Categoría: Diario

Peatonal en Montevideo

Peatonal en Montevideo, a las ocho de la noche. Junto a la puerta del local de Burger King cuelga un parlante del que sale una música indistinguible, más bien un ruido de máquina desesperada, un chirrido en el que se adivinan quejas de electrones que han ido por el mal camino.

Un empleado de Burger King se acerca al parlante y lo agarra para descolgarlo. En el mismo momento, el ruido cesa. Por el lado opuesto de la peatonal van dos chicas. Ambas miran hacia el empleado y el parlante, y una de ellas exclama:

—¡Qué bien!

El empleado las mira un poco sorprendido, y después se ríe. Las chicas también se ríen. Y yo, que vengo unos veinte metros más atrás, me río por primera vez en el día.

Fragmento de una nota

Fragmento de una nota que la administración del edificio donde vivo repartió hoy.

Escaneo de la nota

Color y gusto

Si tiene otro color no puede tener el mismo gusto, a menos que me ponga a comer con los ojos cerrados.

Es lo que pasa con esas galletitas Oreo que traen propaganada de Shrek 2. El relleno es verde. El envoltorio dice “Mismo gusto”, pero sólo un ciego puede creerles. Una vez que el color fue visto, ya no hay caso: el gusto es necesariamente otro.

Arreglando el balcón

Están arreglando los balcones en el edificio donde vivo.

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Reconfortante

Qué reconfortante es, a la mañana temprano, encontrar el frasco de mermelada casi lleno.

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No hay nada mejor para la creatividad que meterse hasta el cuello en proyectos que se parecen mucho a lo que uno quiere hacer.

No hay nada peor para la creatividad que meterse hasta el cuello en proyectos que se parecen mucho a lo que uno quiere hacer.

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Si algo puede salir mal, la culpa es de otro.

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Gracias a coso por los asteriscos.

El insomnio

El insomnio es una manera de hacer que el tiempo se detenga. Lo difícil es que ese logro sirva para algo.

Orgullosos

Pienso en pueblos como Cañada Rosquín, de donde vino León Gieco. O Arequito, de donde vino Soledad.

Mitómano que soy, me pregunto: si yo viniera de un pueblo así, ¿cuál es el máximo número de habitantes que podría tener mientras todos estuvieran orgullosos de mí?

¿Dos?

Andamios caídos

Hace un tiempo cubrieron de andamios el frente del edificio donde vivo, para arreglar los balcones. Los arreglaron. Desarmaron los andamios y los pusieron en el contrafrente, para arreglar esos otros balcones.

Anoche, durante una tormenta, los andamios se cayeron.

Así se ve desde la cochera, en la planta baja:

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Las líneas más finas, arriba, corresponden a una baranda de balcón que parece a punto de venirse abajo.

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Así se ve desde mi casa, en el sexto piso:

Foto por Eduardo Abel Gimenez

El techo roto pertenece a la sucursal de PAMI que queda a la vuelta.

Foto por Eduardo Abel Gimenez

El edificio tiene dieciocho pisos. Como la caída ocurrió durante la noche, nadie se lastimó.

Mientras escribo esto empiezan a desarmar lo que queda.

Los últimos días de diciembre

Los últimos días de diciembre son una época agotadora. Al trabajo y las penas de siempre se suma la carga psicológica de “fin de ciclo”. Los saludos entrantes y salientes no ayudan a aliviar. Cualquier interacción con otro humano, en la calle, en los negocios, en el ascensor, implica un agregado de “felicidades” o algo por el estilo. Los mensajes que llegan por email pesan el triple. Quienes trabajamos a destajo sufrimos la proliferación de feriados, las semanas demasiado cortas, las interrupciones en el flujo normal de la vida.

Me haría muy bien que el folklore de fin de año se desplazara, por ejemplo, a agosto. Y la Navidad a abril. Entonces sí, que quede un buen feriado el 1° de enero, pero que nadie diga nada.

En la playa, de noche

En la playa, de noche, camino lentamente hacia la orilla del agua. No hay nadie más. El cielo está nublado y oscuro. La luz de las pocas casas que hay detrás ilumina la arena de manera rasante, como un sol lejano y débil. Las pisadas y las ondulaciones de la arena parecen cráteres y montañas.

Miro a la izquierda y abajo, como si viera el suelo a través de la ventanilla de un avión, o de una nave espacial. Porque siento que sobrevuelo otro planeta. Podría decir que un centímetro equivale a un metro, de manera que mi altitud es de algo menos de doscientos metros, y avanzo lentamente sobre un terreno accidentado. Si hubiera alguien allá abajo, en esa superficie castigada por los meteoritos y sin atmósfera, sería igual a un pequeño escarabajo que lucha por trepar en la arena de una playa.

Disminuyo la velocidad. Giro suavemente. ¿Dónde estoy? No es Marte, porque el sol sería mucho más brillante. Tampoco Plutón, porque está demasiado lejos. Seguramente es una luna de Urano, o de Neptuno. Eso, una luna de Neptuno cuyo nombre no recuerdo, en la que ahora veo un canal largo y estrecho, una hondonada monstruosa, un pico elevado, un sistema de cráteres que avanza en arco.

El ruido de los motores llega en oleadas. Me detengo y levanto la vista lentamente, hasta el punto exacto en que la ilusión está por romperse. Un poco más arriba debería estar el espacio profundo y estrellado, ahí donde todavía sé que quedan la orilla del mar, la espuma que brilla en la oscuridad, la Tierra en la que todo es posible.