Marte: cuarto planeta.
Mamarte: emborracharte mirando el cielo estrellado.
Categoría: Crítico de palabras
Cuando se estaban inventando las palabras, lo peor que podía pasar era que a una le tocara ir a la Comisión de Palabras Difíciles. La dirigía un sádico al que le encantaba ver a la gente anudarse la lengua, escupir, atragantarse, todo en sucesión rápida entre el comienzo y el final de una palabra. Por ejemplo, era el creador de abstracto. Se decía orgulloso de la creación del grupo bstr, el muy jodido.
La primera versión que se consideró de la palabra que nos ocupa fue amidala, grave, sencillita a pesar de las cuatro sílabas. Pero ya por entonces se rumoreaba que George Lucas le iba a poner ese nombre a un personaje de Star Wars, y no era cuestión de permitir que la Comisión fuera comparada con un fenómeno de masas. Lo primero que pensó el sádico director fue hacerla esdrújula: amídala. Le gustaban las esdrújulas, las consideraba un buen paso hacia lo que para él era una palabra lograda.
Aun así, amídala tenía algo insatisfactorio. Los músculos no dolían después de pronunciarla. Había que ponerle algo, preferíblemente en el punto más débil, entre la i acentuada y la d.
La salida fácil era acudir a viejos trucos, como intercalar una c o una p: amícdala; amípdala. Pero ya había tantas palabras de esas que la gente ni siquiera se escandalizaba cuando alguien las pronunciaba mal. Había (en la mente del sádico director) que buscar algo distinto. Pensó en amíbdala, incluso amíbsdala; en amírfdala; en amíxdala. Todas tenían algo satisfactorio, pero a la vez de trillado. Los hablantes iban desarrollando la habilidad de vérselas con cosas de ese tipo.
Fue entonces que se le ocurrió la brillante (en sus térrminos) idea de la g. Amígdala. ¡Qué combinación exquisita! Entre esa g y esa d, la lengua, recién salida del salto de la i, se acalambraba de la garganta a los dientes, de una manera original e insuperable.
Satisfecho y con las felicitaciones del equipo que lo acompañaba, el director de la Comisión de Palabras Difíciles volcó su atención al resto de la anatomía humana.
Hoy abordaremos la clásica confusión entre dos verbos que no podrían ser más diferentes: coser y cocer.
Coser, como sabemos, equivale a coexistir. Co-ser es ser con otro u otra, con otros u otras. Basta con entender esto para aprender a conjugarlo como corresponde; nada de yo *cosí, tú *cosiste, el *cosió. ¡Horrores! Lo correcto, indubitablemente(1) es yo cofuí, tu cofuiste, el cofué.
En cambio, cocer es matar a coces. ¡Todo lo contrario de la coexistencia! Con respecto a la conjugación, un caballo parlante y proclive a la metáfora podría decir “A ese energúmeno lo cocí a fuego lento”.
(1) Bella palabra, indubitablemente.
Qué porquería de palabra. Qué asco. Como un caracol vivo en medio de la ensalada.
Los labios se fruncen, la lengua se encoge, y no pasa nada. No suena un beso, no se tocan los dientes. Hay que decirla en voz alta sintiendo los músculos de la boca para descubrir la frustración que se esconde en esta palabra.
Aguantar. ¿Echar agua? ¿Quitar o poner un guante? El origen apunta a la segunda, pero el baldazo de agua fría es lo que más se siente.
Dice la Real Academia, en uno de sus arrebatos cómicos: “6. tr. Taurom. Dicho de un diestro: Adelantar el pie izquierdo, en la suerte de matar, para citar al toro conservando esta postura hasta dar la estocada, y resistiendo cuanto le es posible la embestida, de la cual se libra con el movimiento de la muleta y del cuerpo”.
Dice la hinchada: apoyar a un equipo de fútbol, a una banda de rock, no importa lo que haga, de manera acrítica, aun sabiendo que se cae en lo más bajo de la escala (de cualquier escala que venga al caso), porque es lo que hay que hacer, porque es la única manera de demostrar algún valor, algún coraje, porque es el camino para alcanzar la pertenencia a algo, no importa a qué.
Aguantame: esperame sin salpicar, sin tirarme un guante.
Me aguanto: acepto maltrato, hambre, políticas dañinas.
