Los prosélitos lo llamaban Mahasamatman y decían que era un dios. Sin embargo, optó por dejar de lado el Maha- y el -atman y llamarse Sam. Nunca dijo ser un dios. Pero nunca negó ser un dios. Dadas las circunstancias, admitir cualquiera de las dos cosas no hubiera traído ningún beneficio. Sí, en cambio, lo traía el silencio. Lo envolvía, pues, un aura de misterio.
Fue en la estación de las lluvias…
Fue en la época en que arrecian las aguas…
Fue en la temporada de las lluvias cuando las oraciones de los monjes se elevaron,
no mediante la pulsación de nudosas cuerdas o la rotación de las ruedas, sino mediante la gran máquina de orar del monasterio de Ratri, diosa de la Noche.
Las plegarias de alta frecuencia penetraron y sobrepasaron la atmósfera hasta internarse en esa nube dorada llamada el Puente de los Dioses, que ciñe el mundo entero, y sólo se ve por las noches como un arco iris de bronce: el sitio donde el sol cambia de rojo a naranja al mediodía.
Algunos monjes no creían que esta técnica oratoria fuera muy ortodoxa, pero el constructor y operador de la máquina era Yama-Dharma, caído de la Ciudad Celestial, quien, según se decía, hacía siglos había construido el carro de trueno del Señor Shiva, ese artefacto que volaba por el cielo vomitando estelas de llamas.
Aunque estaba en desgracia, Yama aún era juzgado el más poderoso de los artífices, si bien era indudable que los Dioses de la Ciudad lo condenarían a la muerte verdadera si se enteraban de la existencia de la máquina de orar. Por otra parte, era indudable que los Dioses de la Ciudad lo condenarían igualmente a la muerte verdadera sin la excusa de la máquina de orar, en el caso de que llegaran a apoderarse de él. A Yama, en última instancia, le incumbía arreglar ese asunto con los Señores del Karma, pero nadie dudaba de que llegada la hora encontraría una salida. Tenía la mitad de años que la Ciudad Celestial, y no pasaban de diez los dioses que recordaban la fundación de esa morada. Se sabía que Yama conocía las modalidades del Fuego Universal aún mejor que el Señor Kubera. Pero estos eran Atributos menores.
Se lo conocía sobre todo por otra cosa, aunque pocos hombres la mencionaban. Alto pero no en exceso, corpulento pero no pesado, se movía con lentitud y fluidez. Vestía de rojo y hablaba poco.
Atendía la máquina de orar, mientras el gigantesco loto metálico que había erigido en la cima del techo del monasterio daba vueltas y vueltas.
Un leve aguacero bañaba el edificio, el loto y la jungla al pie de las montañas. Hacía seis días que emitía kilovatios de plegarias, pero la estática impedía que lo escucharan en Las Alturas. Ya sin aliento, llamó a las deidades más notables de la fertilidad eléctrica, invocándolas por sus Atributos más prominentes.
El rumor del trueno fue la única respuesta, y el pequeño mono que lo ayudaba ahogó una carcajada.
—Tanto tus plegarias como tus maldiciones, oh Señor Yama, alcanzan el mismo resultado —comentó el mono—. Es decir, ninguno.
—¿Y te llevó diecisiete encarnaciones llegar a esa verdad? —dijo Yama—. Ahora entiendo por qué eres todavía un mono.
—De ningún modo —dijo el mono, que se llamaba Tak—. En mi caída, menos
espectacular que la tuya, hubo cierta malicia personal de parte…
—¡Basta! —dijo Yama, volviéndole la espalda.
Tak advirtió que quizás había puesto el dedo en la llaga. En busca de otro tema de conversación, fue a la ventana, se encaramó sobre el vasto antepecho y observó el cielo.
—Hay una hendidura en las nubes, hacia el oeste.
Yama se acercó, miró adonde le indicaban, frunció las cejas y asintió.
—Sí —dijo—. Quédate donde estás y avísame.
Se acercó a una consola de controles.
El loto metálico dejó de girar y enfrentó el retazo de cielo desnudo.
—Muy bien —dijo Yama—. Tenemos algún contacto.
Así empieza El Señor de la Luz (Lord of Light), de Roger Zelazny, traducido por Carlos Gardini. Minotauro, Buenos Aires, 1979.