[16/2/2003]
Señas particulares: cicatriz en la sien izquierda, tres centímetros de largo, a dos centímetros del ojo, resultante de la herida provocada por un ventilador de techo, en un vagón de ferrocarril.
Tenía diecisiete años. Volvíamos de un campamento en el Parque Nacional Los Alerces. Después de unas cincuenta horas de tren llegábamos a Buenos Aires cansados y felices, pero más que nada sucios. Me trepé a un asiento para bajar la mochila del portaequipaje. Algo como una mariposa traída por el viento me tocó la sien. Aparté un poco la cabeza, terminé de sacar la mochila y la puse sobre el asiento. Entonces noté que algo me bajaba por el costado de la cara: sudor, seguramente. Me lo saqué con la mano y apareció roja.
No sé qué habré dicho, o tal vez gritado. Recuerdo poco, excepto una especie de foto fija en que estoy en otro asiento, en el fondo del vagón, y a mi alrededor hay un grupo de gente: tanta que se ve todo oscuro. Hablan, me hacen cosas en la cabeza, me preguntan cómo estoy. No sé cómo estoy. Alguien, creo que un estudiante de medicina, me limpia, detiene la hemorragia y me pone una venda que termina abarcando toda la cabeza.
A mis diecisiete años todavía me esperaban mis padres en Constitución. Se dieron un susto que nunca terminaron de describirme. Me llevaron a una sala de auxilios, o la guardia de un hospital, donde me cosieron la herida. Esta parte es más difusa que la anterior, como si ya no tuviera importancia. La herida cicatrizó. Todavía se ve.
No fue tanto el daño que sufrí en ese momento como el que vino después, el que todavía sufro a veces, cuando sin proponérmelo vuelvo a pensar en la escena y me veo acercando el ojo izquierdo, lentamente, silbando alguna canción de los Beatles, a un ventilador invisible.