Categoría: De la cabeza

De la cabeza (extra): Cartoon de Chris Madden

El tema de la semana entre el 18 y el 24 de diciembre pasado fue “De la cabeza. Hábitos, percepción, pensamiento: las arbitrariedades de la mente“. El quinto post fue “El idioma y el pensamiento“, sobre el debate de si el lenguaje determina el pensamiento o no (por decirlo en forma demasiado simple).

Mientras preparaba el post y buscaba con qué ilustrarlo, encontré el cartoon de Chris Madden que está acá abajo, más que apropiado para el tema y el enfoque que yo le daba. Madden ofrece sus cartoons en venta, como corresponde, pero no a través de un sistema automático. Para empezar, hace un listado de usos posibles, para los que habrá precios diferenciados (a los estudiantes se los da gratis): no profesionales, profesionales, en un Power Point, en la web, impresos, con fines educativos o comerciales, y así. Una vez elegida la categoría, uno le escribe un mail para preguntarle las condiciones.

Me dije: ¿por qué no? ¿Por qué no dar un paso más en esta vida loca y consultarlo? ¿Y si resulta que puedo pagar una ilustración, alguna vez, para este blog? En particular, estaba escribiendo sobre nuestras formas de pensar, y parecía oportuno ensayar algo distinto. Lo hice entonces (para la categoría “sitios web comerciales”, con la aclaración de que mi blog es personal y no tiene avisos).

Al principio no hubo respuesta. Terminé el post con otra ilustración, lo publiqué y listo. Unos días más tarde me llegó mail de Chris. Pedía disculpas por la demora (¡vacaciones de Navidad!). Esperaba no llegar demasiado tarde. Y me daba permiso para reproducir el cartoon gratis, por la demora y por ser Navidad.

Así que acá está, con permiso del autor. ¡Thank you, Chris!

“Entiendo que está de acuerdo con que no puede haber pensamiento significativo sin la existencia del lenguaje”.

De la cabeza: Atención

Somos tan fáciles de engañar. Se nos escapan tantas cosas. Por suerte, no siempre importa, y no siempre nos damos cuenta. Por algo somos así; la evolución nos trajo a este punto, de manera que nuestros problemas de atención no deben ser tan mortales. ¿O me olvido de algo?

En esta serie de videos se ve la pobreza de nuestras capacidades, con una claridad mayor que la de una larga explicación por escrito. La idea es ver cada uno antes de seguir leyendo.

El primer video circuló bastante hace unos años. A quien ya lo conoce le pido que lo mire de nuevo para entrar en tema. (Tiene subtítulos en castellano: click en configuración (el engranaje de abajo a la derecha), subtítulos, español.)

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=vJG698U2Mvo?rel=0]

Tras verlo por primera vez, hace unos años, no podía creer lo del gorila. Ahora que recordaba el efecto, no pude dejar de verlo. Eso sí: fui incapaz de contar los pases de la pelota, porque estaba pendiente de la entrada del gorila.

El segundo video es una nueva versión de lo mismo, aunque no exactamente. Créanme: vale la pena verlo después del anterior. (Este no tiene subtítulos, salvo los generados automáticamente; se entienden, a pesar de los errores.)

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=IGQmdoK_ZfY?rel=0]

Por supuesto, los autores de estos videos consiguieron agarrarme otra vez. Vi el gorila, ¡cómo no verlo! Pero me perdí lo de la cortina y la salida de una jugadora de negro.

Los trucos de magia se basan en esto mismo. Podemos fijarnos en una mano del mago, pero ignoramos lo que hace la otra. Hasta nos dejamos engañar por una mano sola, como nos mostró el asombroso René Lavand con el clásico “No se puede hacer más lento”:

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=728q0SZ_aaQ?rel=0]

Por último, esta charla Ted de ocho minutos y pico es un compendio de las limitaciones de nuestra atención, momentos incómodos incluidos. Ocho minutos y pico es un montón de tiempo, pero los vale. (Tiene buenos subtítulos en castellano.)

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=GZGY0wPAnus?rel=0]

La actuación de Apollo Robbins es abrumadora (por lo buena). Pero tal vez lo más abrumador, en estos tiempos, sea esa pregunta del final: “Si pudieran controlar la atención de alguien, ¿qué harían con ella?”.

