Categoría: Diario

Vuelvo a casa en el 151

Vuelvo a casa en el 151, de noche, después de charlar con mi amigo Douglas sobre esas cosas de la vida que tienen por precio, justamente, la vida. Hemos tomado un tinto pasable. Dos tintos pasables.

*

Las ruedas del colectivo hacen ruido de lija en la calle húmeda. Está nublado y lluvioso, tras un día de sol. Puedo quedarme dos horas sentado aquí junto a la ventanilla, siempre y cuando el tiempo afuera deje de transcurrir.

*

Empiezo a mirar ventanas. Me pasa a veces. Hay tantas ventanas, todas diferentes. Y detrás de cada una vive alguien, también diferente. El colectivo dobla bruscamente y un reguero de ventanas pasa frente a mis ojos fijos. Una de un primer piso se queda guardada aquí adentro: al otro lado está oscuro y vacío, y mientras la ventana pasa, por detrás veo pasar otra ventana, una ventana opuesta, contraria, luminosa.

*

Hay que moverse. Hay que bajar. Recuerdo la primera vez que me dolieron las rodillas al bajar del colectivo. Estoy llegando y eso también es bueno. De estos últimos minutos hay apenas un rastro vago, pensamientos que no termino de definir y que seguramente no llevan a ninguna parte.

Voy a sacar entradas

Voy a sacar entradas. En la boletería hay un hombre mayor que habla por teléfono. Espero a que corte. Entonces lo saludo y le pido tres entradas para ver a Carlos Núñez el 4 de octubre. Me mira a los ojos. Duda. Nos separa un vidrio con un agujero circular en el centro y una ranura abajo. Levanta el tubo del teléfono y habla otro poco. No oí que el teléfono sonara. Cuando corta me pregunta para qué día. Para el 4 de octubre. Se lo ve preocupado. Mira hacia el piso, elije una taquilla entre varias que andan apoyadas por ahí y la pone sobre el mostrador, a su derecha. La estudio, moviendo la cabeza de un lado a otro para esquivar los reflejos en el vidrio. No quedan entradas buenas, pero sí regulares. Estoy por decir algo, pero otra vez el hombre levanta el tubo del teléfono y habla. No oigo lo que dice más de lo que he oído el teléfono. Esta vez la conversación es más larga. Tengo tiempo de estudiar filas, números de asiento, y también los precios que están anotados en un papel pegado a la pared, por encima de donde el hombre puso la taquilla. El hombre tiene ojeras pronunciadas. Está despeinado. Corta. Pido las primeras tres entradas de la fila catorce, en el lateral derecho. Conozco bien la sala, no están mal. Las saca, las desenrolla, las dobla longitudinalmente. Paso un billete por la ranura. El hombre levanta el tubo una vez más. Mientras habla sin ruido, sostiene el tubo con la mano izquierda y usa la derecha para juguetear con las entradas. Frunce los labios. La vida no es lo que te han dicho. Corta pronto. Sin hablarme. Sin mirarme. Guarda el billete, me da las entradas y el vuelto. Creo que dice gracias, pero ya me estoy yendo.

Qué se puede decir de una ciudad

¿Qué se puede decir de una ciudad en la que casi todos los autos son grises o rojos?

*

Las chicas salen del colegio con ropa de gimnasia. Doblan la cintura de los pantalones hacia abajo, doblan la cintura de los buzos hacia arriba, y sacan a la luz ese centímetro de piel que brilla como si hubiera asomado el sol.

*

Una mujer rubia, de espalda bien recta, cruza la avenida Crámer a mitad de cuadra, atravesando con rapidez el tránsito y el frío, vestida con una camiseta musculosa y un pantalón de jogging. Todos la miramos.

*

Ellas se llaman Candelaria, Denisse, Jazmín, Nicole, Natasha. Ellos, Francisco, Matías y Joaquín.

*

Los hombres somos infinitamente aburridos.

Deterioro del medio ambiente

Cerraron el local de Havanna que estaba en Olazábal y Cabildo. Ahora hay un kiosco, donde tienen en oferta una montaña de alfajores Tita.

