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El fondo del pozo – 11

El fondo del pozo

11

“Todas las cosas esconden sorpresas. Como los cartuchos de pólvora. Descuídese, y algo le hará explotar su sorpresa en la cara. Confíe en que se le habrá acabado la carga, y volverá a explotar.”
(Consejero, 98:66:49)

—Un.

—Dos.

—Un.

—Dos.

Seis hombres se acercan marcando el paso. Vienen de dos en fondo, los de la izquierda por un escalón y los de la derecha por el de abajo, alternándose en la tarea de numerar los pasos. Cada uno lleva un palo al hombro, como un fusil, y en la punta del palo un atado colgando. Cuando encuentran un obstáculo se detienen sin dejar de mover los pies, saltan en forma sincronizada a otro escalón y siguen avanzando. Tienen la misma ropa descolorida, la barba y el pelo enmarañado de los prisioneros, pero andan con la cabeza alta y gritan su un-dos con entusiasmo, sin mirar a los costados. Nadie los dirige.

—¿Adónde van? —les pregunta un vecino riéndose, mientras pasan frente a nosotros, cinco escalones mas abajo.

No contestan, pero nosotros sabemos que no van a ningún lado. Lo más que podrán conseguir será dar una vuelta completa a la prisión y volver al punto de partida. Por supuesto, no nos preocupamos por avisarles. Lo deben saber. Seguramente son felices así.

También deben ser felices las tres mujeres que están a nuestra derecha, juntando combustible. Llevamos una semana en este rincón de la prisión, siete veranos y siete inviernos, y todo lo que les vimos hacer es levantar las ramitas y las hojas de papel que caen del techo durante el invierno, apilarlas pacientemente, encender su fuego, cuidarlo y alimentarlo mientras dura el calor, defenderlo de las ráfagas frías que anuncian el fin del verano, resignarse a perderlo y echarse a dormir hasta que el ciclo comienza otra vez. Como nosotros, sólo luchan en caso de necesidad, y entonces sacan unas navajas afiladas que no sabemos dónde habrán aprendido a manejar, y nadie consigue acercarse a su fuego.

Nosotros podríamos seguir su ejemplo, tomar posesión de un retazo del suelo áspero de los escalones y buscar algo para mantenernos ocupados. Tocar las flautas, por ejemplo. Podríamos instalarnos sobre las mantas, olvidar el resto de nuestras pertenencias para que algún otro cargue con ellas, tocar las flautas todo el verano y dormir todo el invierno, esperando el momento en que las garras nos elijan como víctimas, o en que alguien lo bastante fuerte nos acuchille para quitarnos los abrigos.

También podríamos levantar nuestra moral como los seis hombres que marcan el paso, inventándonos una pose y un grito de guerra, avanzando entre los otros prisioneros como si fuéramos invencibles. Así iríamos olvidando la prisión, hasta convencernos de que nuestro objetivo no es escapar, sino mantener los hombros erguidos.

Pero no estamos hechos para las cosas fáciles. Dedicamos el tiempo a elaborar teorías sobre los secretos de la prisión, que nunca podremos comprobar. A escribir y reescribir el informe de nuestra exploración, que nadie leerá. A inspeccionar las aberturas del perímetro, para recibir siempre la misma decepción. Y si nos quedamos una semana en este sitio, o alguna vez andamos de acá para allá sin sentido, es por nuestra falta de decisión, porque no tenemos órdenes que cumplir, porque dependemos de nosotros mismos, como nunca antes nos había ocurrido.

Cuando recordamos nuestro trabajo en las oficinas del Centro nos preguntamos cómo pudimos cambiar tanto. Pero no cambiamos nosotros, sino lo que nos rodea. Las diferencias en nuestras actitudes se explican porque antes éramos guiados por nuestros jefes, que a su vez eran guiados por los suyos, y ahora no tenemos a nadie. Dicho de otro modo, vivimos una paradoja: encerrados en una jaula, somos más libres.

—Calibares quiere estirar las piernas —dice Calibares mientras se pone de pie y empieza a dar vueltas alrededor de nuestro campamento.

—Es una buena idea —acepta Gadma, que también se levanta.

Esta vez, hasta Sabrasú está inquieto.

—Tenemos que hacer algo —dice, mientras nos conectamos, y su voz se pierde en el pensamiento compartido.

No discutimos. Es una de las ocasiones en que los pasos a seguir se determinan solos. Aburridos de este rincón junto a las tres mujeres y su fuego, con el informe más completo que nunca y las teorías siempre iguales a sí mismas, nos queda una sola opción. Armamos tres paquetes con nuestras cosas, las cargamos a la espalda y salimos a recorrer el perímetro de la prisión, rumbo a lo que llamamos el Este.

La prisión es un cilindro, y nosotros estamos en el fondo, donde los escalones circulares descienden hasta la fosa central. Mientras subimos hacia el borde la gente todavía está desperezándose y acomodando sus cosas para el nuevo verano de un día. Algunos, como de costumbre, se han congelado durante la noche invernal, o han muerto de miedo tras la aparición de las tres caras. Sus vecinos más próximos se apuran a expropiarles los objetos de valor, y luego los hacen rodar escalones abajo. Esto levanta protestas, porque a nadie le gusta recibir un cadáver sin motivo, y menos si el cadáver está desnudo y no tiene ni siquiera un diente de oro. Pero las protestas son livianas, porque para resolver el problema basta con dar un empujón y pasárselo al que está más abajo. Durante los próximos minutos los cadáveres se irán acumulando en la fosa central, de donde desaparecerán cuando llegue la próxima noche invernal.

Ésta es la mejor hora para caminar, porque el suelo está limpio. Los carceleros se ocupan de lavarlo cada invierno, para que podamos ensuciarlo otra vez. Por el mismo motivo, las corrientes de agua bajan cristalinas de los surtidores, y mucha gente se está bañando. Los que andan en grupos se turnan para cuidar la ropa, y los que están solos procuran no perderla de vista mientras se revuelcan en el agua, pero a esta hora la gente parece olvidada de las luchas y los problemas, y a casi nadie se le ocurre robar.

Durante un rato la costumbre nos permite caminar junto a los cuerpos desnudos sin prestarles atención, pero luego nos tropezamos con un grupo grande, de veinte o treinta prisioneros, que se bañan todos juntos. A su alrededor hay una montaña de ropas y bultos diversos, a los que nadie vigila, pero que tampoco interesan a nadie: mucho mejor es el espectáculo de sus dueños. Hay de los dos sexos, el introvertido y el extrovertido, mezclándose y acariciándose, subiendo y bajando, riéndose uno con el otro, alejándose por un momento y acercándose otra vez para mejorar el contacto. A la luz rojiza de los fuegos más próximos, los elementos extrovertidos se extrovierten cada vez más, y los introvertidos los buscan moviéndose hacia adelante y hacia atrás.

Una especie de descarga eléctrica nos recorre la espalda, y nos miramos entre nosotros con un poco de deseo y otro poco de miedo. Tal vez pudiéramos incorporarnos al grupo sin que nadie se preocupe, pero tenemos dos buenos motivos para no hacerlo: el primero es que tanta extroversión e introversión nos impediría cumplir el objetivo de inspeccionar el perímetro; el segundo, subjetivo y no reconocido, es que no nos atrevemos. Está más de acuerdo con nuestras dudas que nos limitemos a nuestros propios elementos intro y extrovertidos.

Lo que sí nos gustaría es quedarnos a mirar, pero eso tampoco nos lo permitimos. Con disimulo, nos acercamos al grupo y pasamos a su lado avanzando lentamente. Diez o veinte escalones más arriba todavía luchamos por no darnos vuelta y mirar otra vez. La corriente eléctrica nos sigue recorriendo la espalda, y se mueve hacia el vientre.

De pronto, alguien le toca un hombro a Sabrasú. Estamos mejor adiestrados que el día en que llegamos a Guirnalda, y el miedo ya no nos desconecta. Ponemos en práctica las ventajas del pensar juntos, y nos damos vuelta en posición de ataque. Sabrasú ya le ha hecho una zancadilla al que lo tocó, y antes de que llegue al suelo el imprudente tiene a Gadma encima y a Calibares pateándole el costado. Cuando queda inmovilizado contra el borde de un escalón, con la cabeza colgando sobre el de abajo, nos damos cuenta de que es el loco del traje de buzo.

—¿Saben cómo funciona un cerebro eólico? —pregunta, mirándonos a los ojos.

De alguna manera ha sobrevivido, pero se le notan las consecuencias de pasar el invierno sin otra protección que el traje: tiene ataques de tos, le lloran los ojos, y la piel se le ha puesto de un tono morado, llena de pequeñas venas oscuras. Aunque puede ser que una parte de esos defectos se deban a nuestro ataque. Lo soltamos con precaución, y se pone de pie. Se sacude el polvo del traje, se aclara la garganta, nos sonríe, y sin previo aviso empieza a hablar.

—El cerebro eólico —dice— está formado por millones de tubos microscópicos, por los que pasa el viento. Un solo tubo es capaz de muy poco: apenas puede cambiar de posición, y esto según de qué lado reciba el aire. Varios tubos producen una música extraña, y un efecto visual encantador si se los observa por el microscopio. Pero millones de tubos, unidos a una brisa suficiente, entrechocando unos contra otros, formando una estructura tan compleja que casi no hay equivalentes en el universo, construyen pensamientos.

Las últimas palabras las pronuncia a nuestras espaldas, porque decidimos ignorarlo. De todos modos está dispuesto a seguirnos, y quince minutos después, cuando llegamos al escalón superior, donde nace la pared de roca que rodea la prisión, todavía está junto a nosotros.

El último escalón está casi deshabitado y a oscuras, porque es el lugar preferido de las garras para cazar. Calibares enciende la linterna, que todavía conservamos, e ilumina la pared para empezar nuestra inspección. Muchos metros por encima, a una distancia que varía de un verano a otro, la pared desaparece en medio de la neblina fosforescente que casi todo el tiempo es nuestro cielo. Nadie está seguro de lo que hay más allá, aunque a veces se produce un claro en la neblina, y a través del claro se adivinan algunas escenas, siempre nocturnas: bosques colgantes, edificios de oficinas, ríos, autopistas, desiertos, todo suspendido sobre nosotros.

Es imposible escalar la pared y llegar tan arriba, así que el techo no nos resulta demasiado interesante. Además lo podemos observar en otro momento, desde cualquier punto de la prisión. Mucho más nos importa lo que tenemos al alcance de la mano, y con el tiempo nos hemos hecho expertos en la parte inferior de la pared, con sus aberturas, sus imperfecciones y sus misterios, porque sentimos que ese conocimiento nos aproxima al momento en que podamos escapar de aquí.

Ahora estamos junto a una de las aberturas más interesantes. Calibares asoma la linterna y la cabeza a su interior, se asegura de que no haya peligro y entra. Lo seguimos, primero Gadma, luego Sabrasú y finalmente el loco, que continúa hablando.

—Los cerebros eólicos no son artificiales —dice—, pertenecen a unos seres inteligentes que recorren sobre ruedas membranosas ciertos parajes distantes a los que nadie ha dado nombre. Su principal ocupación es la filosofía, ciencia en la que alcanzan niveles inigualables, especialmente cuando sopla el viento norte.

Tras la abertura hay un pasillo con paredes de yeso, que desemboca en la base de un agujero vertical. El agujero está iluminado por tubos fluorescentes en forma de anillo, distribuidos a intervalos de unos cinco metros, y es imposible ver dónde termina: con las cabezas inclinadas hacia atrás, contamos cientos de anillos antes de que se transformen en un solo punto de luz. En otro tiempo solíamos quedarnos días enteros en ese lugar, inspeccionando las paredes en busca de algún sistema oculto que permitiera subir por el agujero. Por supuesto, jamás lo encontramos, y el ascensor no bajaba nunca en nuestra presencia. Ahora quedamos conformes con un vistazo rápido y nos vamos a visitar la siguiente abertura.

Ésta es una puerta de acero, cerrada con candado. La primera vez, forzarlo nos llevó media hora, pero ahora somos más rápidos. Alguien a quien jamás conseguimos ver se encarga de reemplazar los candados que rompemos, y así adquirimos experiencia.

Detrás de la puerta vemos el mismo cuadro de siempre; una habitación con las cuatro paredes cubiertas de estantes, y en los estantes frascos de vidrio con copos de luz azul iguales a los que suelen visitarnos en invierno. Con esa luz, la habitación tiene una atmósfera de cuento de hadas, pero a esta altura no nos impresiona. Por costumbre, tratamos de abrir un frasco, aunque ya sabemos que es imposible; tampoco se rompen, por más que los golpeemos.

