Categoría: Diario

Prevención

[5/8/2002]

El clima, durante las dos semanas de vacaciones de invierno, fue maravilloso, soleado, radiante. Hay que decirlo, anotarlo, insistir con eso. Hay que lograr que quede en el recuerdo, para no deprimirse tanto con las futuras lluvias, los futuros fríos, las crisis, las depresiones, las noticias, las tragedias, los temores, y tanta cosa que seguirá viniendo siempre, sin aviso previo, y aparentemente sin compensación alguna.

Ramiro

[31/7/2002]

Viene el fumigador, toca timbre. Por la mirilla veo su calva, los aparatos que le sostienen los dientes, los ojos hundidos. Tiene menos de treinta años. Arrastra el tubo donde está el veneno para las cucarachas. Como de costumbre, le agradezco su presencia pero le digo que no, gracias.

Casi no hay cucarachas en este edificio. Sólo de vez en cuando aparece una grande en el pasillo, medio desorientada, que apenas trata de escapar.

En el departamento anterior, en cambio, las cucarachas formaban parte de la vida diaria. En una época el fumigador que venía era un hombre mayor, Ramiro, que tenía algo personal contra los pobres bichos que le daban de comer. Recuerdo una vez en que me explicó algunos de sus secretos de varias décadas. En cierto momento apareció una cucaracha en el piso, frente al baño. Era pequeña. Parecía capaz de correr muy rápido. Pero Ramiro era más rápido aún. Con su pistola de veneno trazó un círculo húmedo alrededor del bicho, de unos treinta o cuarenta centímetros de diámetro.

Fíjese ahora, va a ver que no puede escapar —me dijo.

La cucaracha empezó a correr dando vueltas, pero no atravesó la muralla líquida levantada por Ramiro. Él lo disfrutaba. Me hizo esperar hasta que la cucaracha murió, o sólo quedó inmóvil, quién sabe, y entonces acabó su tarea con un pisotón.

Ramiro duró poco tiempo. En su trabajo, quiero decir. Contrataron a otra empresa, cuyo dueño apareció una sola vez, un extranjero muy seguro de sí mismo, que no se ocupaba de hurgar en los rincones sino que enviaba a sus personeros de menor nivel. Los empleados cambiaron muchas veces, pero la empresa siguió prosperando hasta que nos mudamos. Las cucarachas también.

La luna y el pelo

[30/7/2002]

—La luna está menguante —dijo el taxista—. Buen momento para cortarse el pelo.

Esa no la sabía —dije.

El taxista dio vuelta la cabeza para mirarme y le sonrió a mi ignorancia.

Si te cortás con la luna en creciente —explicó—, el pelo crece más rápido.

Ah —respondí.

Estaba hermosa la luna, esa noche de sábado, en el aire marítimo.

Camarera

[29/7/2002]

El domingo 28 de julio al mediodía, en el restaurante Montecatini Alpe, de la calle Belgrano entre Santa Fe y Corrientes, en Mar del Plata, nos atendió una camarera muy simpática, idéntica a este personaje de Arnold Lobel, que tira monedas a un pozo de los deseos (y el pozo responde “¡Ay!”). (El dibujo es un fragmento de la página 8 del maravilloso libro Historias de ratones, Kalandraka Editora, Pontevedra, 2000.) (En Imaginaria publicamos un cuento completo de ese libro, con la debida autorización de la editorial.)

Nuevas razones para quejarse del hotel

[26/7/2002]

  • La habitación es mucho más chica que la vez anterior, y las grandes “están todas ocupadas”.
  • El ascensor se detiene veinte centímetros por arriba o por abajo de donde debe.
  • El botiquín es un espejito enmarcado en un pedazo de plástico, con un estante también de plástico que alcanza justo para que el vaso con los cepillos de dientes parezca resistir pero acabe cayéndose. El conjunto cuelga de un tornillo clavado en la pared y se balancea como el péndulo de un reloj descompuesto.
  • Dejan hervir el paraguas demasiado tiempo cuando tratan de hacer café.
  • De las cuatro computadoras conectadas a Internet andan tres. De esas tres, dos se cuelgan. La restante es tan lenta que no se distingue si está funcionando o no.
  • En el placard hay cuatro perchas para tres personas. Rsolvemos que el nene no cuenta y usamos dos perchas cada uno.
  • Durante varias horas diarias se oye lo que parece una vieja hamaca de plaza (ñic, ñic…, ñic, ñic…). Y nadie recorre las habitaciones explicando qué cuernos es en realidad.
  • El encargado debe tener veinte años menos que yo.
  • El colchón se hunde hacia la derecha, mientras que en casa se hunde hacia la izquierda. Así, de noche no sé ni quién soy.
  • Las viejas están más viejas. Las jóvenes están más jóvenes. Ya no queda gente en este lugar.
  • El más revoltoso de los chicos es el mío.
  • Las medialunas de manteca son grasosas. Las medialunas de grasa son mantecosas.
  • El estudiante de hotelería que está haciendo una pasantía ya me habló tres veces de la gran oferta para ir al spa.
  • Los extraterrestres no se convierten en seres entrañables como en “Lilo y Stitch”.