En palabras de la Real Academia, “en la suerte de matar”.
Basta, se acabó. No hay que aguantar nada. Y si hay que aguantar algo, por lo menos que sea con otra palabra.
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).
1. Rodondendro y edredón son dos palabras tan afines que deberían nombrar cosas semejantes. Parecen parte de un idioma diferente, sonoro, estentóreo (“¡Rodondendro y edredón! ¿Dónde, dónde? ¡En derredor!”). Sin embargo, no solo sus significados son divergentes: también las asociaciones que me despiertan, esas que probablemente vienen de cuando era chico y todavía andaba adivinando qué era qué. Edredón siempre me sonó a química, a efedrina. Rododendro, en cambio, podría ser un roedor exótico, un animal de largos dientes que hace agujeros en el desierto de un libro ilustrado de la década del 60.
2. Tengo una relación pésima con la palabra peyorativo. Se me mezcla con epopeya. Me pasa que quiero decir que algo es peyorativo, y la palabra no me sale, y lucho pero no hay caso, me viene a la cabeza la palabra epopeya, que se le parece tanto en la rareza, y la cosa no cierra. Epopeya es un tapón, un corcho que me impide ver más allá y me obliga a renunciar a la frase, a veces a la conversación entera.
—Lo dijo en sentido epopeya.
—¡Pero eso es muy epopeya!
Ya sé que no es culpa de peyorativo, sino de mi cerebro. Pero que nadie diga que se trata de una palabra amable con las personas.
3. Cuando era chico creía que las almendras eran las redondas, y las avellanas las alargadas. La confusión duró mucho tiempo. Aún hoy, cuando miro almendras, tengo que pensarlo dos veces para no decir avellanas.
También de chico recibí en clase de inglés una lista de pares de palabras opuestas. Entre ellas, black y white. Mirando los dibujos me daba cuenta de que eran negro y blanco, pero no en qué orden. Por similitud, deduje que black debía ser blanco (las dos empiezan con “bla”, ¿no es cierto?). Me enteré del error al día siguiente, pero tardé años en terminar de creerlo.
Las cosas no deberían venir en pares. El cerebro es demasiado complejo para ocuparse con eficiencia de algo así.
“Lost in Grey Matter”, por Malo Tocquer (claramente inspirado en Escher).
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).
Si quisiera conminar no me saldría.
La impresión que tengo es que cada palabra requiere un músculo. Y ejercitar el idioma es como llevar a cabo esas acciones complicadas en las que ni tenemos que pensar: reírnos de un sarcasmo, bajar una escalera caracol, lavar los platos con dolor de espalda. Montones de músculos en acción, y nosotros como si nada.
De vez en cuando tropezamos con algo que requiere un esfuerzo especial, y entonces, por ejemplo, se nos ocurre preestablecer, o conmiserarnos, y hasta contextualizar. Son músculos pequeños, indetectables, que se ponen en marcha tras varias protestas, pero al menos existen, están ahí a la espera de que una señal lo bastante intensa los despierte.
En cambio, conminar… No creo tener un músculo para eso.
Dibujo perteneciente a De humani corporis fabrica libri septem, de Andreas Vesalius, publicado en 1943. Wellcome Collection, bajo licencia CC BY 4.0.
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).
La palabra perplejo se pega a la lengua como chicle. Con “perple” nos enroscamos, nos enredamos, nos tropezamos, y no alcanza el escupitajo final de ese “jo” para liberarnos.
Así y todo, es una palabra bellísima, a los ojos, al oído, al tacto.
¿Y el significado? Si apareciera en un idioma que conocemos poco, jamás lo deduciríamos del contexto. En nuestro propio idioma es como una isla, un fragmento separado del resto, donde no encontramos raíces ni asociaciones. (No digo en latín. Digo en nuestro idioma. No sé latín. Muchos no sabemos latín.)
Ese carácter de isla queda acentuado por la falta de palabras derivadas. Sólo hay un sustantivo, encima feúcho: perplejidad. Si al menos fuera perplejía, o perplejancia: suenan mejor, traen otra ideas. O si también hubiera un verbo: perplejar, perplejarse. ¿De qué otra manera se describe la transición del no-perplejo al perplejo? “Quedé perplejo”, se lee por ahí, como si fuera un salto cuántico, algo que no se puede dividir. ¿De qué manera quedé perplejo? ¿Qué ocurrió durante el proceso? “Fue entonces que me empecé a perplejar”.