Cada uno de nosotros, en su mundo individual, tiene ganas de jugar.

—Demasiado orden —dice Calibares mirando los estantes, luego de que agotamos nuestros recursos con los frascos. Es lo que dice siempre.

—¿Así está mejor? —pregunta Gadma, mientras tira al suelo todos los frascos de un estante.

—No —dice Sabrasú—, falta esto —y arremete contra otra hilera. Los copos se agitan en los envases mientras ruedan por el suelo.

—En ciertas épocas del año —dice el loco— el viento cesa por completo, y entonces las criaturas de los cerebros eólicos quedan echadas en el suelo como muebles viejos, indefensas, a merced de sus temibles predadores.

Ponemos todas nuestras energías en la tarea de vaciar. los estantes, pero no sentimos placer, sino indiferencia. Cuando volvamos a esta habitación, los frascos estarán otra vez en sus lugares. Si nuestra rebeldía sirvió en algún momento para descargar la rabia, ahora es apenas un rito.

—Para ser rebeldes —dirá Calibares dentro de un rato.

—Deberíamos dejar los frascos donde están —seguirá Sabrasú.

—Y que sus dueños se rompan la cabeza tratando de entender —terminará Gadma.

Como otras veces, Sabrasú propone que nos llevemos un frasco de recuerdo, pero ni siquiera le contestamos.

Fuera de la habitación los frascos se disuelven, y los copos liberados de golpe atacan al ladrón: el resultado, que probamos en carne propia, es una quemadura dolorosa que tarda semanas en cicatrizar.

—En cambio —dice el loco—, la estación de los huracanes provoca pensamientos veloces y agudos. Apenas hay tiempo para otra cosa que registrar las ideas más brillantes antes que la última tormenta se las lleve consigo.

Salimos de la habitación dando un puntapié a la puerta. Estamos un poco más molestos que de costumbre, a causa de la corriente eléctrica que nos dejó la escena del grupo que se bañaba. Probablemente tengamos que descargarla pronto. Pero antes habrá que quitarse de encima al loco.

La abertura siguiente es un túnel estrecho, por el que hay que entrar arrastrándose. Después de muchos metros, el túnel termina en un espacio vacío y negro. Cada vez que llegamos allí, de a uno por vez, sacamos un brazo del túnel y palpamos la pared lisa y fría que lo rodea: por ese lado tampoco hay cómo escapar. Después apuntamos la linterna hacia adelante, pero la luz se pierde sin encontrar nada. Es un lugar sin ruidos ni olores, y terminamos aterrorizados, no importa cuántas veces lo hayamos visitado.

Calibares es el último en asomarse al vacío, y cuando volvemos a reunirnos junto a la pared para ir hasta la próxima abertura, el loco se mete en el túnel. Lo primero que pensamos es olvidarnos de él y seguir nuestra tarea, pero se nos ocurre una idea mejor, y Sabrasú vuelve a entrar tras el loco, llevando la linterna. Pegada a sus pies va Gadma, y luego Calibares.

—A pesar de sus virtudes —dice el loco, delante de nosotros—, un cerebro eólico vuelve infeliz a quien depende de él para pensar. Cuando hay una brisa suave, los pensamientos que el cerebro eólico puede producir apenas sirven para vislumbrar las alturas alcanzadas con auténticos vendavales, y para lamentarse de su pérdida.

El loco llega al extremo del túnel, y Sabrasú, desde atrás, lo empuja. El loco desaparece en la región vacía, pero sigue hablando.

—Y cuando viene un huracán —dice—, la actividad es tan febril que muchos tubos se rompen: reparar un cerebro eólico lleva meses, y es una operación riesgosa.

—No puede ser —dice Sabrasú, que se ha adelantado para ver qué ocurre—. Sabrasú lo oye como si estuviera a su lado.

—¿Probó Sabrasú con la linterna? pregunta Gadma un poco más atrás.

—Sí —dice Sabrasú, mientras apunta la luz en varias direcciones—. No aparece por ninguna parte.

—Además —dice el loco—, se afirma que la filosofía trae disgustos a quien penetra demasiado en ella. Y los cerebros eólicos son especialistas en pensar cosas más angustiantes cuanto más alto llegan.

—Parece que no hubiera peligro —dice Calibares.

—Por lo menos no se queja —sigue Sabrasú.

—Podríamos ir nosotros también —dice Gadma. Pero Sabrasú se aparta del pensamiento compartido.

—Sabrasú no está de acuerdo —dice, mientras empieza a ponerse nervioso. Después de todo está en el extremo del túnel, y si decidimos seguir al loco el primero que tendrá que entrar a la región vacía es él.

—Algunos poseedores de cerebros eólicos —dice el loco—, intentaron…

—Esperen —interrumpe Calibares—. Calibares lo oye detrás de él.

—Es cierto —dice Gadma—. ¿Cómo lo explica Sabrasú?

—Sabrasú quiere salir de aquí —dice Sabrasú.

De algún modo el loco ha dado la vuelta, y ahora que nos arrastramos hacia la salida del túnel Calibares tiene que empujarlo dándole puntapiés en la cabeza. Una vez afuera, el loco retoma su discurso en el punto en que lo había dejado.

—Intentaron resolver sus problemas con ventiladores y aparatos para dominar el aire. Se encerraron en habitaciones herméticas y estudiaron las direcciones e intensidades con que el viento era más propicio.

—¿Qué pasó allá adentro? —le pregunta Calibares. El loco lo mira con atención.

—Sin embargo —contesta—, sus conclusiones fueron contradictorias. Los vientos más placenteros eran los que menos ideas brillantes producían. Y los vientos más creativos, invariablemente, provocaban dolor y pesadumbre. El estado de mayor equilibrio se obtenía apagando el instrumental y sumergiéndose en la inconsciencia.

—Queremos saber qué pasó allá adentro —insiste Gadma.

—Por último —dice el loco—, hay quienes creen que es el viento el que piensa, y que los cerebros eólicos son apenas un vehículo para que su pensamiento se manifieste.

Sabrasú mira a Gadma, y Gadma mira a Calibares. Calibares agarra al loco por la cintura y lo tira escalones abajo.

—De todos modos —dice Gadma.

—No parece que ahí —dice Calibares.

—Haya alguna salida —termina Sabrasú.

Nos aseguramos de que los bultos estén en orden, y continuamos la inspección.

El fondo del pozo – 12

El fondo del pozo

12

“Las apariencias no engañan. El espejismo encierra una verdad. La ilusión es parte de la realidad. Si sus percepciones le mienten, es por omisión. Abra más los ojos. Atraviese las pantallas. Vea al otro lado. Tras infinitas capas de papel pintado encontrará la pared desnuda.”
(Consejero, 76:41:22)

Era una catástrofe. El espíritu protector del Centro, que nos había escondido durante toda la vida de las amenazas que pueblan el universo, seguía a muchos años luz de distancia, aunque los espejismos se hicieran pasar por la Computadora Central. Como exploradores, habíamos demostrado nuestra incapacidad y nos habíamos dejado arrastrar a una trampa. Habíamos perdido el equipo, y lo que era mucho peor, a Gadma. La ausencia de un tercio de nuestro personal nos impedía conectarnos para pensar juntos. No sabíamos qué iba a ocurrir con la expedición, porque Sabrasú no podía concentrarse en su recuerdo del contrato para descubrirlo, aunque sospechábamos vagamente que con esto la expedición terminaba.

El pozo nos había tragado, había jugado con nosotros hasta cansarse, y había vuelto a soltarnos, completamente vencidos. No entendíamos ni siquiera dónde habíamos caído. Calibares y Sabrasú, los dos, estábamos echados boca arriba sobre la piedra, sin poder movernos, como si nuestros músculos hubieran olvidado su entrenamiento.

Seguíamos enfundados en los trajes de amianto y mirábamos el cielo, donde corrían unas nubes de tormenta que no llegaban a cubrir del todo algunos retazos de azul. Las nubes tenían bordes dorados, por donde resbalaban los rayos del sol de Guirnalda.

Aunque tal vez no fuera el sol de Guirnalda.

El lugar no coincidía con lo que la lógica esperaba de él. Por encima de la puerta que nos habían abierto para sacarnos del pozo, veíamos una pared de piedra de diez o doce metros de altura. Luego estaba el cielo. No había rastros de los ochocientos metros de montaña que debíamos encontrar sobre nuestras cabezas. Parecía que alguien se los había llevado en el mismo momento en que nosotros rodábamos con los ojos cerrados, sin entender lo que ocurría.

Parte de nuestro campo visual estaba ocupado por dos cabezas que nos miraban, las de los aldeanos que habían abierto la puerta. Por lo poco que alcanzábamos a ver, tenían la apariencia de los pobladores que ya conocíamos: piel oscura, peló largo, pocos dientes. Uno de ellos desvió los ojos de la cara de Sabrasú y miró al otro.

—Están un poco confundidos —dijo.

—Es que ese lugar es muy incómodo —contestó el otro—. Siempre lo dije. Habría que hacer el nicho un poco más profundo.

Hablaban con el acento de Varanira, como parecía costumbre entre los habitantes de la montaña. El solo hecho de oírlos consiguió despertarnos un poco de nuestro letargo, y movimos la cabeza hacia un costado, para ver qué más había.

El suelo formaba una especie de meseta en miniatura, rodeada casi totalmente por la pared de piedra. Pero en una dirección había un borde afilado, y más allá el vacío. Sabrasú hizo un esfuerzo para sentarse, y vio que al otro lado del precipicio, muy lejos, había una ciudad chata y oscura, que se parecía a la ciudad donde estaba nuestra nave, pero no era la misma. Las sombras de las nubes le corrían por encima, y daba la impresión de que los edificios navegaban por la llanura. En el horizonte se distinguía una cadena de montañas bajas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Calibares, luego de sentarse como Sabrasú y de mirar a su alrededor.

Los aldeanos debieron comprender nuestras dudas, porque uno de ellos contestó:

—La geografía del pozo no es la geografía de los hombres.

—¿Eso qué significa?—dijo Sabrasú.

El otro aldeano se tomó unos segundos antes de responder.

—No hay que buscar significados superpuestos como quien retira una a una las capas de la cebolla. Lo que es, es, y trasladarlo al Idioma ya es un modo de darle un significado, quitándole la esencia del ser para transformarlo en otra cosa. Avanzar otro paso, darle un significado al significado, sería apartarse demasiado del punto de partida.

No estábamos en condiciones de discutir, sobre todo si la discusión se ponía filosófica. Dejamos que los aldeanos nos ayudaran a quitarnos los trajes de amianto, y no nos preocupamos porque se quedaran con ellos. El frío que sentimos de golpe nos obligó a pararnos y a dar saltos para desentumecer los músculos. Mientras tanto, las nubes terminaban de cerrarse bajo el cielo. Empezó a llover.

Frente a nosotros había otra aldea, igual a las anteriores: casas, depósito, mirador, y tres burros en un corral. Como siempre, los pobladores estaban escondidos. La lluvia caía sobre las paredes y los techos, y convertía la escena en algo muy parecido a una fotografía fuera de foco.

Detrás, la puerta por la que nos habían sacado del pozo estaba cerrada. Un buen explorador la habría abierto, para echar un último vistazo a lo que había del otro lado. Pero nosotros ya no contábamos con ser buenos exploradores, y lo único que hicimos fue alejarnos un par de pasos.

Los aldeanos tosieron, como para cambiar de tema, y uno de ellos adoptó la sonrisa de vendedor.

—Por lo que veo, no tienen armas —dijo.

—No compramos nada —lo atajó Sabrasú.

En realidad, nos habría gustado comprar las indicaciones necesarias para volver a la nave y partir hacia Varanira, cosa que en la situación en que nos encontrábamos parecía mas bien complicada. Pero algo nos dijo que los pobladores no querrían vendérnoslas.

—Ustedes sabrán lo que hacen —contestó el poblador que había hablado de armas. Los dos nos dieron la espalda y empezaron a caminar hacia la aldea, llevándose nuestros trajes. Andaban despacio, como si la lluvia no les importara. Mientras tanto seguían hablando, en voz lo bastante fuerte como para que los oyéramos.

—Ya se van arrepentir —dijo uno—, cuando encuentren los murciélagos.

—Y si consiguen vencerlos —dijo el otro—, tendrán que soportar el asedio de las ratas, que son parecidas, pero peores.

—No quiero ni pensar —dijo el primero— en lo que les harán los tigres, si es que llegan tan lejos.