Ayer tuve que ir a la AFIP

Ayer tuve que ir a la AFIP (aviso que lo más probable es que esto resulte muy aburrido, ya que sólo intento relatar un trámite burocrático con sus mínimas idas y vueltas, trazar un recordatorio para mí mismo con vistas al día en que tenga que repetirlo y me haya olvidado miserablemente de los detalles. Y ahora mejor vuelvo al tema, antes de que mi amigo Mario Levrero crea que le estoy tomando el pelo a su gusto por ese recurso literario que consiste en iniciar una frase e interrumpirla de inmediato con largas aclaraciones, no siempre entre paréntesis, no siempre pertinentes, que lo obligan por último a reiniciar la frase disparadora).

Como decía, ayer fui a la AFIP (Administración Federal de Ingresos Públicos, un ente gigantesco que absorbió a la DGI, o Dirección General Impositiva, y cuya forma es la de una multitud de sucursales con sus respectivas zonas de influencia, a la manera de los warlords afganos sobre quienes aprendimos el año pasado. Si bien son los contadores quienes más frecuentan esas sucursales, a veces un trámite es personal; es decir, hay que hacerlo uno mismo, ya sea porque lo dice la ley o para no pagar más honorarios).

Fui a la AFIP, entonces, a dar un cambio de domicilio (y no me vengan con que me mudé hace dos años y medio, que cómo puede ser que vaya recién ahora a dar el cambio. Ya lo sé. Suelo dejarme estar, y no va a ser justo la AFIP una excepción a la regla. Lo que me preocupa ahora no es ese dejarme estar, al que me he acostumbrado (y por el que ya me han dicho que mis tiempos son como los de la iglesia), lo que me preocupa, decía, es que admitir tal demora en dar un cambio de domicilio acabe constituyendo una falta (o incluso un delito), algo previsto en una ordenanza o una circular o una ley, tal vez la Consitución Argentina, de manera que en pocos momentos más, cuando termine de escribir esto, suenen los golpes en la puerta de mi casa y estén allí los inspectores dispuestsos a llevarme, blandiendo como arma definitiva mi confesión impresa).

Explicaba que fui a la AFIP a dar un cambio de domicilio (para lo cual, mucho antes, me había puesto en contacto con mi contadora, quien a cambio de unos honorarios razonables completó los formularios necesarios, agregó unas instrucciones muy precisas en un papelito verde unido a los formularios con un clip, y me explicó dónde tenía que ir, porque he de confesar también que yo, hasta ayer, no había pisado la AFIP. Tal vez deba aclarar que mi contadora fue siempre crítica del hecho de que no diera antes el cambio de domicilio. Le llevó más de un año conseguir que fuera a dar el cambio en el Registro Nacional de las Personas para que mi nuevo (o ya no tan nuevo) domicilio apareciera en mi documento de identidad, requisito previo a la tan mentada visita a la AFIP, para convencerme de la cual (“para convencerme de la cual” es sin duda una construcción curiosa, torpe por decir lo menos) necesitó otra vez más de un año).

Fui ayer a eso de las once de la mañana. Abren a las diez. Saqué número, el 71. Iban por el 34. Esperé un rato, hasta comprobar que llamaban a razón de un número cada cinco minutos. En cuanto calculé que me llevaría tres horas salir de allí (a menos que muchos otros hubieran renunciado antes, pero no lo creía posible porque había un montón de gente, no menos de treinta personas, en las sillas de plástico negro que la AFIP destina a los sufridos contribuyentes), en cuanto hice ese cálculo me di cuenta de que no podría completar el trámite porque tenía otros compromisos, y de que la situación era mucho peor que lo esperado. Tenía que volver hoy, entonces, ya que la contadora había fechado el formulario “agosto de 2003”, y hoy es el último día hábil del mes (por lo cual, hablando de hábil, debo rendirme ante la destreza superior de la contadora para hacerme cumplir lo imposible).

Me preparé como para un picnic: diario, libro, botella de agua, dos barritas de cereal, todo en un bolso negro que hace juego con las sillas. A sugerencia de mi mujer, fui un rato antes de las diez: llegué a las diez menos cuarto. Había cola en la puerta de esa AFIP tan puntual como poderosa, que abriría quince minutos después, pero no tanta como la gente del día anterior. Una buena señal. Y todavía mejor cuando la mayor parte de la cola se dispersó hacia otras secciones y sólo cuatro personas quedaron antes que yo. Tenía el número 23, y para mi gran satisfacción la mujer que atendía llamó al 19.