De la cabeza: Mirar caras

Mirar una cara al revés no es igual que mirarla al derecho. La enorme capacidad que tenemos para reconocer caras, incluso donde no las hay, se especializa en caras con los ojos arriba y la boca abajo.

Igual, se puede creer que este soy yo dado vuelta, ¿no?

La foto que me tomé a mí mismo hace un año, al derecho, se ve así:

Quienes me conocen bien podrán descubrir cosas tal vez no tan evidentes en la versión dada vuelta. Todavía no me había cortado el pelo. La papada se destaca especialmente. No pude evitar la mirada vacía, de pensar en otra cosa, propia de las selfies.
 
Lo que no todos sospechan es que somos tan pero tan malos mirando caras al revés que no nos damos cuenta de alteraciones tremendas que le hice a la foto de arriba. Si la mirás de nuevo, ¿te das cuenta de qué está mal?
 
Para esconder un poco más la respuesta, va esta obra del mexicano Octavio Ocampo, pintor que nos hizo ver caras de mil maneras donde no había ninguna. Se llama “Familia de aves”. Aunque no sean las aves lo primero que nos salta a la vista.

Por fin, esta es la foto de arriba de todo, girada ciento ochenta grados. ¿Ahora sí notás algo raro?

De la cabeza: El idioma y el pensamiento

De vez en cuando vuelve a aflorar una hipótesis: que el idioma que usamos determina la forma en que pensamos. Por ejemplo, un artículo de Ideas Ted se entusiasma con varios ejemplos divertidos:

  • Ciertos aborígenes australianos no hablan de derecha, izquierda, adelante o atrás sino de norte, sur, este y oeste. No estás a mi derecha, sino al oeste de mí. Esa gente está habitualmente mejor orientada que nosotros.
  • El castellano duda más en atribuir culpas que el inglés. Si para nosotros el florero “se rompió”, para un angloparlante alguien tuvo que romperlo; jamás un florero se puede romper a sí mismo. Por lo tanto, se supone que somos menos proclives a asignar culpas que ellos.
  • En hebreo todo tiene género lingüístico, mientras que en finlandés nada lo tiene. Parece que los chicos que hablan hebreo conocen su propio género un año antes que los que hablan finlandés.

También se discute la percepción del color en relación con las palabras de un idioma: quienes no diferencian el azul claro del azul oscuro, quienes no tienen una palabra para designar el verde, etc., y la relación de eso con el pensamiento. (En Wikipedia hay un gran artículo al respecto, con los distintos puntos de vista.)

Pero la hipótesis de que el lenguaje determina el pensamiento (conocida como hipótesis de Sapir-Whorf) está bastante desacreditada, al menos en cualquier versión significativa. Por una parte, la experiencia, la cultura, el ambiente, son las cosas que determinan el lenguaje. Que el lenguaje luego refuerce pensamientos es otra cosa: todos lo vivimos día a día.

Por otra parte, hay que ver por qué pensamos más o menos igual en cosas centrales aunque los idiomas las traten de otro modo. No vi artículos que digan que nuestra distinción entre “ser” y “estar” nos convierta en bichos raros para quienes hablan idiomas (todos o casi todos) donde esa distinción no existe. (Hay un lindo artículo sobre esto del ser y el estar, en castellano, en Untrans.eu. Trata bien la cuestión aunque no se expide. A mí me cuesta menos tomar partido porque soy mucho más ignorante.)

En el sitio de la Linguistic Society of America hay un artículo clarísimo sobre la materia (clarísimo, quiero decir, para quienes leen inglés): “¿Influye el idioma que hablo en mi forma de pensar?”.  Termina así: “¿Entonces, aprender otro idioma no va a cambiar cómo pienso? No mucho, pero si el nuevo idioma es muy diferente del tuyo puede hacerte descubrir cosas sobre otra cultura y otra forma de vivir”.

Diagrama del cerebro, obra de un miniaturista anónimo, hacia el año 1300.
(Primero pensé en otra ilustración, pero tardó en llegar. Acá está el relato.)

De la cabeza: Al papel

Dejamos las enciclopedias en papel, viejas, pesadas, por información online.

Dejamos el diario en papel, el único diario que solíamos comprar, por la multiplicidad de diarios en la web.

Nos comunicamos por escrito como nunca antes, con todo el mundo, día a día, usando medios electrónicos.

Todo para mejor, por más quejas que tengamos sobre una cosa u otra.

Pero la literatura ni hablar. Seguimos leyendo literatura en papel.

Hay una distancia cada vez mayor entre cómo trabajamos (algunos), cómo escribimos, cómo nos enteramos de cosas, y cómo leemos novelas o cuentos.

Mi biblioteca empieza a un metro de mi computadora, pero lo mismo podría estar en un universo paralelo.

Tengo otra biblioteca, claro: la de mi Kindle, la de los muchos libros que llevo leídos en ese aparato maravilloso desde hace seis o siete años. Pero por alguna razón la biblioteca del Kindle no parece tan seria, o tan auténtica, como la original.

Es distinto de lo que pasa con la música. Conservo con amor mis viejos vinilos, tengo instalado el equipo necesario para reproducirlos. Pero en general no me tienta usarlos. En la vida diaria, de forma natural, prefiero Spotify.

Por supuesto, hace quince años que no agarro un CD.

Ni loco veo un DVD, menos un VHS. El viejo televisor está apagado desde hace tanto que no sé si todavía funciona.

¿Por qué los libros en papel, entonces? La belleza del objeto y el hábito de usarlo son parte de la explicación, pero no alcanzan. Me parece que otra parte, la que marca la diferencia, es que el libro en papel no requiere aparato de reproducción. Funciona solo. Tampoco se queda sin pilas, ni deja de ser compatible con nada (salvo los cambios de ideas).

En un sentido, es una pena que las cosas sean así. El mundo digital nos deja elegir entre muchas más cosas, más barato. No desperdicia recursos. Es más igualitario. No pesa en la mochila ni es difícil de mudar.

Por ahora, esa ola está en retirada. Lo sugieren las estadísticas (bajan las ventas de libros electrónicos en el mundo), y lo confirman el ruido de la hoja al pasar, el gradiente de sombras en el papel curvado, las notas al margen de quien me prestó este ejemplar, mi acurrucamiento feliz mientras avanza el capítulo en este ángulo de la cama.

(Imposible rastrear el origen de la imagen que usé para esta composición, los libros que van al (o vienen del) dispositivo electrónico. Está en muchos lados.)

De la cabeza: Economía irracional

Escena 1:
—¿Cuánto sale esa radio?
—Trescientos pesos. Pero en la otra sucursal la tienen en oferta, a doscientos.
—¿Dónde queda la otra sucursal?
—Acá a veinte cuadras.
—¿Veinte cuadras por cien pesos? ¡Voy corriendo!

Escena 2:
—¿Cuánto sale ese televisor?
—Veinte mil pesos. Pero en la otra sucursal lo tienen en oferta, a diecinueve mil novecientos.
—¿Dónde queda la otra sucursal?
—Acá a veinte cuadras.
—¿Veinte cuadras por cien pesos? ¡No vale la pena!

¿Qué cambió entre las dos escenas? En ambas podía ahorrar cien pesos con el mismo trabajo. En la primera, la oferta me encantó. En la segunda, la rechacé de inmediato.

La diferencia es mi percepción del beneficio. En vez de considerar el valor absoluto, yo (como la mayoría de la gente) tiendo a ver el valor relativo: cuánto puedo ganar en relación al gasto total. Si estoy gastando veinte mil pesos, cien pesos no me importan. Es más, por ahí me siento un poco insultado ante la oferta. Pero si esos cien pesos significan un tercio de descuento, me parece mágico, al borde de lo increíble.

Richard Thaler, premio Nobel de economía 2017, describió este comportamiento en 1983, en un paper titulado “Transaction Utility Theory”. La gracia es que va en contra de la teoría económica clásica, que presume actores perfectamente racionales. Cuando resulta que de racionales, en realidad, tenemos poco.