De pronto, como si alguien se lo hubiese dictado, un fragmento del contrato apareció en el pensamiento de Sabrasú. Agarró un brazo de Calibares y lo recitó:

—”Los firmantes se comprometen a cumplir la Ordenanza General sobre Actividad de Supervivientes.”

Calibares comprendió enseguida de qué hablaba.

—¿Qué dice esa Ordenanza? —preguntó.

—”Si un equipo queda disminuido en número —siguió recitando Sabrasú—, los supervivientes deben actuar como si el equipo estuviera completo, a los fines de alcanzar sus objetivos.”

Tardamos cinco segundos más en reaccionar del todo.

—La expedición debe continuar —dijo luego Calibares.

Aunque no entendíamos por qué, la idea nos hizo sentir mejor. Una sensación de alivio nos recorrió el cuerpo desde la punta de los pies hasta los pulmones, que se nos hincharon de aire. Seguíamos siendo exploradores del Centro, elegidos en el Sorteo, con una tarea por delante, y todo lo que debía preocuparnos era conseguir el material necesario y ponernos en marcha otra vez. Luego, si teníamos tiempo, podríamos lamentar la muerte de Gadma y la pérdida de nuestro pensamiento compartido. Ahora, esas cuestiones sólo significaban un desafío mayor, que teníamos que afrontar cuanto antes.

Debimos suponer que este cambio en nuestro estado de ánimo era provocado por la mano mental que ya nos había dominado otras veces, pero el control era demasiado rígido. Empapados por la lluvia y temblando de frío, caminamos con aire triunfal detrás de los pobladores, que acababan de entrar al depósito. En cuanto llegamos a la aldea salieron con tres lanzallamas, tres revólveres y varias cajas de municiones. Habían dejado los trajes dé amianto en alguna parte, pero no se nos ocurrió reclamarlos. Tampoco pensamos que nos bastaba un par de armas de cada clase. Íbamos a pagar lo que pedían, cuando recordamos que Gadma tenía el dinero.

—Eso no es problema —dijo uno de los aldeanos, luego de escuchar nuestra explicación—. Esperemos a que venga.

Nos pareció que no habían entendido, pero dejaron las armas a nuestros pies, envueltas en sus estuches impermeables para protegerlas de la lluvia, y se fueron antes de que pudiéramos decir nada. Se acercó un viejo que tenía cara de sabio y una cicatriz en la frente.

Sabrasú se echó hacia atrás.

—Esta vez no me engañan —dijo, señalando al viejo—. Usted es el que nos dio consejos, antes de que bajáramos.

—¿Cuándo? —preguntó el viejo.

—Allá arriba —Sabrasú señaló hacia donde debía estar la cima de la montaña. Luego recordó que había desaparecido y bajó el brazo—. Bueno, junto a la boca del pozo.

El viejo se acarició la cicatriz, mientras movía la cabeza de izquierda a derecha. La cicatriz se iba enrojeciendo.

—La juventud es impetuosa —dijo—, y no sabe tanto como nosotros, los viejos.

—¿Qué tiene que ver eso? —dijo Calibares.

—El pozo confunde las mentes de quienes lo visitan —dijo—. Les hace olvidar las caras, mezclar los recuerdos, malinterpretar las intenciones. Incluso hay quienes abandonan las reglas de cortesía luego de recorrerlo —el viejo dejó de mover la cabeza—. Si no me equivoco —le dijo a Calibares—, usted siempre daba las buenas tardes.

Calibares bajó la cabeza, y el pelo mojado le. cayó sobre la cara.

—Buenas tardes —dijo.

El viejo se rió a carcajadas, mientras Calibares se sentía cada vez más avergonzado. Sabrasú miró a uno y a otro antes de decir:

—¿Cómo sabía eso de Calibares?

—Bien —dijo el viejo, dejando de reírse—, ya nos divertimos bastante. Veo que han comprado armas, pero esperan a Gadma para pagarlas.

—No —dijo Sabrasú—. En realidad…

—Ya sé lo que van a decir—interrumpió el viejo—. No tienen ni un poco de paciencia —miró hacia atrás—. Si no me equivoco, aquí viene.

—¿Quién? —preguntamos los dos al unísono, aun sin estar pensando juntos.

El viejo no contestó. En cambio, oímos un ruido como el de un alud, que venía de más allá de la pared que rodeaba la aldea. De pronto apareció un reguero de piedras, que salían de otra puerta abierta en la pared, entre el depósito y un corral, que no habíamos visto antes, y llegaban rodando a nuestros pies. Tras el reguero surgió un bulto más grande, que dio vueltas sobre sí mismo hasta llevarnos por delante. Caímos alrededor del viejo, que de alguna manera consiguió mantenerse de pie.

—¿Dónde está Gadma? —dijo el bulto, con la voz de Gadma.

Volvimos a levantarnos, resbalando en el barro y las piedras sueltas, y ayudamos a Gadma a quitarse el traje y a ponerse de pie con nosotros.

—¿Qué pasó? —le preguntamos.

Gadma no estaba en condiciones de hablar mucho: cubierta de magulladuras y asustada, apenas podía vernos. Tampoco conseguíamos conectarnos, porque todavía no estábamos entrenados para pensar juntos a pesar del miedo. Pero se las arregló para contestar:

—Gadma se cayó. Mucho tiempo. Después empezó a rodar. Y aparecieron Sabrasú y Calibares.

Lo miramos al viejo.

—La señorita lo explicó muy bien —dijo—. No es la primera vez que sucede, en este sector del pozo. Es bastante peligroso, pero hasta ahora no tuvimos que lamentar casos fatales. De cualquier manera, por un camino o por otro, las leyes del pozo se han cumplido, y los tres están aquí.

Los tres seguíamos mirándonos entre nosotros y mirando al viejo, y no se nos ocurría nada que decir, porque tampoco sabíamos qué pensar. Nos seguía dominando el espíritu triunfal, pero la presencia de Gadma modificaba los planes, y nos parecía que jamás conseguiríamos seguir adelante con nuestra misión en medio de tantas dificultades.

El viejo carraspeó.

—Espero que ahora se decidan a pagar —dijo—. Es de muy mal gusto olvidar las deudas.

El viejo se fue a su casa, y aparecieron los vendedores de armas. Gadma sacó el fajo de billetes del bolsillo, pagamos, y los vendedores también se fueron. Después vino una mujer y nos vendió dos odres del líquido gomoso que habíamos estado usando como alimento durante un mes. Cuando la mujer se encerró en su casa, nos dejaron solos.

Debía faltar poco para la noche, porque estaba oscuro. La ciudad había quedado oculta por un banco de neblina, y la lluvia formaba una cortina cada vez más espesa. A nuestro alrededor el paisaje se estrechaba, y empezamos a sentirnos aislados, fuera del espacio y del tiempo, muertos de frío, chorreando agua y pisando barro. Por más que quisiéramos avanzar en nuestra tarea, teníamos que esperar a que el universo dejara de estar en contra.

Nos abrazamos para darnos un poco de calor. Gadma respiraba rápido, y de vez en cuando se le contraía un músculo, involuntariamente. A Calibares se le habían llenado los zapatos de barro, y sacudía los pies para quitarse la molestia. Sabrasú estaba quieto, buscando alguna Ordenanza que pudiera salvarnos, pero no encontraba ninguna.

Así estuvimos un rato. Luego, y sin previo aviso, entrevimos una luz. Pero no estaba afuera, sino adentro. Prometía tranquilidad, y un refugio donde resguardarnos de las amenazas. Nos aferramos a esa luz, y poco a poco conseguimos que su intensidad aumentara. Antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que ocurría, estábamos plenamente conectados, y en nuestro pensamiento compartido se sumaban las experiencias que habíamos tenido por separado. El miedo de Gadma, las dudas de Sabrasú y la angustia de Calibares se hundieron hasta el fondo de nuestra conciencia común, y comprendimos que nada nos impedía seguir avanzando ya mismo por el pozo, que ninguna amenaza exterior era lo bastante fuerte para detenernos.

La mano mental nos tenía bien dominados, pero estaba fuera de nuestra percepción. Todo lo que veíamos era un futuro lleno de promesas, un karma cada vez mejor, la seguridad de ser importantes para el Centro. Y en su rincón, el Consejero esperaba el momento en que lo necesitáramos, dispuesto a ayudarnos con su infinita sabiduría.

De pronto, un ruido nos sacó del trance. Abrimos los ojos, que por algún motivo teníamos cerrados, y descubrimos que el viejo de la cicatriz estaba a un metro de nosotros, aplaudiendo.

—Muy bien —dijo—, muy bien. Dan trabajo, pero aprenden más rápido de lo que esperaba.

No tenía la misma voz de antes, sino otra, que nos resultaba conocida aunque no la pudiéramos identificar. De pie bajo la lluvia, parecía lo único real de todo lo que nos rodeaba, el medio que nos permitiría cumplir nuestra misión. Llenos de amor por esa figura, nos echamos a sus pies, chapoteando en el barro.

El viejo permitió que lo adoráramos durante varios minutos. Luego ordenó que nos pusiéramos de pie.

—Tienen que inspeccionar su equipo —dijo—, que ya viene.

La lluvia era menos intensa, y distinguimos un nuevo reguero de piedras que venía hacia nosotros, como el que había traído a Gadma. Entre las piedras había varios bultos, y cuando conseguimos reunirlos vimos que el equipo estaba completo: la ropa de verano, los anteojos de sol, la cámara de Gadma y los rollos de película. Agregamos las armas y los odres del líquido gomoso, y cargamos todo a la espalda.

Otra vez estábamos en pleno trabajo.

—Lo único que necesitamos —dijo Sabrasú.

—Es que nos indique —siguió Gadma.

—Por dónde continuar nuestro camino —terminó Calibares.

—Síganme ——dijo el viejo.

Caminamos hacia la pared. Mientras tanto, había dejado de llover. Gadma aprovechó para limpiarse las manos en una camisa seca de las que llevábamos encima, colgarse la cámara del cuello y sacarle varias fotos al viejo, de espaldas. Detrás de una de las casas había otra puerta. El viejo la abrió, y nos mostró la escalera que partía hacia las profundidades.

—Esto es mejor que las sogas —dijo.

Estuvimos de acuerdo, aunque en nuestra euforia cualquier cosa nos hubiera parecido buena.

—¿Hasta dónde tenemos que bajar? —preguntamos.

—Hasta el pie de la escalera —dijo el viejo—. Por ningún motivo deben desviarse antes.

Esperamos varios segundos, por si quería darnos alguna otra indicación, pero no agregó nada. Hicimos una reverencia profunda, dimos un paso hacia la escalera, y el viejo cerró la puerta detrás de nosotros.

En ese momento se acabó la magia.

Fue como si nos desnudaran. La mano mental desapareció dejando nuestros propios pensamientos al descubierto. Lo primero que había, y lo más fuerte, era miedo. Luego, la sensación de que nos habían engañado otra vez, controlando nuestras ideas para que cayéramos en la trampa. Y la humillación de haber adorado al viejo de la cicatriz, para que luego nos encerrara en este lugar.

Estábamos a oscuras, y por más que empujábamos la puerta no se abría. Pero queríamos salir, cruzar la aldea corriendo y escapar, ir a alguna parte donde no hubiera aldeanos, viejos con cicatrices ni manos mentales. Calibares sacó la linterna y se puso a buscar una cerradura, pero no encontró nada. Ni siquiera había señales de la puerta. No vimos ni una sola ranura que cortara la piedra lisa. Golpeamos la pared con las manos y los pies hasta que no pudimos soportar el dolor, y entonces gritamos hasta quedar afónicos. La pared no se movió. El cansancio terminó por tranquilizarnos. Descargamos los bultos y nos sentamos en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra, sin saber qué hacer. Frente a nosotros estaba la escalera, que giraba sobre sí misma hasta perderse de vista. El hueco que quedaba en el centro bajaba hasta que la luz de la linterna no podía alcanzarlo, y despedía una brisa cálida. Alrededor, la pared estaba húmeda, pero no tanto como nosotros. Algunos de los bultos habían caído escalones abajo, y estaban a varios metros de distancia. Nos agarramos de las manos y empezamos a respirar al mismo ritmo, lo más profundamente que podíamos.

