Categoría: Diario

Havanna

[14/6/2002]

En algún momento, durante los últimos meses, los alfajores Havanna aumentaron de setenta (¿setenta y cinco?) centavos a noventa. Nada, en comparación con el resto de las cosas. Menos mal que no invertí, como pensé en los comienzos de la crisis, en mil quinientas cajas de alfajores para el futuro de mi hijo.

[14/6/2012]

Ahora los Havanna están a seis pesos. Compré dos el otro día (sigo sin hacer grandes inversiones).

Correo Argentino

[14/6/2002]

La verdad es que cambió el Correo Argentino. No sólo por el bonito negocio de útiles escolares, postales y variedades que hay frente a las cajas, en esa sucursal de Cabildo al 2300. Ni por el indicador luminoso de turnos, que va cambiando con un sonido electrónico de campanita cada vez que una caja queda libre. Ni tampoco por las computadoras que finalmente sustituyeron aquellas máquinas llenas de palancas (de las que espero que haya varias en distintos museos: sería una pena haberlas perdido para siempre). Ni por los precios, que se fueron a las nubes como casi todo lo demás excepto nosotros mismos.

No, nada de eso. El verdadero cambio se me hizo evidente luego de llegar a la caja, entregar mi carta y pagarla, cuando en un giro imprevisto y con una expresión diferente, sonrisa, voz fuerte, el empleado de barba me preguntó algo así como “¿Quiere participar en el sorteo de cinco mil pesos, un auto, bla bla bla?”. Me quedé cosa de un segundo sin respuesta, y luego balbuceé algo torpe como “No tengo mucha fe en esas cosas, gracias”, antes de escabullirme hacia la salida.

[14/6/2012]

Era el correo privatizado, claro. Ahora no hay negocio de variedades ni sorteos. Los números avanzan con lentitud. Pero la cantidad de gente que espera parece menor. ¿Será que es más eficiente, o que el correo se usa menos?

Ritmos

[14/6/2002]

A eso de la una el gentío en Burger King era impresionante. Tal vez por los precios, aunque aumentaron un diez por ciento desde la última vez que fui. O por la calefacción, aunque afuera la temperatura ya subía hasta unos cinco o seis grados al sol. O por las hamburguesas, aunque antes de probarlas no me sentía demasiado inclinado a creerlo.

La cuestión es que había colas de siete u ocho personas. Me puse en la más prometedora y decidí esperar. Allá adelante, los cajeros-despachantes-vendedores seguían su rutina preestablecida. Saludo, sonrisa, oídos atentos, “¿Desea agregarle queso por setenta centavos más?”, “¿Desea un postre?”, repetición detallada del pedido antes de abrir la caja, recepción del importe, entrega del vuelto, corrida veloz al pasillo a buscar una cosa, al otro pasillo a buscar la otra, a un rincón a sacar las papas, a otro rincón para armar la Coca, segunda repetición detallada del pedido durante la entrega, dos o tres agradecimientos en el camino. Impacientes, las cabezas de cada cola se balanceaban a izquierda y a derecha, mientras allá los ritmos se mantenían iguales a sí mismos, calcados del manual, mientras las cortesías y los reaseguros ocupaban su tiempo sin que importara la vida real.

¿Ellos tampoco, en Burger King, tienen plan B?

Hacia dónde van los ojos

[13/6/2002]

El momento de parálisis de ese gato, mientras trata de descubrir si recibirá comida o un palazo en la cabeza.

Cuatro baldosas nuevas, de color gris amarillento, superpuestas a un grupo de baldosas viejas, de color gris verdoso, superpuestas a una vereda de baldosas más viejas, de color amarillo grisáceo.

El 113 que viene por Juramento y dobla en Crámer, empujando las leyes de la física para alcanzar la parada que está justo después.

El gorro negro del portero de la escuela, mientras mi hijo entra y sube la escalera.

Los conos anaranjados que impiden estacionar frente al Banco Río.

Las bufandas hasta la nariz de los vendedores de diarios de las esquinas, mientras ofrecen su mercancía en una calle o en la otra al ritmo de los semáforos.

Los carteles que todavía ofrecen departamentos en venta.

El hombre que maneja la barrera de Echeverría y Freire, allá subido en su cabina, de incógnito.

La plaza con un tacho de basura por cada banco, y una bolsa de plástico blanca en cada tacho.

Las evidencias indirectas de un sol que va saliendo de a poco.

El pelo que se agita, arriba, abajo, arriba, abajo, de esa mujer que camina apurada dentro de su tapado negro.

El taxi libre y lento que se arrastra frente a cada peatón como un animal mimoso.

