Mi escritorio está a dos metros de la puerta de entrada. Al otro lado de la puerta hay un palier privado, mínimo, que da al ascensor. Por ahí no hay escalera. Oigo que el ascensor para en mi piso, se abre una puerta, se abre la otra y siguen varios segundos de silencio. Si no es mi hijo, la única persona que puede parar con el ascensor en mi piso es la portera, cuando viene a pasar una factura o un papel de la administración bajo la puerta. Mi hijo está en su pieza. La portera no se demora segundos largos.
Alguien trata de meter una llave en la cerradura. No puede. Otros segundos de vacío. Después, las puertas del ascensor se vuelven a cerrar y el ascensor se va para abajo.
No tarda mucho en volver. Lo mismo de antes: puertas que se abren, silencio. Esta vez me levanto y voy a mi puerta. Pregunto quién es, sin abrir.
—Perdón —dice una voz del otro lado—, no encuentro mi casa.
La mirilla me alcanza para ver que es una mujer de muchos años, pero no para reconocerla. Abro. Es la del quinto C. La saludo.
—Tiene que tomar el otro ascensor —le digo, como si ella no viviera acá desde que se inauguró el edificio, hace casi cincuenta años.
—No sé, tomé este —contesta—. Estoy confundida.
La del quinto C es baja, tranquila, habla suave, se mueve con precaución y dificultad. No se sobresalta cuando empieza a sonar la alarma del ascensor: su reflejo es empezar a irse de nuevo.
—Puede venir por acá —le digo—. Pasando mi cocina está el pasillo que va a su casa.
—Ah, bueno —dice, y se pone a cerrar las puertas del ascensor—. Gracias.
La dejo pasar, la guío a través de la cocina y el lavadero, abro la otra puerta y le muestro el paraíso del lado de atrás: el pasillo con la puerta del B, la escalera, el segundo ascensor y, justo frente a nosotros, la puerta del C.
—Ahí está su casa.
Me agradece otra vez y recorre el pasillo despacio, dudando. Espero a que meta la llave en la cerradura y, por fin, la cerradura se la acepte.
Pasa un día. Estoy otra vez en mi escritorio, y el ascensor se vuelve a parar en mi piso. El silencio es más largo que el de ayer. Me levanto y abro la puerta antes de que la del quinto C se vaya.
—Estoy confudida Acá no es mi casa, ¿no?
—No. Tiene que tomar el otro ascensor.
—¿El otro ascensor?
Hace falta una estrategia diferente.
—La acompaño —digo—. Vamos a la planta baja y le muestro dónde está el otro ascensor, así puede ir a su casa.
—Gracias.
Mientras bajamos, se oye el ruido de los albañiles que trabajan remodelando la entrada del edificio. Algo se me ilumina en las telarañas de la cabeza: la planta baja del edificio está irreconocible; sacaron el piso, los revestimientos de las paredes, pusieron cosas en el techo. Hasta cuesta caminar, porque hay partes del piso con baldosas recién puestas. ¿Cómo no se va a confundir la del quinto C?
Salimos del ascensor. Los albañiles saludan amables y siguen en lo suyo. Guío a la mujer por el pasillo largo que lleva al ascensor de atrás, que no es visible hasta un paso antes de llegar. Se sorprende al verlo, la del quinto C.
—¿Este es el ascensor que tengo que tomar?
—Sí. La acompaño hasta arriba.
Lo llamamos. Viene. Subimos de nuevo al quinto piso. Cuando abro las puertas y la dejo pasar, la señora del quinto C da pasos cortos, con la llave en la mano, dudando. Señala la puerta de su propio departamento.
—¿Esta es mi casa?
—Sí, sí. Abra la puerta y ya está, ya llega.
—Tengo una confusión…
Otra vez, espero a que entre. Luego me meto en mi propia casa, por la puerta del lavadero, todavía seguro de dónde estoy, aterrado.