Entonces recordamos al Consejero, o algo nos lo hizo recordar. En el rincón que ocupaba en nuestra mente había movimiento: los versículos brillaban con luz propia, y se deslizaban por el foco de nuestra atención a más velocidad que la que podíamos registrar. Iban hacia un lado y hacia otro, mientras tratábamos de entender lo que ocurría. El tiempo quedó suspendido, y perdimos el contacto con las cosas materiales que nos rodeaban. Éramos un punto de vista móvil que sobrevolaba el río de palabras brillantes, que avanzaba y retrocedía fuera de nuestro control. Finalmente, el movimiento terminó, y unas pocas líneas quedaron a la vista. Correspondían a la sección 108, capítulo 90, versículo 17, y jamás las habíamos leído. Decían: “La senda es única. Toda bifurcación es una mentira. Vuelva a mirar. El rumbo verdadero aparecerá claro y solitario entre todos los rumbos.”

Cuando terminamos de leer, el versículo desapareció, y con él, todo el Consejero se retiró a su lugar, fuera de nuestra conciencia. Por un momento nos sentimos como si estuviéramos en Varanira: aunque no teníamos moneda, ni el ejemplar del Consejero que nos había acompañado toda la vida, habíamos hecho nuestra consulta, y habíamos recibido respuesta. No quedaba otra cosa que obedecer.

Como siempre, el Consejero tenía razón, y cuando volvimos a mirar el único camino posible se nos mostró claro y transparente. Nos quitamos la ropa embarrada y nos pusimos ropa limpia de la que había en los bultos. Cargamos todo otra vez, y empezamos el descenso, escalón por escalón.

El fondo del pozo – 13

El fondo del pozo

13

“El ovillo tiene dos puntas. De una viene. A la otra va. Las dos puntas se confunden. Piense en algo. Busque su explicación. Tal vez la encuentre hacia el pasado. Tal vez la encuentre hacia el futuro. Pero nunca sabrá si eligió la dirección correcta.”
(Consejero, 55:21:55)

Después de la tormenta de fuegos artificiales las cosas habían vuelto a su estado de reposo, aunque no del mismo modo que antes. Debía ser la hora del almuerzo, porque no se oía ningún ruido de los pasillos, y sin embargo no teníamos hambre. Quietos en nuestras sillas, sólo prestábamos atención a lo que había delante, fijándonos en los detalles, interpretando los matices, con una especie de curiosidad que seguramente era obra de los artefactos de Dindir.

Dindir se había cansado con tanta actividad, o tal vez había terminado su turno de trabajo, y ahora dormía en una silla, con las piernas estiradas bajo un escritorio y la cabeza apoyada en la pared. Le corrían gotas de sudor por la cara y el cuello, como a todos los que estábamos en la oficina. De vez en cuando se le movía un pie involuntariamente y golpeaba el escritorio, con un ruido seco que en otras circunstancias nos habría sobresaltado. Tenía la boca abierta en un bostezo continuo, y el aire le silbaba entre los dientes. Dormida y todo, seguía participando en el espectáculo. Y ahora que la órbita vacía estaba escondida bajo un párpado era más agradable verla. Balibar y Hecher, sus dos compañeras de expedición, que habían entrado en medio del zumbido y las luces preparadas por Dindir, estaban ocupadas en filmarnos. Sabíamos que eran ellas porque habíamos visto sus fotografías en la pared de noticias del comedor. Hecher, sentada frente a nosotros, sostenía la cámara y apuntaba primero a Sabrasú, luego a Gadma, después a Calibares, según cuál de nosotros hacía algún gesto interesante para ella. La cámara le tapaba la cara, y todavía no habíamos conseguido vérsela del todo. Si la reconocíamos, era en cierta medida por descarte. Desde nuestra posición, la cámara parecía un apéndice de su cabeza, incluyendo una especie de cuerno que salía de un punto ubicado por encima de la lente, y en cuya punta sé bamboleaba un micrófono.

Las sillas no alcanzaban para todos, así que Balibar se había sentado sobre un escritorio. A cada momento le daba indicaciones a Hecher, que Hecher jamás obedecía. Hablaba en voz baja, para no despertar a Dindir, o para que no la oyeran desde el pasillo, o para que el micrófono no registrara su voz con claridad. A Balibar debía molestarle el ronroneo de la cámara, porque cada tanto le dedicaba un gesto de los que se usan para espantar insectos. Por lo que sabíamos, todo esto podía ser una alucinación. Los fogonazos y los ruidos habían terminado de golpe, junto con el miedo que nos provocaban y el despliegue de actividad de Dindir. De pronto nos habíamos sentido más tranquilos que nunca, en una situación que habría justificado todo lo contrario, como si estuviésemos respondiendo a las órdenes precisas de un hipnotizador. Hasta éramos capaces de apreciar el trabajo de Dindir, que había conseguido encontrarnos, charlar con nosotros, llevarnos a nuestra oficina sin despertar sospechas, entusiasmarnos en una discusión absurda, y montar sus aparatos mientras esperaba a sus compañeras y nosotros seguíamos sin darnos cuenta de nada. Nuestra admiración no cedía ante el hecho de que nosotros mismos éramos las víctimas de tanta habilidad.

Al principio, la mayor sorpresa había sido encontrar al equipo completo de Coracor con nosotros, un honor que evidentemente no merecíamos. Sin embargo, mientras Dindir se acomodaba para dormir, y en tanto Balibar volvía a juntar lo que Dindir había distribuido por toda la oficina, empezamos a percibir otras cosas. Lo más importante era que no podíamos movernos, como si nos hubieran atado a las sillas. Pero no sólo estábamos desatados, sino que en realidad parecía que el movimiento no nos interesaba. Algo confuso que, de todos modos, por los efectos de la máquina de Dindir, estaba lejos de preocuparnos. Al contrario, nos gustaba permanecer quietos, atentos a todo, pendientes de lo que hacían las visitas.

Luego de un rato, y al mismo tiempo que Dindir volvía a golpear el escritorio con el pie, Balibar dejó de interesarse por lo que hacía Hecher con la cámara y nos miró a los ojos, uno por uno, por primera vez. Era rubia, alta, pausada, y tenía un tic en el labio superior, que cada dos palabras se levantaba un centímetro, mostraba los dientes, y caía como un telón.

—Bueno —murmuró en el mismo tono que había usado con Hecher—, digan algo.

—No sabemos —empezó Sabrasú.

—Qué quiere —siguió Calibares.

—Que digamos —terminó Gadma.

Balibar pegó un salto, sorprendida, y luego volvió a mirar a Hecher, que había estado a punto de soltar la cámara.

—Increíble —dijo Balibar.

—Esto demuestra que era cierto —dijo Hecher. Fue la primera vez que oímos su voz, y nos pareció hecha de vidrios rotos.

Nos habría gustado preguntar qué era lo que las sorprendía tanto, pero Dindir nos distrajo: abrió los ojos, murmuró algo incomprensible y siguió durmiendo.

Balibar volvió a hablarnos.

—Digan lo que quieran. Hablen sobre ustedes mismos.

Calibares se aclaró la garganta, para darnos tiempo de pensar.

—Estamos orgullosos —empezó luego Gadma.

—De que el equipo de exploradoras de Coracor —siguió Calibares.

—Se haya molestado en visitarnos —terminó Sabrasú.

Hecher y Balibar pegaron otro salto, pero esta vez trataron de disimular sus nervios. No entendíamos qué les pasaba: en todo caso, los nerviosos debíamos ser nosotros.

—Claro —dijo Hecher, detrás de su cámara—, no saben nada.

—Sería honesto de nuestra parte explicarles algo, antes de empezar —dijo Balibar.

—Estoy de acuerdo —dijo Hecher—. Siempre que cuidemos las palabras.

Balibar dejó que su labio bailara un par de veces, mientras un reguero de sudor le bajaba por la sien.

—Les mentimos —nos dijo después—. Nuestro objetivo no es explorar Varanira.

—Ni nada que se le parezca —agregó Hecher.

—Qué interesante —dijimos, desde nuestro limbo de sensaciones atenuadas—. ¿Cuál es, entonces?

Balibar levantó la cabeza y se pasó el dorso de la mano por la frente, para secarse el sudor.

—Digamos que explorarlos a ustedes.

—Conocerlos —agregó Hecher.

—Preguntarles algunas cosas —completó Balibar.

—¿Comprenden? —preguntó Hecher.

Tardamos en reaccionar, pero no porque estuviéramos asustados o demasiado sorprendidos. Nuestra situación no lo permitía. Simplemente, era difícil encontrarle sentido a lo que habían dicho.

—Preferiríamos que se explicaran mejor —dijimos.

Balibar alzó los hombros.

—Por algún motivo —dijo, mirando hacia la puerta—, en Coracor se interesaron por ustedes, y los pusieron en el Sorteo. Después…

—El resto ya se lo pueden imaginar —interrumpió Hecher—. Ustedes saben cómo funciona el Sorteo.

—Sí —respondimos—. Pero no entendemos por qué nos pusieron a nosotros. Que sepamos, no somos ningún planeta.

—Nosotras tampoco entendíamos —Balibar sonrió con la mitad de la boca, mientras el tic la atacaba entusiasmado—. Al principio creímos que eran tres planetas.

—Sabrasú, Gadma y Calibares —Hecher—. No están mal como nombres.

—Gracias —dijimos.

—De planetas, digo.

Hubo una pausa, durante la cual Dindir se movió en su silla, tratando de acomodarse de otro modo, y estuvo a punto de caerse al suelo. Sin embargo, no se despertó.

—Todo esto les parecerá un poco absurdo —dijo Balibar cuando Dindir dejo de moverse—. Pero si supieran…

—Ya es suficiente —interrumpió Hecher—. Será mejor que empecemos a trabajar en serio.

Balibar estuvo de acuerdo. Se mordió el labio inferior, y cuando el superior se levantó quedó parecida a un conejo.

—Hablen de su pasado —nos dijo.

—Hay mucho que decir —respondimos—. Tal vez si nos hicieran preguntas…

—Muy bien —dijo Balibar—. ¿Cuándo empezaron a pensar juntos?

—¿Pensar juntos? —nos sentimos desorientados por un momento, aunque luego no pudimos recordar el motivo. Balibar y Hecher se habían puesto todavía más tensas que antes—. Lo hacemos desde que nacimos.

—¿Están seguros?

—Es lo que nos dijeron.

—Entonces no saben si es verdad.

—¿Para qué iban a mentirnos?

Balibar y Hecher sonrieron, aliviadas por algo.

—Sigan —dijo Balibar—. Explíquennos cómo funciona eso de pensar juntos.

—No sabemos.

—¿No saben?

—Si ni siquiera se entiende cómo hace una persona para pensar sola, menos podemos nosotros…

—¿Ustedes también piensan solos?

—A veces, cuando nos desconectamos. Es difícil de explicar. Cada uno tiene su propia mente, pero está subordinada al pensamiento compartido. ¿Qué más podemos decir?

—Hablen de sus primeros años —dijo Balibar—. ¿A nadie le interesó esa facultad de ustedes?

Balibar parecía más segura de sí misma, y nosotros nos sentíamos proporcionalmente más preocupados por responderle. Hicimos memoria, y descubrimos que era un tema que nos costaba recordar, como si se hubiera borrado de nuestras neuronas, o como si recién ahora empezara a despertarse. Sin embargo, haciendo un esfuerzo conseguimos reunir algunos datos dispersos.

—Por lo que sabemos, que no es mucho, terminaron decidiendo que no servía para nada.

—¿No les pareció extraña esa decisión?

—No. ¿A Balibar le parece extraña?

—Yo no dije eso —Balibar apoyó una mano en el escritorio y se inclinó hacia nosotros, casi dentro del campo de la lente. Hecher apartó la cámara unos centímetros—. ¿Hicieron experiencias con ustedes?

—Pocas, que recordemos.

—¿Cuáles?

Sabrasú trató de rascarse atrás de la oreja, para ayudarnos a pensar, pero ni siquiera podíamos mover los brazos.

—Probaron con la distancia, por ejemplo. Resultó que sólo conseguíamos pensar juntos estando cada uno a la vista de los demás. La distancia no importaba, siempre que estuviéramos completamente seguros de reconocernos. Pero eso ya lo sabíamos por experiencia propia.

—¿Qué más? —insistió Balibar.

—Trataron de detectar algún tipo de ondas, que pasaran de uno a otro. No encontraron nada.

—¿Qué más? —Balibar seguía inclinándose hacia adelante.

—Nos hicieron análisis. Jamás consiguieron una explicación del fenómeno.

—¿Qué más? —junto a Balibar, que seguía preguntando, Hecher también se inclinaba, y a cada movimiento de la cámara el micrófono pasaba cerca de nuestras narices.