Palabra isla, palabra paria. Maltratada. Al definirla, el Diccionario de la Real Academia da muestras de una torpeza insuperable: “1. adj. Dudoso, incierto, irresoluto, confuso”. ¡Parece que se refiriera a una cosa! “Era un asunto perplejo”. “Me hizo una propuesta perpleja”.
Perplejos, nos alejamos (como decían Les Luthiers) “sin comprender de qué se ríe”.
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).
A pesar de la apariencia, confín y sinfín no son opuestos.
Con su carga de final a cuestas, los confines también pueden ser eternos.
Para Liliana Bodoc (1958-2018). Negativo de un fragmento de mapa dibujado por Gonzalo Kenny.
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).
Tres palabras terribles andan sueltas por el idioma: grave, crónico, obtuso. ¿Quién no se tropezó con alguna de ellas, o con todas, una noche oscura, en el callejón más remoto de un texto? ¿Quién no las teme cuando andan a sus anchas, sembrando miedo, incertidumbre y dudas? Grave, crónico, obtuso… Si al menos tuvieran su contraparte. Pero no, solo se les opone una palabra breve, tierna, desprotegida:
¿Qué es lo opuesto de grave? Agudo.
¿Qué es lo opuesto de crónico? Agudo.
¿Qué es lo opuesto de obtuso? ¡Agudo!
Hay quienes ven signos de derrota.
Peor todavía, a veces las fuerzas del mal logran confundir a la pobre agudo, que se les une sin darse cuenta. “Los agudos problemas de la economía”, por ejemplo, son semejantes a “los graves problemas de la economía”.
Con tanto desgaste, agudo va a quedar roma.
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).
¿A quién se le ocurre nombrar algo blando, ágil, expresivo, con una palabra ladrillo? Pensemos: baja y vuelve a subir antes de que nos demos cuenta, se mueve ajeno a nuestro control, es parte de lo mejor de nuestros gestos, y nosotros vamos y lo llamamos “pár-pa-do”. Lo dicho: palabra ladrillo.
Un párpado, de solo escucharlo, es más pesado que una pared. Más lento que un Partenón (que al menos no es esdrújulo). Más desmoralizador que un páramo. Es como párrafo paródico, parafernalia parásita, pariente parloteador.
A veces dan ganas de empezar todo de nuevo.
“Se me cierran los pár” ya se entiende. ¿Por qué tenemos que seguir con un “pa”, y encima, después, cuando ya está todo dicho y queremos volver a casa, un “dos”? La redundancia misma: “par” es más que uno; “dos” es otra vez uno más uno. ¿No alcanzaría “pa”, por ejemplo? “¡Se me cierran los pa!”.
Debemos hacer algo al respecto. ¿Está de moda salir al mundo? Pues vayamos al mundo a buscar otras opciones. Sin pasar por los idiomas que más o menos conocemos, llegamos rápidamente al checo: oční víčko (suena como “ochni vichko”). Duele. El holandés ooglid no suena lindo, pero al menos arranca con esos dos ojitos. Algo es algo. El georgiano es tierno, a la manera de un payaso justo antes de ponerse sádico: kututos. Promete más el maorí: uira, pero no lo encuentro pronunciado y quién sabe qué sorpresas encierra. El ruso no está tan mal: veko. Suena a “vieko”, con la o final chiquita, ya medio dormida.
Más cerca, el quechua trae chipchi. Nada mal para esos parpadeos de cuando nos estamos matando de la risa. No encuentro párpado en mapuche (mapudungun), pero parece que parpadear se dice neminemitun. Con una palabra así no se puede parpadear más de una vez por minuto, con suerte.
Inesperadamente, se lleva las palmas el danés: øjenlåg. Ya sé, se ve tremendo, pero hay que escuchar el sonido, rápido y tierno a la vez.
Manos a la obra, amigos. Si nosotros no mejoramos el idioma, el idioma nos va a mejorar a noso… Oh, caramba, algo no está saliendo como esperaba.
Por Eduardo Abel Gimenez. Publicado en Ximenez (ximenez2.blogspot.com).