Digo la mujer que atendía porque en ese momento era una, aunque normalmente (y ya hablo como si fuera un experto en la AFIP, cuando he explicado que ayer fui por primera vez en mi vida y hoy por segunda. Aunque hay que decir que tras visitar dos veces seguidas un mismo espacio burocrático uno se siente con cierto derecho sobre él, como si hubiera atravesado ciertas fronteras, y hasta dan ganas de saludar a los otros clientes (o como se los llame), y hasta al personal de seguridad. Sin duda, si tuviera que volver una tercera vez, lo que por suerte no es el caso, me tomaría el trabajo de ir a saludar a la mujer que me atendió hoy, pero al decir eso creo que me estoy adelantando al transcurrir ordenado de la historia), aunque normalmente, trataba de decir, las que atienden son dos mujeres.

Un par de minutos más tarde llegó la segunda mujer y llamó al número 20. Un hombre vestido al estilo que Kirchner hizo popular (saco cruzado, es decir con doble hilera de botones, pero abierto, vestimenta que hoy en día se puede considerar una declaración de oficialismo) puso un bolso parecido al mío en la silla de adelante y se quedó de pie, mirando al resto de la gente que acababa de entrar o iba entrando (porque olvidé decir que, allá afuera, la cola había crecido bastante detrás de mí (otra expresión torpe, “la cola había crecido bastante detrás de mí”, con su doble sentido que me hace parecer un mono), y que ahora seguía llegando más y más gente, de manera que las sillas negras se cubrían rápidamente). El hombre del saco cruzado, decía, se quedó mirando a todos con un aire de superioridad cuyo único significado podía ser que él tenía el número 21. Y así era, como pudimos comprobar en cuanto la primera de las mujeres que atendían llamó a ese número, cosa que ocurrió con bastante rapidez ya que, al parecer, el trámite del número 19 quedó inconcluso por la falta de algún papel (y ahora veo que allá arriba escribí “la silla de adelante”, sin haber explicado antes que yo me había sentado en una de las sillas de plástico negro, para ser más preciso la primera de la segunda hilera, lo cual quiere decir que el hombre del saco cruzado ocupó con su bolso la primera silla de la primera hilera, en el rincón superior izquierdo del rectángulo que forman las sillas si se las mira desde arriba).

Yo ya había leído el diario afuera, mientras hacía cola (no muy profundamente, lo admito, y me refiero por supuesto a la lectura del diario). Pero no podía permitir que el resto del picnic quedara trunco, y estaba claro que me quedaba poco tiempo. Así que saqué una de las barritas de cereal, que resultó más dura de lo que imaginaba, y mastiqué con rapidez y estoicismo hasta que la mitad quedó en mi estómago y la otra mitad repartida en pequeños trozos incrustados entre los dientes. La segunda mujer llamó al 22, que estaba en poder de un muchacho humildemente sentado en la fila tres. Guardé el papel de la barrita en el bolso y me apuré a sacar la botella de agua. Tomé la mitad, de lo cual me siento bastante orgulloso porque no fue mucho el tiempo que tuve, ya que el número 21 también resultó un trámite inconcluso (a pesar del saco cruzado oficialista) y la primera mujer llamó al 23, mi número, con la voz aburrida de alguien a quien la vida le ha enseñado que todos los números son iguales.

La otra barrita de cereal quedó en mi bolso, junto al libro. Los dos están ahí todavía, y sin la ayuda de mi contadora tal vez nunca logre sacarlos.

Y ahora podría dar por terminado el relato, ya que a pesar de los malos indicios mi trámite fue plenamente exitoso, si no fuera por una última advertencia que quisiera hacerme a mí mismo para el día en que deba volver a la AFIP: necesitaba fotocopias del documento de identidad, y para eso la mujer que atendía me dijo que podía ir a un kiosco que estaba a dos casas de distancia, y que cuando las tuviera podía volver y dárselas sin hacer la cola otra vez. Pero no es esa la advertencia, no es sobre el documento de identidad y la necesidad de llevar fotocopias. La advertencia es que el kiosco en cuestión estaba cerrado (cuando ya eran casi las diez y media), por lo que tuve que seguir caminando un par de cuadras más, hacer las fotocopias en otro lugar y encontrar que, al regreso, pasadas las diez y media, el kiosco estaba abierto. Se lo comenté a la mujer de la AFIP, y su respuesta fue que “están locos, cierran a las cinco de la tarde, cualquier cosa”. No le dije que entonces podía haberme recomendado algún otro sitio, claro que no. Hay que ser amable, atento, decir gracias y desear los buenos días. De ese modo se puede lograr (y yo lo logré, y de todo corazón puedo decir que estoy contento, lo digo sin ningún cinismo, cosa que me sorprende tener que aclarar pero lo hago porque en este mundo en el que vivimos hoy en día no se puede decir algo así sin generar desconfianza), se puede lograr, decía, una sonrisa.