—Investigaron a nuestros padres, nuestro pasado, nuestro nacimiento, buscando algo especial. Lo único estadísticamente notable que encontraron es que somos gemelos. Pero hay otros tríos de gemelos, y ninguno tiene nuestra capacidad para el pensamiento compartido.

—¿Qué más?

Dindir se quejó de algo que ocurría en sus sueños.

—Repitieron para otras personas, hasta donde fue posible, las condiciones que nos rodearon desde nuestra concepción hasta nuestro nacimiento. Tampoco llegaron a nada.

—¿Qué más? —Balibar se apoyó en un codo, y su cabeza quedó a la altura de las nuestras.

—Buscaron aplicaciones para nuestra habilidad. No descubrieron nada mejor que una buena coordinación para las tareas manuales.

Hecher interrumpió el interrogatorio monótono de Balibar.

—¿Y por qué no los emplearon en tareas manuales, entonces? —preguntó con su voz vidriosa.

—Porque en esta sección del Centro no se hacen tareas puramente manuales.

—Podían haberlos cambiado de sección —insistió Hecher—, sin que salieran de Varanira, ni de este edificio.

—No estaba permitido.

—¿Por qué?

—No nos dijeron.

—¿Por qué no les dijeron?

—Habrán pensado que no era cosa nuestra.

—Y entonces los mandaron a esta oficina.

—No. Antes pasamos por la escuela.

—Tienen razón. ¿Cómo los trataban sus compañeros?

—Se apartaban de nosotros.

—¿Por qué?

—Les molestaba nuestro modo de hablar.

—¿Nada más?

—Nosotros también nos apartábamos de ellos.

—¿Por qué?

—No querían que pensáramos juntos.

—¿No querían?

—Pensando juntos parecíamos más inteligentes, y al mismo tiempo más tontos.

—¿Y sus compañeros de oficina? —intervino Balibar, que había vuelto a enderezarse—. ¿Cómo los tratan?

—No tenemos compañeros de oficina —miramos a nuestro alrededor—. Trabajamos solos en esta habitación.

—Quiero decir gente de otras oficinas como ésta.

—Hay poco contacto, y sólo por azar.

—¿Qué ocurre cuando hay contacto?

—Nos prestan poca atención.

—¿No les gusta que piensen juntos?

—Puede ser.

El interrogatorio siguió igual, durante mucho tiempo. A veces Balibar llevaba la primera voz, y a veces se limitaba a poner acordes a los solos de Hecher. Las preguntas seguían un ciclo reconocible: volvían a nuestro nacimiento y avanzaban poco a poco hasta el momento actual, para regresar otra vez al principio. A cada nuevo paso por una época determinada recordábamos más detalles. Parecía que, a fuerza de insistir, los caminos bloqueados de nuestra memoria empezaran a despejarse. Así, por ejemplo, lo que al primer intento era una imagen borrosa se convertía al segundo en la cara de un técnico que inspeccionaba el resultado de un encefalograma, y al tercero llegaba a ser el recuerdo nítido de una serie de experimentos, con sus causas, su desarrollo y sus consecuencias. A veces, sin embargo, perdíamos el hilo de las preguntas y caíamos en un vacío del que Balibar y Hecher debían sacarnos con paciencia, eligiendo mejor lo que decían, buscando un camino diferente para llegar al mismo sitio. En cambio, había casos en los que casi no necesitaban guiarnos: la lengua se nos soltaba de golpe y hablábamos durante minutos seguidos sobre un detalle sin importancia. Entonces eran las interrogadoras quienes perdían el hilo.

Nunca conocimos las conclusiones que sacaron Balibar y Hecher, pero entre las nuestras había una sorprendente: habíamos vivido más aislados de lo que creíamos. Nuestra sensación era que habíamos tenido los contactos normales con la gente que nos rodeaba, pero a cada una de las respuestas que íbamos dando resultaba algo muy diferente. Al parecer, éramos una especie de ermitaños, en parte por decisión de los demás, y en parte por vocación propia. A Hecher eso parecía alegrarla. A Balibar le era indiferente: le interesaba mucho más el mecanismo de nuestra facultad, aunque era el terreno del que menos datos podíamos darle.

En ningún momento se nos ocurrió preguntar hacia dónde se dirigía el interrogatorio, con qué criterio elegían las preguntas, cuál era su utilidad. El condicionamiento a que nos había sometido la maquinaria de Dindir era profundo.

Luego de varias horas Dindir soltó un ronquido violento, y al mismo tiempo Balibar y Hecher se miraron.

—Me parece que está todo bien —dijo Balibar.

—Es lo que esperábamos —dijo Hecher.

Dindir abrió los ojos, asustada por su propio ronquido.

—¿Terminaron? —preguntó—. ¿Podemos irnos?

—Falta poco —dijo Hecher. Dindir volvió a dormirse.

—¿Qué es lo que falta? —preguntó Balibar.

Hecher apuntó la cámara a Sabrasú.

—¿Por qué no usan nunca la palabra “yo”?

Esta vez la respuesta era fácil.

—Porque no somos un yo —dijimos—, sino un nosotros.

—¿Y usted qué dice? —Hecher señaló a Sabrasú con un dedo, además de hacerlo con la cámara.

—Sabrasú no tiene nada que agregar —dijo Sabrasú.

—¿Por qué no dijo “yo” en vez de “Sabrasú”?

—Porque Sabrasú es más una parte de nosotros que un ser independiente. Es bastante lógico que se identifique de ese modo.

—Un detalle con el que no contábamos —le dijo Hecher a Balibar.

—¿Qué importa? ——dijo Balibar—. El Centro debió pensar en eso. No es problema nuestro.

Hecher pareció conforme, y de común acuerdo con Balibar apagó la filmadora y la guardó en su estuche. Así conseguimos verle la cara, con lo que nos llevamos una sorpresa: la única fotografía de ella que conocíamos mostraba su perfil derecho, y resultó que la mejilla izquierda estaba atravesada por una cicatriz de color marrón oscuro. Nos quedamos mirándola; hasta que se la cubrió con una mano, en un movimiento reflejo.

Balibar se puso de pie, pero Hecher se quedó donde estaba.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Balibar.

—Según el contrato —dijo Hecher—, tenemos que volver, pero…

—¿Ya está? —la interrumpió Dindir, que se había despertado de nuevo.

—Estamos discutiendo qué hacer —le contestó Hecher.

—Yo no estoy discutiendo nada —dijo Balibar—. Nos vamos.

Caminó hacia la puerta, mientras Dindir se frotaba el ojo y la órbita vacía, y se enderezaba en la silla. Hecher no se movió.

—No digo que violemos el contrato —aclaró—. Pero podemos hacer algo más de lo que hicimos, por nuestra cuenta.

—¿Para qué? —preguntó Dindir.

—No estoy conforme con este asunto —dijo Hecher—. Nos mandaron a hacer algo que no se parece a ninguna expedición. Nos obligaron a mentir, o a decir media verdad, incluso a ellos —nos señaló—. Vamos a volver para contarles a los genios de Coracor que todo salió bien, y nos vamos a quedar para siempre con la duda. ¿Qué sentido tiene todo esto?

—A mí no me importa —dijo Balibar.

Hecher golpeó el escritorio con la mano.

—Quiero que los llevemos con nosotros —dijo.

Sus compañeras se quedaron con la boca abierta, hasta que Dindir empezó a reírse.

—Hecher está loca —le dijo a Balibar.

—Y Dindir es una estúpida —dijo Hecher—. Piensen un poco. Coracor, una sucursal del Centro completamente independiente de las demás, nos envía a hacer un trabajo con tres agentes de Varanira, otra sucursal del Centro también independiente. El contrato no especifica qué ventaja traerá esto a Coracor, y hasta donde yo puedo ver no me imagino ninguna.

—Este tema no me interesa —dijo Balibar, mientras abría la puerta. Sin embargo, no salió de la oficina.

—Tampoco puede traer ventajas para Varanira —siguió Hecher—, porque sería contrario a las tradiciones del Centro. No es una tarea que hayan cumplido sus propios agentes.

—¿Por qué tiene que haber ventajas para alguien? —nos atrevimos a intervenir—. El Sorteo es tan aleatorio que…

Hecher volvió a golpear el escritorio, pero Dindir se le adelantó.

—Hecher no cree en el azar —nos explicó—. Para ella, todo debe tener un motivo —trató de sonreírnos—. Les aseguro que es difícil convivir con alguien así.

—Tampoco es fácil convivir con idiotas —gritó Hecher.

—Creo que no terminamos de oír tus argumentos —dijo Balibar desde la puerta.

Hecher hizo un esfuerzo por serenarse, y siguió hablando.

—Lo que creo es que nos están usando para algo, y no quieren que sepamos de qué se trata. Algo importante, que justifica la intromisión en los asuntos de otra sucursal.

—¿Y qué podemos hacer? —dijo Dindir.

—Ya lo dije—recordó Hecher—. Llevarnos a estos tres con nosotros. Así sabremos qué pasa con ellos. Para qué sirven. El Centro tendrá que informarnos a la fuerza.

Dindir sacudió la cabeza.

—Me opongo.

—Yo también me opongo —dijo Balibar.

Hecher se puso pálida. Dindir y Balibar tenían la mirada clavada en ella, y parecían haberse olvidado de nosotros. Por la puerta abierta entraba una corriente de aire fresco. De pronto Hecher se levantó y le dio un puntapié a Dindir en el costado. La silla de Dindir se torció, y las dos cayeron al suelo. Balibar aprovechó para patearle un hombro a Hecher, y Hecher, desde el piso, le agarró la pierna y la hizo caer. Durante unos segundos la pelea siguió fuera de nuestra vista, oculta por los escritorios. Después apareció un brazo, que levantó el estuche de la filmadora y lo descargó sobre el cuerpo de alguien. Oímos un grito. Una pierna se estiró y cerró la puerta con un golpe. Volvió el silencio.

—Qué vergüenza —dijo una voz que no supimos a cuál de las visitantes correspondía.

—Somos gente grande —dijo otra.

—Por lo menos descargamos los nervios —dijo la última.

Se pusieron de pie lentamente. Dindir se agarraba el costado, Balibar la cabeza, y Hecher el estómago. Volvieron a sentarse en sus lugares, para recuperar el aliento. Ni se fijaron en nosotros.

—Me ganaron —dijo Hecher, con la voz entrecortada—. Pero por lo menos, antes de irnos, permítanme cumplir un deseo.

—¿Cuál? —dijo Balibar.

—Quiero consultar al Consejero.

—Lo que dije —respondió Balibar—. Hecher está loca.

—Yo dije eso —le recordó Dindir.

—No empecemos otra vez —pidió Hecher.

—Pero el Consejero es una superchería —dijo Balibar.

—No lo sabemos —dijo Hecher—. En la última semana me mostraron respuestas del Consejero increíblemente acertadas —hizo una pausa para respirar—. Por ejemplo, más de una vez estuvo al borde de adivinar nuestra misión, la auténtica. Tuve que usar toda mi habilidad para desviar la interpretación de quien lo estaba consultando.

—Algo de eso me pasó a mí también —admitió Dindir—, pero creo que fue a causa de mi propia paranoia. No estoy acostumbrada a guardar secretos. Creía ver lo que en realidad no existía.

—De todos modos —insistió Hecher—, vale la pena probar.

—Si lo hacemos rápido —aceptó Balibar.

Nosotros habíamos presenciado la discusión, la pelea, la reconciliación y la charla final con el interés que se puede poner en observar un insecto extraño. Las actitudes de las exploradoras nos parecían un tanto ilógicas, aunque hiciéramos un esfuerzo por considerar que venían de otro mundo. Hecher se acordó de nosotros para pedirnos el ejemplar del Consejero. Le señalamos el portafolios y ella misma lo sacó. Ya sabía cómo usarlo, así como probablemente debía saberlo Dindir antes de que se lo explicáramos, cuando se dedicaba a distraernos. Hecher tiró la moneda las siete veces necesarias para obtener la sección, luego las otras siete correspondientes al capítulo, y finalmente las siete que dan el versículo. Buscó el resultado fuera de nuestra vista, lo leyó para sí misma y se puso más pálida que antes de la pelea.

—¿Qué dice? —preguntó Balibar.

—Consejero, 127:127:127 —anunció Hecher—. “Hay un enemigo. Luche.”

Siguió un silencio largo, que aprovechamos para pensar sobre el versículo. Nunca lo habíamos leído, a pesar de su condición extraordinaria: por su numeración era el último del Consejero, la despedida, la palabra final. Y por algún motivo, no resultaba tranquilizador, aunque la existencia de un enemigo es algo que siempre se puede suponer, y la necesidad de luchar contra él algo obvio. Que estuviese al final del Consejero, pensábamos, debía significar que la lucha contra el enemigo, fuera éste cual fuese, no llevaría a un triunfo; de otro modo, el Consejero no se daría a sí mismo por terminado. Era como si después de ese versículo no quedara nada más por decir, o no valiese la pena decirlo.