Locutorio

[24/7/2002]

Estoy en un locutorio con veintipico de computadoras conectadas a Internet, en Mar del Plata, mirando los carteles. Uno ofrece “BOX PRIVADOS” (sic) en el primer piso. Desanima un poco cuando se piensa en recurrir al otro, “CAFE GRATIS SIRVASE USTED MISMO”, justo al lado.

Vacaciones

[24/7/2002]

Así que esto son las vacaciones. Siempre me olvido. Siempre son demasiado cortas para dejar algo más que un rastro débil, demasiado rosa o demasiado negro para corresponderse con la realidad.

Esta vez ocurre algo especial. Tengo pocas ganas de volver al trabajo. No extraño nada de la rutina. Describir el fenómeno me llevaría otro weblog, así que desisto. Dentro de un rato me voy a dormir.

(Llegó la medianoche. En vez de ser el último post del miércoles, este se convierte en el primero del jueves.)

Situación

[24/7/2002]

Mi mujer está resfriada. Yo tengo problemas de estómago. Mi hijo está convencido de que nada es suficiente. Además, hoy llovió. No podía ser de otro modo nuestro primer día en Mar del Plata.

Sin final

[19/7/2002]

Me puse las zapatillas de gala y ahí fui nomás, a encontrarme con mi esposa para ver el estreno de “La casa de Bernarda Alba”, dirigida por Vivi Tellas, con escenografía de Guillermo Kuitca, en el San Martín. De elite, evidentemente.

Lo mejor fue el viaje. Para empezar, cuando me metí en la estación Juramento había una especie de escándalo en cámara lenta. El boletero estaba golpeando el vidrio de su cabina con una moneda, rítmicamente, haciendo mucho ruido. Todos miraban a su alrededor. La razón de ese comportamiento no era evidente. Metí el ticket en la ranura número uno, lo saqué de la ranura número 2, pasé el molinete y empecé a bajar la escalera mecánica que lleva al andén. Entonces me di vuelta, porque el ruido seguía, y vi junto a la hilera de molinetes que acababa de dejar atrás a una mujer mayor y bajita que se metía por delante de un hombre alto y gordo, como para impedirle el paso, mientras el hombre levantaba los brazos en gesto de “yo no fui”. Una voz masculina empezó a gritar “policía, por favor”, pero no pude descubrir quién era. Abajo, en el andén, la gente se miraba interrogándose con los ojos, y nadie tenía respuestas. Enseguida vino el subte. Relato sin final.

Un par de estaciones más allá pasó una pareja frente a mí. Él, de pelo negro, vestido también de negro. Ella, rubia, bonita, con tacos altos y pulóver azul. Se sentaron en la siguiente tanda de asientos. La mano izquierda de ella asomaba por la manga del pulóver. La mano derecha no. En realidad, mirando un poco mejor, era evidente que dentro de la manga derecha no había suficiente brazo para incluir una mano. Él la abrazó. Ella tenía los ojos a media asta, la boca curvada hacia abajo. No pude evitar al menos dos miradas más hacia la amenaza de muñón. Sé que durante un par de días seguiré pensando en las puertas enrejadas de los ascensores, el espacio entre el subte y el andén, las sierras de los carpinteros y más cosas por el estilo. Incertidumbre. Otro relato inconcluso.

(Lo pensé sin querer, mientras caminaba hacia el teatro. Hay gente que se acaba de golpe, terriblemente. He visto casos próximos. Y, terriblemente, hay gente que se acaba de a pedacitos.)

No sé si decirlo, pero a la obra la sala Martín Coronado le queda un poco grande: desde la fila trece no se oye bien. La escenografía va ganando terreno a medida que pasan los actos. Pero algo no termina de cerrar en el tono de las actuaciones: demasiado alto, como para que las actrices deban reventarse cuando quieren aumentar la tensión. No hay caso: crítica sin final. Corto y fuera.

Chicos

[16/7/2002]

Dos chicos de nueve o diez años, bajitos, traían sendas botellas chicas de Quilmes Cristal y trataban desesperadamente de abrirlas usando las rejas de los departamentos de planta baja. Una de las botellas ya echaba espuma por la tapita metálica torcida. Cuando pasé, me preguntaron si podía abrírselas. Dije que no y seguí caminando. Unos metros más adelante los esperaba una chica tres o cuatro años mayor y tal vez más viva: ella tenía dos Quilmes Cristal, y además en lata. Los miraba con impaciencia. Me di vuelta y noté que de algún modo uno de los chicos había tenido éxito y ya estaba tomando del pico de la botella. A pocos pasos la gente esperaba el 151 como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida. Me vine a escribir esto (como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida).