Están haciendo una zanja a lo largo de Vidal para poner unos caños de plástico negro que no tengo idea de qué llevarán en el futuro. La zanja va por la mitad de la vereda. Avanzan a razón de una cuadra por semana, excepto en temporada de lluvia o cuando la Cofradía de Creadores de Zanjas convoca a un retiro espiritual.
La gracia está cuando viene alguien caminando en dirección opuesta, y tenemos que ponernos de acuerdo sobre cuál de los dos salta al otro lado de la zanja. Ahora salto yo y al mismo tiempo salta el otro, entonces doy un paso al frente y el otro vuelve a saltar hacia el otro lado. Pero al próximo encuentro decido no saltar y el otro decide lo mismo, y luego, preocupados, saltamos al mismo tiempo dos veces, una hacia allá y otra de nuevo hacia acá. Y así hasta golpearnos la nariz mutuamente.
En una esquina hay un policía que toca el silbato. Cada vez que toca, todos los peatones tenemos que saltar al otro lado de la zanja. También la vieja que camina con la espalda encorvada. En la primera etapa sólo se trata de saltar como uno quiera, pero después hay que empezar a hacerlo con los dos pies juntos, o sin pisar las líneas que hay entre baldosas, o con los ojos cerrados. El que no salta, o el que se cae, recibe una mirada horrible de quien resulta ser jefe del policía que toca silbato, un hombre de negro, con sombrero, medio oculto tras un árbol.
En la vereda del autoservicio han puesto varios cajones vacíos, a la manera de una pista de slalom. Sólo puede pasar una persona por vez, condición que hace cumplir celosamente una bella coreana que habla con voz muy aguda y mucho acento. Hay que tener una coordinación a toda prueba para no caer en la zanja o tropezar con un cajón, sobre todo mientras uno estudia los ojos de la coreana esperando un momento infinitamente breve de contacto visual.
Por su parte, el perrito blanco mueve la cola.
(De la Mágica Web, 19/5/2005.)