Dindir, Balibar y Hecher también meditaban sobre la respuesta del Consejero, pero no nos dijeron sus conclusiones. Lo único que percibimos fue que parecían preocupadas, y un poco desorientadas también. Tal vez ellas supieran cuál era el enemigo, tal vez no.

—Una tontería —fue todo lo que comentó Dindir, mientras volvía a abrir la puerta—. Vamos.

Dindir salió al pasillo y se quedó ahí, esperando. Balibar la siguió un momento después. Hecher cerró el segundo volumen del Consejero, nos sonrió de un modo raro y finalmente salió tras ellas, sin protestar. Una vez afuera, cerró la puerta con cuidado.

Nos quedamos quietos el resto del día, pensando en todo lo que había ocurrido. Seguíamos orgullosos de la atención que nos habían prestado, y llenos de curiosidad por el motivo de ese interés. Todo lo veíamos de un modo especial, desde afuera, sin sospechar, sin preguntarnos qué cambiaría en nuestra vida a partir de entonces.

Cuando el efecto de los aparatos de Dindir desapareció y pudimos volver a la normalidad, había pasado la hora de la cena, estábamos hambrientos y nos dolían todos los músculos. El cansancio nos obligó a dormir enseguida, tratando de olvidar el hambre.

A la mañana del día siguiente, bien temprano, nos llegó la orden de que fuéramos al puerto, y antes del mediodía viajábamos rumbo a Guirnalda.

El fondo del pozo – 14

El fondo del pozo

14

“En medio del laberinto no hay marcha atrás. Es tan difícil encontrar la entrada como la salida. Tire la moneda. Pida consejo. Conocerá algo más. Pero nunca encontrará la explicación definitiva.”
(Consejero, 82:43:99)

Bajábamos miles de escalones entre un descanso y el siguiente, pero la escalera no terminaba nunca. Condenados a medir el tiempo por la cantidad de alimento que quedaba en los odres, pasamos algo así como una semana sin otra novedad que los ruidos ocasionales filtrados a través de la piedra que nos rodeaba. Avanzábamos pegados a la pared, para mantenernos lejos del agujero central que recorría la escalera de arriba abajo, y del que no nos protegía ni siquiera un pasamanos. Cada tanto encontrábamos un túnel estrecho y oscuro que se apartaba de los escalones, y nos tentaba la idea de desviarnos; pero unas veces el Consejero volvía a aparecerse entre nuestros pensamientos y nos sugería no cambiar de rumbo, y otras era nuestro propio miedo el que nos obligaba a desistir. De vez en cuando surgía un hilo de agua de la pared, saltaba por los escalones y volvía a hundirse en la piedra unos metros más abajo; el agua tenía un gusto rancio, pero no podíamos elegir y con ella llenábamos las cantimploras. En las épocas de calor, que se alternaban con otras de frío, nos acostumbramos a tendernos sobre los escalones de modo que la corriente de agua nos recorriera el cuerpo de la cabeza a los pies. Después, sin secarnos, seguíamos avanzando.

Es probable que no hubiésemos llegado tan lejos sin la ayuda del Consejero. Surgía en el fondo de nuestra mente cuando más débiles y asustados nos sentíamos, nos mostraba el reguero de su sabiduría infinita, y se detenía en el versículo mas apropiado para darnos ánimo. En cierto sentido, sin embargo, había dejado de ser una herramienta a nuestra disposición: no podíamos consultarlo cuando se nos antojaba, sino que se presentaba en las ocasiones en que él mismo, o tal vez nuestro inconsciente compartido, lo determinaba.

Encontramos los murciélagos durante el octavo o el noveno día, en la boca de un túnel horizontal, pero con los lanzallamas y los revólveres no fueron problema. Las ratas, al décimo día, consiguieron asustarnos un poco, porque eran muchas y no podíamos hacer frente a todas. Sin embargo, una mano invisible parecía guiarnos la puntería, compensando nuestra falta de entrenamiento en el combate. Cuando quedamos rodeados por una montaña de carne chamuscada y olorosa, las ratas desistieron y se metieron otra vez en el agujero del que habían salido. Más complicado fue enfrentar a los tigres, que esperaban agazapados en distintos puntos de la escalera, y que al ser descubiertos por la luz de la linterna ya estaban saltando sobre nosotros. Nuestra única ventaja, además de las armas, era que los tigres llegaban de abajo, y de ese modo sus saltos perdían eficacia: conseguíamos rechazarlos antes que nos provocaran algo más que un par de arañazos. Nos llevó dos o tres días atravesar los cuatro o cinco mil escalones ocupados por los tigres.

Cuando no estábamos luchando, el descenso era monótono. Cada treinta y dos escalones, la escalera completaba una vuelta sobre sí misma, y otra vez teníamos por delante el panorama que ya habíamos visto miles de veces. Por momentos creíamos estar pisando siempre las mismas piedras, en el mismo orden, como si pretendiéramos bajar por una escalera mecánica ascendente. Una ilusión peligrosa, que desaparecía en cuanto tropezábamos con alguna huella de quienes nos habían precedido.

Evidentemente, la escalera era un camino transitado, por lo menos hacia abajo. No había día en que no tropezáramos con restos de otras expediciones: odres vacíos, trozos de soga, ropa abandonada, excrementos secos, algún cadáver descarnado. Nos alegraba saber que no éramos los primeros, pero resultaba extraño que nadie volviera a subir, y el tema empezó a preocuparnos, especialmente cuando al final de la segunda semana encontramos la excepción que confirmaba la regla.

La luz de la linterna mostró un bulto que se movía hacia nosotros, y justo antes de disparar nos dimos cuenta de que era un hombre. Estaba desnudo y subía lentamente, arrastrándose por los escalones.

—Buenas tardes —dijo Calibares.

No hubo respuesta. El hombre tenía los ojos cerrados, y tal vez los oídos también, porque no dio muestras de haber notado nuestra presencia. Siguió avanzando escalón por escalón, apretado contra la pared como nosotros. Gadma sacó la cámara y empezó a fotografiarlo, aunque sabía que la luz de la linterna no bastaba para impresionar la película.

—Somos exploradores del Centro —dijimos—. ¿Y usted?

El hombre llegó a nuestra altura, y nos pusimos en equilibrio junto al agujero central para abrirle paso. Sabrasú estiró un brazo pensando en tocarlo, pero se arrepintió: si el hombre tenía una reacción violenta, lo más probable era que consiguiera tirarnos por el agujero antes de que empezáramos a defendernos. Sin embargo, era difícil que le quedaran fuerzas para tanto. Estaba agotado. Se movía con dificultad, y sus resoplidos llenaban la escalera.

—¿De dónde viene? —insistimos, más para nosotros mismos que con la esperanza de conseguir una respuesta. El hombre siguió arrastrándose hasta que lo perdimos de vista en el tramo siguiente de la escalera. Pensando juntos, se nos ocurrió la posibilidad de subir detrás de él. Pero la perspectiva de trepar tantos escalones, y de luchar otra vez contra los tigres, las ratas y los murciélagos nos hizo temblar. De todos modos, no podría llegar demasiado lejos. Continuamos bajando.

Tropezamos con el segundo escalador cinco minutos más tarde. Como el primero, subía arrastrándose, tenía los ojos cerrados y estaba desnudo. La piel era muy blanca por arriba, pero abajo estaba enrojecida por el roce con los escalones. El pecho se le expandía y se le contraía como un fuelle con cada respiración, al mismo ritmo con que se movían los brazos. La expresión de la cara mostraba un cansancio enorme.

Esta vez fuimos menos prudentes. Nos sentamos en un escalón, hombro contra hombro, para impedirle el paso y obligarlo a hablar.

—¿De dónde viene? —preguntamos—. ¿Qué pasa ahí abajo?

Como esperábamos, el hombre no contestó. Siguió subiendo hasta que una de sus manos tocó un pie de Sabrasú, que estaba á la izquierda, junto a la pared.

—¿Por qué no habla? —preguntamos.

El hombre había retirado la mano como si se hubiese quemado, y ahora tanteaba el escalón buscando un punto libre por donde pasar. Mantenía los ojos cerrados.

—¿Qué le pasa? —preguntamos.

El hombre tocó el otro pie de Sabrasú, movió el cuerpo unos centímetros, tocó el pie izquierdo de Gadma, que estaba en el medio, luego el derecho, y volvió a moverse. —¿Quiénes son ustedes? —preguntamos—. ¿Por qué suben así?

Entre los tres ocupábamos casi todo el escalón. El hombre terminó de palpar los pies de Calibares y descubrió los diez centímetros de piedra despejada que había entre él y el agujero central. Por debajo de los ojos cerrados y la nariz dilatada apareció una especie de sonrisa. De pronto se dejó resbalar por el borde, y creímos que se caía, pero quedó aferrado a la escalera con su mano y, su pie derechos.

—¿Qué hacemos? —nos preguntamos nosotros mismos. Estábamos paralizados, mientras el hombre tensaba los músculos para sostenerse donde estaba.

Así pasaron unos segundos, hasta que el hombre consiguió estabilizarse. Entonces, con un esfuerzo extra, alzó el brazo hasta el siguiente escalón y se deslizó hacia arriba. Luego, con, un movimiento convulsivo, su pie también avanzó un escalón. Repitió el procedimiento una vez más, y luego otra, bajo nuestra mirada. Pronto el pie llego a la altura de Calibares y lo sobrepasó. Todavía sentados en nuestros lugares, torcíamos el cuello para verlo. Tres o cuatro escalones más arriba, el hombre estiró el brazo para palpar el terreno, descubrió que estaba libre y se alzó como quien sale del agua, hasta quedar tendido sobre la piedra. Hizo una pausa, apenas suficiente para respirar más profundamente que antes, se deslizó hasta la pared y siguió subiendo.

No nos movimos. Quince o veinte minutos más tarde todavía estábamos con los cuellos torcidos, mirando el punto por el que el segundo escalador, se había perdido de vista, cuando Sabrasú pegó un grito.

El tercer escalador acababa de llegar, y le había tocado un pie. Los tres saltamos al mismo tiempo. Sabrasú le agarró la cabeza, Gadma la cintura y Calibares las piernas. El hombre se sacudió, estirándose como si estuviera hecho de resortes, y Calibares salió despedido hacia el agujero central. Gadma le agarró un brazo justo antes de que desapareciera más allá del borde, pero el escalador movió las caderas y Gadma también resbaló por el escalón. Sabrasú no tuvo tiempo de pensar: a medias por su reacción de acercarse a nosotros y a medias por el empujón que le dio el escalador, terminó encontrándose sin un punto de apoyo que lo sostuviera, y los tres caímos por el vacío.

Era una sensación extraña. En medio del pánico y los gritos alcanzábamos a percibir que nuestra caída no era como debía ser. Los sucesivos tramos de la escalera se deslizaban a nuestro alrededor con lentitud, como si bajáramos en un ascensor. A cada momento nuestros bultos rozaban la piedra y el descenso se hacía todavía más lento. Gadma fue la primera que consiguió agarrarse a la escalera con una mano, y haciendo más fuerza que la que creía tener se levantó hasta quedar tendida sobre los escalones. Calibares fue el segundo, cinco tramos de escalera más abajo, y Sabrasú el tercero. Un rato después nos habíamos vuelto a reunir.

No encontramos más escaladores. Tampoco volvimos a experimentar con el agujero central. Seguimos bajando escalón por escalón hasta que el segundo odre quedó por la mitad, y calculamos que habían pasado tres semanas desde nuestra entrada a la escalera.. Las rodillas habían llevado la peor parte del trabajo, como sucede siempre que alguien baja por una escalera, y las piernas se nos doblaban. Nos dolían los músculos, por dormir sobre los escalones desparejos. El aire cada vez más viciado nos mareaba y nos hacía doler la cabeza. Habíamos dejado nuestra huella sobre un millón de escalones, y si la geografía del pozo esta vez no tenía sorpresas ocultas, estábamos doscientos kilómetros más abajo que al momento de partir. El pozo era mucho más grande y profundo de lo que esperábamos. Superaba incluso a las leyendas.

