Categoría: Diario

Caníbal de la dulzura

[29/6/2002]

A mi hijo le gusta jugar en el website de Billiken (las golosinas). Para que pueda hacerlo y enviar sus resultados, hubo que poner una dirección de email. A esa dirección, ahora, mandan la propaganda de la empresa. Ayer vino esta delicia:

Llegaron los Body Parts!

Pedazos de cuerpo hechos gomitas
con el más rico sabor de las Golosinas Billiken!!!
Pedíselas a tu kioskero amigo y convertite
en un caníbal de la dulzura.

[29/6/2012]

Hay esperanzas. El sitio no existe más. Y no encuentro por ninguna parte referencias a esos Body Parts.

Como como

[26/6/2002]

Junto a la esquina de Juramento y Zapiola, en el barrio de Belgrano, hay una veterinaria que se llama “Como perros y gatos”. Me parece un modo original de librarnos de esos animales que infestan la ciudad. Espero, por la salud del veterinario, que al menos los mastique bien.

El día empieza bien

[25/6/2002]

El día empieza bien. Está saliendo el sol entre los techos, creando un cielo brillante y limpio. Mucha luz. Gabriel se levantó de buen humor, haciendo chistes (más de movimiento que de lenguaje: está descubriendo un modelo de movimiento corporal tomado de los dibujos animados, realmente gracioso). Ya está en la escuela. No hace tanto frío.

Ladridos

[23/6/2002]

En este momento: ladridos de un perro que no recuerdo haber oído antes. ¿Cómo es posible, si estoy todos los días aquí sentado, oyendo lo poco que hay para oír?

Teléfono

[23/6/2002]

Cada noche, cuando cierro los ojos y empiezo el trabajo de dormirme, suena el teléfono de los vecinos. No importa la hora, pueden ser las diez o la una de la madrugada. Suena siempre. Lo oigo tan fuerte como si fuera mi teléfono.

Eso es casi todo lo que sé sobre esa gente.

Miradas

[20/6/2002]

Estamos salvados. Hay nueva carpeta asfáltica en la avenida Cabildo.

*

Es normal que en mi cuadra se junten dos, tres e incluso cuatro colectivos de la línea 67, esperando que el semáforo los deje pasar. Pues bien, hace unos minutos había seis. Sí, seis: llenaban la cuadra. “El que tenga que tomar ahora el 67, mejor que se vaya caminando”, dijo Osvaldo, uno de los porteros, que es testigo del record. Y mientras hablaba con él pasaron dos más.

*

En el Coto de Amenábar y Juramento tienen cartelitos que ofrecen aceptar dólares a $3,40. La oferta es “exclusivamente para compras de alimentos y de no alimentos y cualquier otra compra”.

*

Y yo sigo sin una cámara digital para registrar estas cosas.

Sospechosos

[20/6/2002]

La mujer se detuvo a ver la escena. En una de esas descubría algo que más tarde pudiera revivir en Crónica TV. Miró el auto, miró a los sospechosos, miró a los policías. Nadie le prestó atención. Se fue protestando en voz baja.

Los policías eran tres, uno de civil y dos de uniforme con chaleco antibalas. Los sospechosos eran dos hombres y un auto. El auto, verde, bastante nuevo, bonito y probablemente inapropiado para ellos. Es que tenían aspecto de bolivianos, o al menos bien del norte, uno de ellos para colmo de alguna zona rural, y se sabe que esa gente debe ser pobre, inculta, debe vivir en lo más bajo de la pirámide social. Esa gente está obligada a ser invisible, a desaparecer detrás de sus trabajos miserables, esos que nosotros jamás haríamos porque son tan desagradables. Esa gente, se sabe, debe tener malas intenciones cuando se mezcla con los demás, porque lo natural es que estén con los suyos, allá lejos, con apenas un pase transitorio para recorrer nuestras calles, nuestros barrios, en caso de extrema necesidad como por ejemplo un caño roto en el inodoro. Esa gente debe habitar agujeros miserables, que nosotros no quisiéramos ni de letrina, porque de todos modos se dice que no sufre, no se da cuenta, no sabe apreciar lo bueno. Esa gente, de la que se dice que es tan predispuesta al robo, al alcohol, a la promiscuidad, a la violencia, debe mantener sus vicios lejos de nosotros. Esa gente no debe aparecer así, bien vestida aún para nuestros estándares, en posesión de un auto nuevo, frente a un restaurante en Belgrano R, y los policías, por supuesto, estaban verificando los detalles.