La primera sombra del día, imprevista, a mis propios pies.

La moto

[11/6/2002]

Eran las doce de la noche, yo trataba de dormir, y él se quedó con la moto andando ahí en la vereda: rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr. Digo él porque es tan de macho eso de dejar la moto andando en la vereda, a medianoche. Hay que tenerla tan larga, para hacer eso. Ya hay que tenerla bastante larga para andar en moto, más para acelerar en las calles angostas de Belgrano, y muy larga, de las más largas, para hacer ese ruido en la vereda a tales horas: rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr. Mucho tiempo, ronroneo irritante, rabia redoblada, rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrrrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr. Y de vez en cuando un toquecito de acelerador, rrr rrr rrrRrrrRRrrRRRrRRRrRRrrR rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr. Y dos más, rrr rrr rrrRrrrRRrrRRRrRRRrRRrrR rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrRrrrRRrrRRRrRRRrRRrrR rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr.

Vamos, pensé, que baje pronto la novia. Que se le acabe el combustible. Que le caiga una maceta en la cabeza, con o sin casco. Era fuerte el ruido: pasaba un colectivo y casi no se notaba. Había un bocinazo y no se movía un pelo. Qué audacia, qué golpe de genio, qué símbolo de los tiempos, qué gran paso para la humanidad esa moto ahí burlándose de sí misma con su rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrrrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrRrrrRRrrRRRrRRRrRRrrR rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrrrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrrrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrr rrrRrrrRRrrRRRrRRRrRRrrR rrr.

Hasta que de pronto apareció una voz, seguramente masculina pero aguda, potente, muy enojada, a la distancia justa como para que yo pudiera entender las palabras:

—¡APAGÁ ESA MOTO DE MIERDA, BOLUDO!

Y un segundo después, rrr rrr rr r… La moto se apagó. Sorpresa. Silencio. Y no se volvió a encender. Y nadie más gritó. Y ahí me quedé, tipo doce y diez, con los ojos definitivamente abiertos, definitivamente de madrugada, definitivamente alterado.

Que se vayan todos

[11/6/2002]

—Que se vayan todos  —se pide, y estoy de acuerdo. Empezando por el presidente, que debería darse por aludido, igual que sus ministros, secretarios, susbsecretarios. Y sobre todo los ejércitos de asesores: que se vayan todos, que se enteren de una vez que nadie los quiere y se vayan.

Pero que se vayan también los senadores, diputados, legisladores, concejales de distintos sueldos y pelajes, y sus acompañantes oscuros y silenciosos. Que se vayan también, pronto, los gobernadores, los intendentes y sus respectivos funcionarios. Todos, toditos, todos.

Y aunque no se den por aludidos, que se vayan también los generales, los coroneles, etcétera, etcétera, y sus equivalentes acuáticos y atmosféricos. Y los comisarios, caramba, que se vaya hasta el último de los comisarios y que se vayan todos sus subalternos.

Eso sí, que se entienda bien. Cuando digo todos quiero decir todos. Que se vaya también, sin hacerse el ingenuo, el kiosquero de enfrente que llenó todo de rejas y me hace pagar su paranoia. Que se vaya el portero, que mira mucho, sabe mucho, piensa mucho y no hace nada. Que se vaya el cocinero del restaurante de la esquina, que hace una provoleta incomible por lo dura y además la pone en una bandeja de aluminio de la que nada ni nadie logra despegarla. Y, por supuesto, que se vaya el colectivero que casi hizo caer a esa vieja el otro día. Y la vieja, que no tiene nada que hacer en semejante colectivo. Y el remisero que le quedó debiendo un peso a mi mujer y no avisó a la agencia. Y el taxista que hoy a la madrugada me dio vértigo mientras cruzaba Cabildo a cien por hora con el semáforo más anaranjado oscuro que vi en mi vida. Y que se vaya, sin dudarlo, el vecino de arriba que deja el perro encerrado en la cocina para que tengamos que oír sus garras en el piso, tratando de cavar el hoyo que lo salve para siempre. Y lejos de acabar aquí, que se vayan ya mismo los empleados de la farmacia que el otro día se fueron a la vereda a ver cómo atrapaban a un ladrón y se olvidaron de atenderme. Esos también se tienen que ir todos. Como se tiene que ir el personal de seguridad de la disquería que mira a quienes salimos sin comprar nada como si nos lleváramos los discos puestos en otro sitio que no sean los ojos, que han quedado sistemáticamente hipnotizados por tanta cajita impagable. Como se tiene que ir la vendedora de flores de la esquina, que viene con cara que que le salvaríamos la vida con sólo un pétalo de nuestros bolsillos mustios. Y el plomero, que no viene nunca pero cuando viene pone cara de que ni una chequera nos redimirá. Y los fabricantes de lamparitas, que se siguen quemando, así como el ferretero, que no tiene piedad con los precios. Pero no sólo ellos y ellas: también quiero que se vayan el tipo del kiosco de la otra esquina, la del noveno, el de la librería, la del correo, los del restaurante de Monroe, el de la moto de anoche. Y vamos, pronto, no hay nada que esperar, que se vayan todos nomás, que se vayan ya mismo. Y el último que apague la luz.