Sin embargo, y a pesar de que nada lo justificaba, teníamos una sensación de confianza en lo que vendría después. No era sólo obra del Consejero: aunque en ese momento no nos dimos cuenta, también estábamos influidos por ese poder que era capaz de controlar nuestros pensamientos. De modo que avanzábamos casi sin pensar en nada, mecánicamente, previendo el instante en que saldríamos de la escalera y encontraríamos un nuevo desafío que el pozo ya estaría preparando para nosotros. Gadma seguía escribiendo el informe, que a esa altura ya amenazaba con cubrir todo el papel que habíamos llevado. Calibares no dejaba de apuntar la linterna hacia adelante, aunque nos habría dado lo mismo avanzar a ciegas. Sabrasú elaboraba teorías sobre los ruidos que nos acompañaban, inventando corrientes de agua, animales subterráneos, escaleras iguales y paralelas a la nuestra que se multiplicaban en todas las direcciones, un universo secreto que debía existir al otro lado de las paredes.

No hubo manera de comprobar esas teorías. Al comienzo de la cuarta semana los ruidos se amplificaron de pronto y se convirtieron en el murmullo de una multitud. Sabrasú se rascó atrás de una oreja y nos recordó una leyenda que figuraba en la biblioteca de la nave. En otro momento nos habría parecido ridícula, pero ahora estábamos dispuestos a creer en cualquier cosa. Según esa leyenda, si uno oye murmullos dentro del pozo, es porque las paredes están llenas de gente con nostalgia de las rocas. La nostalgia de las rocas es una enfermedad de los habitantes de Guirnalda, que ningún médico pudo comprobar jamás. Cuando alguien la sufre, dice la leyenda, se interna en el pozo y se funde con las paredes.

Es una peculiaridad de la memoria lo que trastorna al enfermo. En cuanto la enfermedad empieza a incubarse en su organismo, la persona recuerda, como si hubiese sido ayer, la época en que las estrellas y los mundos se formaban, cuando los volcanes no tenían un lugar fijo, sino que estaban un poco en cada sitio, y todo lo que existía era roca, o materiales que subían, bajaban y se buscaban entre sí para formar rocas. El enfermo siente la necesidad de participar en ese movimiento lento, y así es que el pozo está lleno de hombres y mujeres quietos desde hace siglos, murmurando cosas que nadie entiende pero que seguramente se refieren a hechos ocurridos en tiempos remotos.

Esta vez, nuestra buena voluntad no fue suficiente para que la leyenda se confirmase. Los murmullos no venían del interior de las paredes. La escalera terminaba unos metros más abajo, sin nada que lo anunciara, y daba a un pasillo largo y angosto, iluminado con velas colocadas en unos nichos que alguien había abierto en las paredes. Calibares apagó la linterna y recorrimos el pasillo con precaución. Al otro lado había un salón inmenso, lleno de humo y olores penetrantes, y allí encontramos la multitud que murmuraba.

El salón era un preanuncio de la cárcel en que estamos ahora. Debía tener cien metros de largo y la mitad de ancho. Estábamos en uno de los extremos, y el humo apenas nos permitía ver lo que había en el otro. La luz provenía de hileras de velas, que se agrupaban en candelabros colgados de las paredes. Debajo de los candelabros había cuadros desgarrados a cuchilladas, espejos rotos, molduras agrietadas y estantes vacíos. Cada tanto se abría una puerta, que daba a otro pasillo como el que acabábamos de atravesar. Por encima, el techo estaba tapizado de escenas en relieve con ángeles y demonios, oscurecidos por el humo. En algunas partes el cielo raso se había desprendido, dejando a la vista la piedra desnuda. Para sostener el techo había tres hileras de columnas, con más escenas grabadas. Una de las columnas estaba caída, rota en dos pedazos. El piso, a nuestros pies, parecía de mármol, pero había que raspar la capa de suciedad que lo cubría para llegar a verlo. En los rincones se levantaban montañas de basura, restos de muebles, harapos, piedras sueltas.

La soledad de la escalera no nos había preparado para encontrarnos con toda la gente que llenaba el salón. La mayoría estaba echada en el suelo, junto a las paredes o alrededor de las columnas, durmiendo, jugando con un puñado de piedras y gritando para animarse, charlando o mirando algún punto vacío. Los demás caminaban en grupos de un lado a otro, sin rumbo. Gadma sacó varias fotos.

El cansancio que sentíamos hubiera bastado para hacernos caer ahí mismo, pero la mano mental que nos dominaba tenía otros planes. Nos acercamos a un grupo de tres hombres que pasaba a pocos metros.

—Buenas tardes —dijo Calibares, procurando disimular el miedo que sentíamos.

—Miren —dijo uno del grupo, que llevaba un gorro rojo—, deben ser nuevos.

—Se les nota —dijo otro, que tenía un gorro azul, mientras se enrollaba la barba con los dedos—. Hacía tiempo que no me encontraba con ninguno.

—¿Por dónde entraron? —preguntó el de gorro rojo.

—Por la escalera —contestamos.

Los tres hombres ríos miraron extrañados, seguramente por nuestro modo de hablar. Si su apariencia y su acento extranjero no bastaban, ese único detalle fue suficiente para demostrarnos que no eran aldeanos.

—Ya sé que por la escalera —aclaró el de gorro rojo—. Quiero decir antes de eso.

—¿Antes? —preguntamos.

—Lo que mi compañero quiere saber ——dijo el de gorro amarillo, que hasta entonces no había hablado—, es por dónde se metieron en el laberinto.

—¿Se refiere al pozo? —dijimos—. Por la cima de la montaña.

—¿De qué montaña? —preguntó el de gorro azul.

—La del pozo —dijimos—. ¿Qué otra, si no?

—¿En qué planeta está? —preguntó el de gorro amarillo.

Empezamos a creer que nos estaban haciendo una broma, y tratamos de reírnos. Pero el grupo nos había rodeado, y parecían demasiado serios. Todavía no habíamos desarrollado nuestras defensas, adquiridas mucho más tarde, en la cárcel, así que había que seguirles la corriente.

—En Guirnalda, claro —contestamos.

—Nunca lo oí nombrar —dijo el de gorro rojo.

—Yo tampoco —dijo el de gorro azul—. ¿Quedará muy lejos?

—Pero si estamos en Guirnalda —dijimos—. ¿De qué hablan?

Ahora sí, el de gorro rojo se río.

—¿Todavía no se lo dijeron? —preguntó.

—¿Qué cosa?

—No, no se lo dijeron —reflexionó el de gorro amarillo.

Los tres sonrieron a la vez, mientras movían la cabeza. De pronto nos transmitieron una oleada de compasión, y no entendimos el motivo. Luego el grupo dio media vuelta y empezó a alejarse. Pensamos en ir tras ellos, para enterarnos de algo concreto, pero nos pareció mejor olvidarlos. Probablemente estaban locos.

Empezamos a andar entre la multitud. Había hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos mezclados y en las mismas actitudes. Muchos estaban vestidos con trajes de amianto, ropa de cuero o mamelucos como los nuestros, y todos tenían cuencos, lanzallamas, odres, rollos de soga y linternas de las que vendían los aldeanos. De vez en cuando veíamos a un grupo que se iba por alguna de las puertas, siempre corriendo, o a un grupo que entraba, generalmente arrastrándose. Había poco contacto entre los distintos grupos, pero en general se percibía un ambiente pacífico. Si alguien nos miraba, era porque cruzábamos su campo visual.

Finalmente nos sentamos en un espacio libre que había junto a la pared, cerca de tres personas que hablaban a los gritos. Gadma quedó en el medio, Calibares a la izquierda y Sabrasú a la derecha, junto a una pila de sillas hechas pedazos. Arriba de nosotros estaban los restos de un cuadro que representaba a una serpiente de tres cabezas.

—Es un abuso —decía uno de los que gritaban—. Me cobraron el doble que a los demás.

—Y es siempre el mismo —decía otro—, eso es lo peor. El mismo miserable que me vendió tres veces esta soga.

—Nadie sabe cómo hacen —decía el tercero, una mujer—. Pero a mí no me engañan más.

El cansancio se había vuelto a adueñar de nosotros, y nos resultaba difícil interpretar lo que había alrededor. Calibares ya había cerrado los ojos, y apoyaba la cabeza en el hombro de Gadma. Sabrasú se entretenía mirando a una pareja que se movía dando vueltas en torno a una columna, y tropezando con todo. Cada tres o cuatro pasos se bamboleaban y cambiaban de dirección, de modo que en un momento determinado estuvieron a punto de atropellarnos. Se detuvieron junto a Gadma, apoyándose uno en el otro, haciendo equilibrio.

—Díganos cómo salir —pidió el hombre.

Detrás de ellos se acercaba una persona sin sexo, que andaba a gatas. Los había estado siguiendo alrededor de la columna.

—Por la escalera —dijo Gadma, señalando aproximadamente en la dirección de la que veníamos.

—No, por ahí ya fuimos —la mujer empezó a llorar—. Y es siempre igual.

—Nos arrepentimos al llegar afuera —dijo el hombre—, y nos mandan de vuelta.

La persona sin sexo llegó junto a ellos y se echó a sus pies. Pero la mujer se inclinó hacia atrás, y para no caerse tuvieron que dar varios pasos, alejándose de nosotros y de quien los seguía. No trataron de acercarse otra vez: se dejaron llevar por sus tambaleos hasta confundirse con el resto de la gente. La persona sin sexo soltó un gemido, dio media vuelta y se fue tras ellos.

Al rato apareció un viejo que debía tener cien años. Tropezó con las rodillas de Calibares, que abrió los ojos de golpe, y al caer quedó a la altura de Sabrasú.

—Ayúdeme, buen hombre —dijo—. Se me acabó la savia.

La savia debía ser el líquido que los aldeanos vendían como alimentó. Sabrasú sacó de sus bultos el odre que estaba por la mitad, y le iba a dar unos tragos al viejo cuando otro hombre se lo quitó de las manos y salió corriendo acompañado por dos cómplices.

—Tontos, tontos —gritaban los ladrones, mientras se escabullían por una de las puertas. No nos quedaban fuerzas para perseguirlos.

—Esos tienen la culpa de todo —dijo el viejo, que seguía tirado en el suelo—. Si algún día nos pusiéramos de acuerdo y actuáramos juntos, esto se acabaría —miró a Sabrasú—. ¿No le parece?

—No entendemos —dijo Sabrasú, inclinándose sobre él para oír mejor.

Otros dos viejos habían llegado poco después que el primero, y se habían acostado delante de nosotros. Aparentemente dormían. El primero los señaló.

—Llevamos ochenta años aquí —dijo—, y sabemos más que usted, joven.

—Sabrasú no quiere discutir —dijo Sabrasú—. Sólo le pide que hable más claro.

El viejo bajó la cabeza y se puso a toser.

—Los aldeanos nos ganan siempre —dijo después—, porque vamos solos. Pronto llegará el día en que salgamos mil, dos mil, cien mil, y entonces veremos quién es más fuerte.

—Está loco —dijo Gadma.

El viejo trató de levantarse y no pudo. Entonces alzó un puño y lo descargó sobre un pie de Gadma. .

—Más loca estará usted, señorita ——dijo.

Gadma se echó hacia atrás. El viejo no volvió a moverse. Sabrasú lo sacudió, pero no respondía, y dedujimos que se había muerto.

—Vámonos —dijo Calibares.

—Este lugar —siguió Gadma.

—Es insalubre —terminó Sabrasú.

Pero el cansancio era más fuerte que nosotros. Las piernas no nos respondían. Todavía estábamos tratando de levantarnos cuando, sin darnos cuenta, nos quedamos dormidos.

Soñamos con escalones, tigres y hombres desnudos que se arrastraban, y nos despertamos a medias varias veces.

El dolor de los músculos se entremezcló en los sueños, y volvimos a despertarnos en medio de pesadillas de torturas. Así paso un tiempo largo, hasta que conseguimos recuperar algo de energía. Los tres abrimos los ojos al mismo tiempo, plenamente conectados.

Los viejos habían desaparecido sin dejar rastros. El grupo que gritaba se había ido, y en su lugar había otro, que también estaba gritando. En los candelabros, las velas se seguían consumiendo, y tenían la mitad del largo que mostraban a nuestra entrada al salón. Nos pusimos de pie, acomodamos los bultos a nuestras espaldas y caminamos hacia la puerta más cercana.

Teníamos hambre, hacía calor, y todavía estábamos cansados. Pero lo único que nos importaba era escapar del salón. No teníamos claro el motivo, porque en cierto sentido el salón era menos amenazador que otros lugares del pozo que habíamos conocido, y sin embargo sentíamos que en cualquier otra parte estaríamos mejor. Así nos metimos en el pasillo que había al otro lado de la puerta, y anduvimos un rato a la luz de las velas, sin mirar hacia atrás.