Abrieron el baúl, lo revisaron a fondo. Pidieron documentos, se los llevaron fuera de la vista. De pie junto al auto, en el lado de la calle, el más joven de los sospechosos movía la cabeza con una sonrisa forzada, como diciendo “no, no, no, no”. El mayor, en la vereda, sólo miraba, esperando. Evidentemente buscaban paciencia en rincones cada vez más chicos, donde era cada vez más difícil encontrarla. Llegaron dos más, sospechosos quiero decir: dos muchachos muy jóvenes, un chico y una chica. Deben haber preguntado qué pasaba, pero no vi que les respondieran. Los policías no prestaron atención.

En ese momento yo almorzaba con mi hijo a una ventana de distancia, en el restaurante Vivaldi, y a mi hijo la historia no le interesó en absoluto. Así que me perdí muchos momentos. Lo que vi fue el gesto de cortesía impostada con que el policía a cargo devolvió algunos papeles al sospechoso joven, lo último que ocurrió antes de que la autoridad, los encargados del mantenimiento del orden, con el paso seguro que da la fuerza, se fueran por donde habían venido.

Los sospechosos, ahora simplemente cuatro personas que volvían a la vida normal y a sus derechos, se subieron al auto con calma y dignidad. Crónica TV no vino. El auto arrancó. Cuando mi hijo terminó de contarme cosas de la escuela, pedí la cuenta.

Bonito número el 48

[17/6/2002]

2 x 2 x 2 x 2 x 3.

Cuatro docenas.

Il morto che parla.

(Por lo menos aún me faltan dos para los cincuenta.)

[17/6/2012]

Qué puedo decir. ¿Que por lo menos aún me faltan dos para los sesenta?

58 = El ahogado

Noche en el centro

[17/6/2002]

Estaban en el sector infantil de Burger King, pero no habían llevado niños para justificarse. Él entraba en los cincuenta y en la calvicie. Ella tal vez en los cuarenta, pero quién sabe bajo ese pelo negro planchado sobre la cara, la figura delgada y la voz gruesa. Se habían sentado en una de las pocas mesas que pusieron frente al pelotero y el laberinto, dentro de la gran pecera vidriada que hay al fondo, en el primer piso del Burger King que está frente al obelisco.

Cuando entramos a la pecera, mi familia y yo, ellos eran los únicos ocupantes. Pusimos en una mesa nuestros paquetes de proteínas, grasa y almidón, hicimos ruido de papel, de pajitas que perforan plástico, de servilletas. Ellos hablaban de cosas importantes.

—Mi padre todavía no puso su parte —decía ella.

—Pero entonces no llegás —él.

—Cien o ciento cincuenta me tiene que dar, para el alquiler.

Hablaban con voces de urgencia, densas. A él le resbalaban un poco algunas letras. Gabriel tomaba un traguito de su Fanta. Yo comía papas fritas. Mi mujer inclinaba la cabeza para medir la situación.

Él debe haber ofrecido ayuda, porque ella contestó:

—Pero no, vos tenés tus propios problemas económicos.

—Ya sabés quién soy yo —respondió él, categórico.

Estaban ubicados en un ángulo de noventa grados uno con respecto al otro, y nosotros en diagonal con ellos, a unos cuatro metros. Vino otro chico, tal vez de tres años, a mostrarnos dos pedazos de algo anaranjado en las manos: caramelo, partes de un juguete de Cajita Mágica, quién sabe. Finalmente se los metió en la boca y se fue.

—A mi vieja se le ocurrió que vivamos los tres juntos —dijo ella.