[11/6/2012]

Tal vez el reclamo debió ser “que nos vayamos todos”.

El proyector

[8/6/2002]

De noche, cuando cierro los ojos para tratar de dormir, se enciende el proyector. Un proyector confuso, extraño, que emite varias señales a la vez y se mueve demasiado rápido. El director y el editor de esas películas están locos: la mayoría no significa nada, no hay argumento, las cosas se repiten una y otra vez.

En ocasiones todo es más o menos tranquilo. Pero también ocurre que el remolino me absorbe, corregido y aumentado por una banda de sonido interna capaz de alterar los nervios de cualquiera.

Así aparecen cosas imprevistas, de las que luego me arrepiento. Anoche, por ejemplo, estaba caminando sobre una cuerda floja, con un gran palo en las manos para conseguir el equilibrio, entre dos terrazas de edificios, a muchos metros por encima de la calle. Yo no sé caminar sobre la cuerda floja. Y además tengo un poco de vértigo. Estaba condenado al desastre, así que me puse tenso y traté de cambiar de canal. Para qué. Había una de mí mismo caminando de nuevo por la cuerda floja, ahora sobre las cataratas del Niágara (porque alguna vez leí que alguien lo intentó, no sé si con éxito). Por supuesto, la cámara apuntaba hacia abajo, hacia el agua que caía y la espuma en el fondo. Tuve que abrir los ojos, estudiar el cuadrado liso del techo, pensar activamente en otra cosa.

Todo esto venía acompañado por la repetición incesante de “Quizás porque”, de Charly García.

Mi pared

[7/6/2002]

Es como no haberse visto nunca la cara en el espejo.

Desde mi ventana veo una variedad de edificios. Más que nada, las partes íntimas: un costado, un contrafrente, la pileta de natación, un pozo de luz, ventanas internas, la columna vidriada por donde pasa un ascensor. Pero no puedo ver mi propio edificio, este contrafrente donde tengo mi ventana. No sé cómo es. ¿Hay muchas plantas en los balcones? ¿Está sucio? ¿Parece pobre, o sólo más o menos? ¿Cómo es la ventana que está justo sobre la mía, tan cerca y tan definitivamente lejos de mí?

Si me tomara mis preocupaciones en serio, debería tratar de subir a una de esas terrazas, allá enfrente, y registrar mi pared, mi tablero de ajedrez vertical con casillas habitables, en una colección de fotos. O, mejor, videos, aprovechando que la cámara puede usar la mínima luz. Al sol, a la sombra. De día, de noche. Con las luces prendidas. Al amanecer, todavía a oscuras, cuando este yo se acerca a la cama de mi hijo para despertarlo y sube suavemente la persiana.

Arrullo

[7/6/2002]

De noche, las alarmas de los autos nos arrullan dulcemente cual grillos urbanos.

[7/6/2012]

Me acuerdo que usé itálicas como un guiño para dar a entender que había una cuota de sarcasmo. Otro guiño, más enérgico, fue usar la palabra “cual” en vez de “como”, cosa que me tengo prohibida desde la más tierna infancia. (Igual que la frase “la más tierna infancia”.) La pregunta del millón, como siempre, es si esas cosas se entienden. O no, esa es la pregunta de los quinientos mil pesos, la del millón es: ¿importa mucho que se entiendan?

Verdulerías

[6/6/2002]

En mi barrio debe haber setecientas cincuenta verdulerías. Los otros negocios decaen, cierran, caducan, se desmoronan, quiebran, se vacían, cambian de rubro, de dueño, de aspecto, se reciclan, desaparecen. Las verdulerías no. Las verdulerías permanecen firmes, aguantan el paso del tiempo, las crisis, las estaciones, reverdecen cada día, se ven prósperas, seguras, perennes, sólidas, verdaderos pilares de la comunidad. Es más, acaban de abrir una justo frente a mi edificio, y estoy seguro de que seguirá allí cuando todo lo demás haya muerto, llena de manzanas relucientes y naranjas pintarrajeadas.

Aquí pasa algo.