se detienen en mí una décima de segundo extra, ese momento clave del posible reconocimiento que no termina de cuajar.

Ambos seguimos caminando, uno hacia el otro, usando lo que podría llamar carriles paralelos en la vereda. La tensión dura varios metros, un tiempo ilimitado a la velocidad del pensamiento pero que en el reloj no puede ser más que dos o tres segundos. Entonces, de pronto, caigo: es el dueño de ese lugar donde venden unas empanadas horribles, digo “venden” pero en realidad no deben vender nada, y si alguien les compra después seguro que vuelve a preguntar cómo demonios pueden hacer algo tan incomible. Es ese tipo al que sólo una vez le hablé, justamente para pedirle empanadas de las que luego me arrepentí inmensamente, pero al que veo casi cada día, camino a la casa de mis padres.

Qué alivio el reconocimiento, qué suerte evitar ese movimiento de cabeza incómodo que según el caso se pueda interpretar como saludo o como tic, esa señal de desorientación que luego vuelve como material de pesadillas. Y es un reconocimiento sin saludo, claro, porque el saludo no corresponde. Es algo, tal vez lo único, en que estamos de acuerdo, y si lo pienso bien no deja de ser una forma diferente de saludo. Él también sigue de largo, pasa junto a mí como yo junto a él. De ahí en más nos ignoramos.

Cinco centavos

[18/3/2003]

Tengo frente a mí una moneda de cinco centavos de 1994. Cuanto más la miro más difícil me resulta entender qué significa. Es como repetir una palabra hasta desnudarla, sobre todo una palabra de las que tienen forma rara como por ejemplo “croquis”: croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis y uno empieza a dejar de asignarle un significado al conjunto de letras y a fijarse en las letras mismas, o en las contorsiones de la lengua que las pronuncia, o en la reverberación de los sonidos en el cuarto en que uno se encuentra.

La moneda pierde su poco valor con rapidez y a cambio muestra ese cinco tan extraño: la panza que de pronto parece una “c” invertida, pero más la ceja superior asociada a la nariz que es la línea de la izquierda y todo eso encerrando un ojo, y casi hay una cara en el número, una cara en contraluz de la que sólo se ve la mitad, con la muela hinchada.

Alrededor del cinco hay una circunferencia de puntitos. La presbicia me impide verlos uno por uno, así que no los puedo contar, pero ya estoy imaginando métodos para descubrir cuántos son, por ejemplo detectando que ese segmento mínimo que logro distinguir contiene sin duda tres puntitos (dos son pocos, cuatro demasiados), y calculando cuántas veces aparece ese segmento en un cuarto de circunferencia. Así pronto me encuentro suponiendo que en total hay ochenta puntitos, y sé que uno de estos días tendré que contarlos con ayuda de una lupa o algo así.

Media vuelta en el aire, y la cara de la moneda no es una cara sino un sol con largos rayos. Vuelta a contar, o mejor dicho a apostar sobre una cuenta a la que sólo me puedo aproximar cerrando un ojo por completo y el otro a medias. Cuarenta rayos, digo, y ya veré si lo confirmo.

Alrededor del sol dice (aunque me cuesta descifrarlo) REPÚBLICA ARGENTINA y EN UNION Y LIBERTAD. Unión no tiene acento. Buena palabra para repetir al aire hasta matarla: unión unión unión unión unión.

Tengo que dejar la moneda por aquí arriba, entre las cosas del escritorio, hasta que me decida a estudiarla con un criterio más científico. Ahora, de noche, la superan las ganas de irme a dormir.

Me dijo

[12/3/2003]

—Se oían los tiros, anoche, no menos de ocho o diez. Tres tipos asaltaron un negocio en Vidal y Juramento y un patrullero los corrió hasta acá, hasta Echeverría y Crámer. Ahí hirieron a dos. El tercero se fue corriendo y lo agarraron por Crámer y Roosevelt. En la vereda de Freddo también quedó herido un viejo que paseaba el perro.

Me lo cuenta mi padre durante el almuerzo, entre un bocado de pollo y otro de ensalada. Mi madre mueve la cabeza de arriba hacia abajo y otra vez hacia arriba. Después comenta:

—Y a mí me dijo que eran cohetes.

Usos comerciales

[9/3/2003]

Hace cosa de un mes se me rompió la pulsera del reloj. Es un Casio barato, así que sin pensarlo dos veces entré a una cualquiera de esas relojerías tan baratas como mi Casio a pedir que la cambiaran. Se llevaron el reloj adentro, y un par de minutos más tarde lo trajeron con la pulsera nueva. Dos días después se acabó la pila, y fue ahí cuando empecé a creer que estoy paranoico. Porque en cuanto volví a la misma relojería barata y pedí que le cambiaran la pila y se llevaron el reloj al mismo interior oscuro de un par de días antes, se me ocurrió que no podía ser tanta casualidad, que algo le habían hecho a la pila allá adentro, para que se acabara pronto y el reloj, es decir yo, tuviera que volver a caer en sus manos.

Está bien: tanto mi salud mental como las prácticas comerciales son asuntos sospechosos. De todas formas, como una golondrina no hace verano, ni pensaría en escribir sobre esto si el episodio del reloj fuera todo lo que tengo para contar sobre el tema.

La semana pasada mi madre le compró a Gabriel unas zapatillas que, a pesar de ser del número correcto, le quedaron muy grandes. Mi mujer y yo fuimos a cambiarlas por un número más chico.

“No tengo el mismo modelo un número más chico”, dijo el vendedor, mientras nos proponía otras zapatillas, que en realidad eran del mismo número y de la misma marca pero medían dos centímetros menos, y que venían decoradas con unas rayitas celestes. En otras palabras, unas zapatillas que jamás habríamos llevado como primera elección. Y siguió el vendedor: “En este precio, son las únicas que me quedan.”

Mi mujer las aceptó, en parte porque no le disgustaron y en parte porque mis protestas, lo reconozco, salieron en voz demasiado baja. Si bien pensé que había oído el mismo relato cientos de veces al cambiar ropa (“no me queda el mismo modelo en otro talle, y este desecho es lo único que hay si no querés pagar más”), no podía recordar ningún caso concreto. De todas formas se lo dije a mi mujer, cuando salimos: “No me extrañaría que aprovechen los cambios para deshacerse de las cosas que de otro modo no lograrían vender. Más todavía, seguro que si entramos a comprar con plata fresca aparecen las zapatillas que queríamos del número que queríamos.”

Y ahora me doy cuenta de algo más: sería poco sorprendente que esos dos centímetros de diferencia entre la medida supuesta de las zapatillas y la medida real no sean un accidente, sino una manera de forzar el cambio y sacarse de encima las zapatillas con rayitas celestes.

Eso sí, sería injusto terminar esto sin dejar sentado que, a pesar de mis prevenciones llenas de racionalidad, a Gabriel las nuevas zapatillas le gustaron mucho, pero mucho más que las anteriores.