Cuando me acuesto me pongo de costado

Cuando me acuesto me pongo de costado, mirando a la izquierda, y leo un rato. Al dejar de leer, tras apagar la luz me tengo que dar vuelta, así que muchas veces me duermo mirando a la derecha. Pero si leo mucho me doy vuelta a la derecha a mitad de la lectura, y entonces tengo que darme vuelta a la izquierda para dormir. Y si tardo mucho en dormirme tengo también que darme vuelta en algún momento, así que todo es posible: que me duerma habiéndome dado vuelta una vez, dos veces o tres. Incluso más. Pero siempre mirando a la derecha o a la izquierda.

A veces me levanto a mitad de la noche para ir al baño. En esos casos mi cuerpo tiene una memoria perfecta: al volver a la cama siempre me doy cuenta de si estaba mirando a la izquierda, y en ese caso me acuesto mirando a la derecha; o si estaba mirando a la derecha, y en ese caso me acuesto mirando a la izquierda. Es que siempre tengo que acomodarme en la dirección contraria a la que miraba antes. El cuerpo me lo exige, por alguna necesidad de equilibrio, o simetría, o cansancio de los músculos, de los huesos o de la cabeza.

La situación se hace compleja cuando me despierto a las tres o las cuatro de la madrugada y empieza el insomnio. A los giros alternados hacia izquierda y derecha se suma una posición que es un poco hacia arriba, pero no del todo, con una inclinación hacia el costado y habitualmente con el brazo contrario doblado sobre la cara. Esa posición (que también tiene dos variantes, a la izquierda o a la derecha) suele indicar que estoy bastante concentrado pensando en algo, porque habitualmente no consigo recordar cuándo me moví, y en cambio tengo la cabeza llena de cosas que no corresponden a esas horas. Por otra parte, es una posición paradójica: si la inclinación es hacia la izquierda, cuando me pongo de costado también tengo que apuntar hacia la izquierda, y si es a la derecha, entonces tengo que apuntar a la derecha. Como si las leyes del equilibrio fueran otras.

Esa posición, hacia arriba pero no del todo, es terrible para mi espalda. Por eso nunca la adopto cuando soy consciente de mis movimientos. Funciona como una especie de castigo por distraerme, por dejar que las preocupaciones más estúpídas me lleven de la mano. Cuando me doy cuenta de que estoy en esa posición normalmente la espalda ya me está doliendo, y al ponerme otra vez de costado tengo que adoptar una postura fetal, con la espalda bien curva, especialmente por encima de los riñones (donde en realidad la espalda no se curva ni a golpes).

Si el insomnio se alarga mucho suelo levantarme y venir un rato a la computadora. A la vuelta, aunque haya pasado una hora, todavía actúan la memoria corporal y la necesidad de equilibrio, y tengo que acostarme en dirección contraria la que miraba antes de salir de la cama. Tiene que pasar todo un día para que la memoria se borre y todo empiece otra vez.

Boca abajo, jamás. Ni siquiera distraído. No entiendo cómo se puede estar acostado boca abajo.

Caché

-Casi todo lo que creemos estar viendo -dice Douglas– en realidad lo tenemos en caché.

Ante la computadora y el micrófono

Ante la computadora y el micrófono, relajado y feliz, cantaba con voz potente y afinada una canción recién compuesta que ya quisiera recordar ahora que estoy despierto.

Tengo que hacer ejercicio

Tengo que hacer ejercicio.

Después de la lluvia y el viento de ayer

Después de la lluvia y el viento de ayer, el aire quedó tan limpio que parece que no estuviera. Supongo que así se verán las cosas en la luna.