—Pero tu padre y tu madre se odian —hizo él su parte de teleteatro.

—Ella dice que a mi padre lo arregla con cinco o diez pesos por día.

Él se iba acercando a ella.

Mi mujer, que los tenía a su espalda, se sentía incómoda. Después de todo estábamos en el lugar destinado a las familias con chicos, el sitio protegido, privado, rodeado especialmente con vidrios para cuidarlo del salvaje mundo exterior.

Decidimos mudarnos. Haciendo ostentación de movimiento, levantamos nuestra bandeja, nuestros vasos y paquetitos, nuestras servilletas, y nos fuimos a una mesa libre justo afuera del recinto infantil.

Gabriel comió, jugó, se fue al pelotero. Unos minutos después lo siguió mi mujer, para verificar su bienestar. Volvió indignada:

—Además están fumando —dijo.

Me di vuelta para mirar (ahora era yo quien los tenía a la espalda) y sí, había una nube de humo a su alrededor. Ya se estaban tocando las manos, también.

*

En la nueva zona que ocupábamos había más fauna de fin de semana céntrico. Para empezar, estábamos en el camino a los baños, de modo que veíamos un ir y venir de personajes. Pasó por ejemplo una chica dark, zapatos negros, medias negras, pollera larga negra, tapado negro, mochila negra con la leyenda The Cure. A la ida la vi de espaldas, pero a la vuelta le descubrí la cara muy blanca con el pelo negro a ambos lados y en el centro exacto una boca más roja que la sangre arterial.

Pasó un hombre de bigotes, con el pelo atado de tal forma en la nuca que parecía el mango de una sartén pequeña.

Pasó un grupo de chicas, la mayor tal vez de doce años, con jeans ajustados, haciendo los mayores esfuerzos que la edad les permitía para llenar el aire de seducción femenina. El hombre de seguridad, uno bajito que llevaba una bandera argentina en el hombro derecho y un palo negro en el lado izquierdo, se dio vuelta para observarlas de la cintura hacia abajo.

Una empleada del lugar iba seguido a verificar los baños. Entraba en el de mujeres, a la izquierda, y luego empujaba un poco la puerta del de hombres, a la derecha, mientras al parecer miraba en otra dirección. No entendí lo que hacía hasta que llegó mi propio turno de ir al baño. Es difícil de explicar. Cuando abrí la puerta me di cuenta de que era posible ver en el espejo si había gente en mingitorios o inodoros. Luego, al salir, me tomé el trabajo de mirar en la misma dirección que la empleada, donde había otra puerta con un cartel que decía “Privado”. Resulta que ese cartel, hecho sobre metal plateado, era otro espejo perfecto: al empujar la puerta, mirando fijamente ese cartel, la empleada tenía una imagen instantánea del interior del baño, a través de dos espejos enfrentados.

*

Pasamos un rato largo allí, mientras Gabriel jugaba en el pelotero con los otros chicos que fueron llegando. Tomamos café con torta de chocolate. El espacio vidriado se llenó de gente. Había más ruido. Pero los dos del comienzo seguían en su sitio, sin ojos ni oídos más que para sí mismos. La última vez que miré, antes de irnos, se estaban besando. De una buena vez.

Números

[14/6/2002]

Tener que hacer cola no está bien visto en estos tiempos. Es mucho mejor sacar número, acomodarse en algún sitio preferiblemente mullido y esperar que el indicador electrónico imite campanitas hasta que sea nuestro turno. Así, acabo de verlo, presentan las cosas el correo, el BankBoston, hasta la farmacia. Y es verdad.

La cuestión es que lleva tiempo acostumbrarse. Por eso cada cliente mira cada cinco segundos su número, como si pudiera cambiar sin aviso. Por eso la cola se forma igual, un poco desprolija, eso sí, sin apuntar claramente en ninguna dirección, pero cola al fin. Por eso la cajera tiene que gritar cada nuevo número y esperar con expresión de reproche que alguien se dé por aludido, mientras los felices numerados ya no saben qué hora es, quiénes son o para qué están ahí.