Thaler dio otros ejemplos en el mismo artículo (que en su mayor parte es bastante legible). Para valorarlos hay que meterse en las situaciones, “sentir” como los protagonistas; en otras palabras, no verlas de afuera, racionalmente, sino de adentro, con las tripas. Acá va uno:

Estás en una playa, al sol, muerto de sed. Cuánto te gustaría tomar una cerveza. Un amigo dice que va a comprar a un lugar cercano donde venden. Piensa que puede ser cara, pero no sabe cuánto. Te pregunta hasta qué precio pagarías por la cerveza. La situación tiene dos variantes:

a) El lugar donde venden es el bar de un hotel de lujo.
b) El lugar es un kiosquito de mala muerte.

La pregunta es: ¿dirías una misma cifra para ambos lugares? ¿O te convencería pagar más en el hotel de lujo que en el kiosquito?

No sé si la economía es, como insisten, una ciencia. Pero la economía que toma en cuenta el lado psicológico, a veces irracional, de las personas es más interesante. Eso sí, mi sensación es que siempre vamos a terminar estafados.

Foto por Ken Teegardin (modificada), publicada en Wikimedia Commons bajo una licencia  Creative Commons Attribution-Share Alike 2.0 Generic, por lo que esta variante aparece acá bajo la misma licencia.

De la cabeza: Agradable imitación del trabajo

La fotografía ocupa un lugar cada vez más central en la vida. En 1977, cuando la típica situación de sacar la cámara y disparar era en medio de las vacaciones, Susan Sontag pudo decir esto: “Usar una cámara calma la ansiedad que los orientados al trabajo sienten por no trabajar cuando están de vacaciones y lo que se espera es que se diviertan. Tienen algo que hacer, como una agradable imitación del trabajo: sacan fotos” (citado de On Photography por la revista New Republic).

La fotografía digital cambió las cosas: ahora fue posible sacar fotos todo el tiempo, sin gastar plata en rollos ni revelados. Los celulares con cámara avanzaron todavía más. En 2013, Randall Munroe reflejó una realidad distinta en su webcomic xkcd:

(Arriba: “Porcentaje de la población de Estados Unidos llevando cámaras a todas partes, en cada momento de su vida”. Abajo: “En los últimos años, con muy poca fanfarria, hemos resuelto las cuestiones de los platos voladores, los monstruos lacustres, los fantasmas y Bigfoot”.)

También en 2013, la “palabra del año” de los Oxford Dictionaries fue selfie. El gesto antes incómodo, a veces hasta mal visto, de estirar el brazo y sacarse un autorretrato se había convertido en una agradabilísima imitación del trabajo.

Mientras tanto, Facebook, donde nos gusta hacer creer que estamos siempre de vacaciones, nos fue enseñando que nada existe si no se lo fotografía. ¿Qué diría Susan Sontag? ¿Pensaría en otra palabra para sustituir “agradable”?

De la cabeza: El efecto amnesia

Imaginemos que sé un montón sobre jardinería, o navegación, o terapias cognitivas, o inteligencia artificial. Abro el diario y encuentro un artículo sobre ese tema que conozco de pies a cabeza. Por supuesto, el artículo está lleno de errores. El tipo que lo escribió no tiene idea de lo que dice, no está al día, ignora lo más elemental. Me escandalizo: ¿cómo puede ser que publiquen una cosa así?

Doy vuelta la página. El artículo siguiente habla de los manejos políticos en Camboya, o un nuevo fósil de dinosaurio, o el arte callejero en Stuttgart. Enseguida me admiro de la investigación tan seria que hizo el periodista. Cuánto sabe. Qué suerte que lo comparte conmigo. Y, por supuesto, le creo absolutamente todo.

Esto es lo que Michael Crichton llama “Efecto Amnesia de Murray Gell-Mann”. Dice Crichton: “Los medios tienen una credibilidad totalmente inmerecida. (…) En la vida diaria, si alguien exagera o miente continuamente, pronto descartamos lo que dice. (…) Pero cuando se trata de los medios, creemos contra toda evidencia que vale la pena leer otras secciones. Cuando, de hecho, es casi seguro que no. La única explicación posible para este comportamiento es la amnesia”.

(Link al texto de Michael Crichton, donde además explica por qué le puso “Murray Gell-Mann” al fenómeno y habla de cómo “las calles mojadas causan la lluvia”.)

George W. Bush y un hermoso título.
Imposible descubrir el origen de la foto, que está reproducida en muchos sitios.