El pasillo estaba desierto, y daba vueltas y vueltas. Cada diez o doce metros había una estatua, siempre la misma, que representaba a un hombre en posición de firmes. Al principio nos resultó vagamente familiar, pero no conseguimos identificarlo: a cada ejemplar le faltaba un pedazo, casi siempre la cabeza. Pero pronto encontramos un ejemplar completo, y tras observarlo unos segundos descubrimos que era el viejo de la cicatriz en la frente, el aldeano que nos había mostrado la escalera. Su presencia, aunque fuera en piedra, nos ponía nerviosos, así que apuramos el paso.

Los murmullos de la multitud se habían ido perdiendo a nuestras espaldas, reemplazados por los mismos ruidos que nos habían acompañado en la escalera, pero cuando menos lo esperábamos volvieron a surgir, ahora al frente. Recorrimos las últimas curvas del pasillo y otra vez llegamos al salón. Sin darnos cuenta, habíamos completado un giro de ciento ochenta grados.

No nos dimos por vencidos. Elegimos otra puerta al azar y volvimos a salir. El nuevo pasillo también tenía curvas y estatuas, aunque ahora el viejo de la cicatriz aparecía sentado en una especie de trono. Lo recorrimos en pocos minutos, y por segunda vez descubrimos que terminaba en el salón.

Hicimos dos intentos más, con el mismo resultado. En el tercer pasillo, el viejo de la cicatriz hacía una reverencia, con las manos colocadas palma contra palma a la altura de la frente. En el cuarto tenía los brazos abiertos y sonreía. Luego nos dejamos caer junto a una columna, en el centro del salón, a esperar algún milagro que nos salvara.

Como siempre, el Consejero estaba dispuesto a ayudarnos. Tomó cuerpo en su rincón de nuestra mente compartida, y empezó a deslizarse versículo a versículo ante nuestra mirada interior. Finalmente se detuvo en el versículo 88 del capítulo 45 de la sección 36: “La palabra es el camino. Convierte amenazas en signos. Transforma misterios en sonidos. Hable. Escuche hablar. El Idioma es un espejo. Si no entiende los objetos, entenderá su imagen reflejada en él.”

Era uno de los consejos más nítidos que habíamos recibido. Teníamos que hacer preguntas, buscar a algún habitante del salón que nos inspirara confianza y hablar con él, hasta comprender lo que ocurría. El problema era dónde buscarlo. Nos quedamos en el suelo, mirando a nuestro alrededor, sin saber por dónde empezar, pero la solución llegó sola: oímos unos pasos, y cuando nos dimos vuelta vimos que eran los hombres de gorro, los mismos que nos habían recibido a nuestra llegada al salón.

Ni siquiera necesitamos empezar la charla.

—¿Qué les parece el lugar? —preguntó el de gorro rojo, sentándose entre Gadma y Sabrasú. Azul y Amarillo se acomodaron un poco más allá, donde la curvatura de la columna nos impedía verlos. Rojo no esperó a que le contestáramos—. ¿Ya trataron de salir?

—Sí —respondimos, y empezamos a contarle nuestra experiencia con los pasillos.

—Claro, claro —nos interrumpió—. Todos hacemos lo mismo, al principio. Después aprendemos.

—¿Quiere decir que no hay ninguna salida? —preguntamos.

—A veces hay salida, y a veces no.

—¿Cómo?

—Para encontrarla se debe elegir una puerta y estar atento, esperando los signos adecuados. Después, es cosa de correr lo más rápido posible.

Lo miramos fijo, y empezó a reírse.

—Veo que no entienden nada —dijo—. Pero no se preocupen. Los vamos a ayudar. Cuando sea el momento justo, mis compañeros y yo los llevaremos a la mejor puerta y les mostraremos los signos.

—Gracias —dijimos, aunque no supiéramos qué estábamos agradeciendo.

—Les conviene irse pronto —siguió el hombre—. Son tan nuevos que tal vez consigan escapar para siempre.

—¿Qué significa eso?

—Cuanto más tiempo se pasa aquí, más difícil es salir del pozo. Las cadenas, por decirlo de algún modo, se hacen más resistentes. Tal vez uno consiga estirarlas lo suficiente para tener la ilusión de haber escapado, pero a menos que se hayan roto terminará volviendo. Es lo que nos pasa a nosotros —Rojo señaló a sus compañeros, que seguían fuera de nuestra vista—, y también a la mayoría de esta gente. Somos prisioneros del laberinto.

—Pero nosotros no queremos salir del pozo —dijimos—, o laberinto, como lo llama usted. Por ahora. Primero tenemos que terminar nuestra exploración.

—¿Eso dice su contrato? —preguntó el hombre.

—¿Cómo sabe que tenemos un contrato?

—Aquí todo el mundo tiene un contrato. ¿No se dieron cuenta? Todos somos exploradores del Centro.

—No puede ser.

—Habrán notado que todos los grupos son de tres personas —señaló en varias direcciones—, como exige el Sorteo. Inseparables, además.

—Pero el Centro nunca envía más de una expedición al mismo planeta.

—Eso es cierto.

—Entonces ustedes no son exploradores del Centro.

—Es que no nos enviaron al mismo planeta.

—¿Y qué hacen aquí? ¿Violaron su contrato?

—De ninguna manera —Rojo alzó la visera del gorro para rascarse la frente—. Fuimos a Lerjo, un mundo de las Licaidas, como nos ordenaron, a explorar las Cuevas del Imperio. Nos metimos en las Cuevas, bajamos y bajamos; y llegamos aquí.

—Imposible ¿Atravesaron el espacio andando bajo tierra?

—Vean —el hombre señaló a un grupo que se apoyaba en una columna vecina—. Esos tres vienen de Bortya, del Valle Profundo. Y aquellos —señaló a otro grupo—, de la Grieta de Trealcordam. Todos agujeros diferentes, en mundos diferentes. Y todos conectados con este sitio.

—Es absurdo.

—Claro que es absurdo. Pero eso no quita que sea la verdad.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Después, el hombre preguntó:

—¿Se decidieron a escapar, ahora?

—¿Y violar el contrato? —respondimos—. No. Lo único que queremos es explorar lo que quede del pozo.

—Escuchen —el hombre aspiró hondo, como si fuéramos demasiado para su paciencia—. No conozco el pozo de Guirnalda, de donde ustedes dicen venir, pero ya no están en Guirnalda. El pozo de Guirnalda quedó atrás, lejos, a años luz de distancia de aquí. Sería una casualidad muy improbable que consiguieran volver allá. Si tienen la suerte de encontrar una salida auténtica, no una de las salidas engañosas donde esperan los aldeanos, estará en algún otro mundo, sin ninguna relación con Guirnalda. ¿Entienden ahora?

—Sí, pero…

—Pero nada. Ustedes bajaron por la escalera, ¿no es cierto?

—¿Qué tiene que ver?

—Dos cosas tiene que ver. La primera, que esa escalera mide unos doscientos kilómetros. Más que la corteza de cualquier planeta habitable. Si estuviéramos en Guirnalda, a esta profundidad nos habríamos cocinado hace rato.

—Con una buena aislación…

—Ni lo sueñen. La segunda cosa que tiene que ver es la siguiente. El paisaje que vieron antes de meterse en la escalera, ¿era el mismo que ya conocían en Guirnalda?

—No.

—¿Y todavía no me creen? —el hombre alzó las manos, con las palmas hacia arriba—. Lo vieron con sus propios ojos. Para su información, el planeta donde comienza la escalera se llama Lago, y estoy seguro de que queda a miles de años luz de Guirnalda.

Estábamos confundidos. Era cierto que el último paisaje que habíamos visto no se correspondía con lo que debía ser, pero de todos modos no podíamos creer lo que decía el hombre. Incluso nos parecía más fácil aceptar la leyenda que le había contado a Sabrasú el supuesto dueño del pozo, y suponer que habíamos retrocedido en el tiempo, para encontrarnos con un Guirnalda sumergido en el pasado. De ese modo, hasta se explicaba la presencia del viejo de la cicatriz: podía ser un antepasado del otro, el que estaba en la cima. Así y todo, ninguna de las dos alternativas nos gustaba; una, la del traslado temporal, porque nos impedía el regreso a Varanira en nuestra propia época; la otra, la del traslado espacial, porque terminaba con nuestra expedición antes de lo que correspondía.

—Está equivocado —le dijimos al hombre de gorro rojo—. El que nos mostró la escalera fue alguien que ya habíamos visto a nuestra llegada a Guirnalda. Un guirnaldés. No un habitante de Lago, o como se llame.

—¿Cómo era?

—Era un hombre viejo, con una cicatriz…

—Una cicatriz en la frente —Rojo se dio una palmada en la rodilla—. Lo conozco. Todos lo conocemos, como a cada uno de los aldeanos. Están en todas partes.

—Es lo que sospechábamos, pero…

—Simultáneamente, quiero decir. Son omnipresentes. Manejan todo. Son los verdaderos dueños del pozo.

El hombre se quedó callado, mirándose las puntas de los pies. Esperamos unos segundos, pero no volvió a hablar.

—¿Por qué nos dice todo esto? —preguntamos.

El hombre levantó las cejas hasta que quedaron ocultas por la visera del gorro.

—Para ahorrarles tiempo y sufrimientos —contestó—. La información que les di costó mucho dolor y muchas vidas, entre generaciones de exploradores que nos precedieron. Es importante que no se pierda. Hay que difundirla, prevenir a los nuevos como ustedes, antes que…

Rojo hizo una pausa, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. Cuando volvió a mirarnos estaba sudando.

—Mentira —dijo—. Me obligan a decirlo. Controlan mis pensamientos, y no puedo…

Se calló, y nosotros optamos por no insistir, porque no nos gustaba el rumbo de sus palabras. A nuestro alrededor, la actividad no había cambiado: los que dormían seguían durmiendo, y los que caminaban, caminando. Algunos tenían la vista fija en los candelabros que se alineaban en las paredes, y descubrimos que de las velas quedaban apenas unos cabos que tardarían poco en consumirse. Nos preguntamos quién se encargaría de reemplazar las velas. A nuestro lado, el hombre de gorro rojo estiró los brazos hacia arriba, aspiró hondo y volvió a mirarnos, con la misma expresión tranquila de antes y con ganas de seguir conversando.

—¿Por qué hablan así? —preguntó de golpe.

Al principio no comprendimos a qué se refería, porque estábamos pensando en otra cosa, pero luego nos dimos cuenta de que le intrigaba nuestro modo de compartir las frases. Le explicamos que era una consecuencia natural del hecho de pensar juntos.

—¿Pensar juntos? —dijo—. ¿Son telépatas?

—No exactamente —contestamos—. Tenemos una mente en común, por encima de nuestras mentes individuales.

Rojo movió la cabeza de arriba abajo, como si esas pocas palabras le alcanzaran para entender lo que para nosotros seguía siendo en parte un misterio.

—La regla se confirma siempre —dijo.

—¿Qué regla?

—La de los monstruos —alzo una mano como para apaciguarnos—. No se ofendan. Quiero decir que todos somos monstruos. Miren —llamó a sus compañeros, que se pusieron a la vista, de espaldas a nosotros. Debían haber seguido la conversación, porque entendieron lo que quería Rojo sin explicaciones. Los tres se quitaron los gorros al mismo tiempo. Eran completamente calvos, y justo en la coronilla tenían un ojo, que parpadeaba mucho por estar acostumbrado a la oscuridad—. ¿Se dan cuenta?—preguntó Rojo mientras volvía a cubrirse la cabeza. Azul y Amarillo desaparecieron otra vez tras la columna—. Cada uno de nosotros tiene una particularidad, por decirlo de un modo suave.

—¿Todos los que están en el salón? —preguntamos tratando de recobrarnos de la sorpresa.

—Sí. Da la impresión de que quienquiera que maneje los asuntos del laberinto nos elige por eso —sonrió—. Como si quisiera levantar un circo. Aquellos, por ejemplo —señaló a tres jorobados que dormían a varios metros de distancia—, tienen agallas en la espalda, y pueden respirar bajo el agua. Esas mujeres—nos indicó unas pelirrojas que parecían estar rezando—, hablan el Idioma con cualquier acento que uno les pida, aun sin haberlo oído antes. Estos tres ——señaló a la pareja y a la persona sin sexo que nos habían pedido ayuda, y que ahora seguían arrastrándose alrededor de una columna——, perciben el tiempo como una dimensión espacial, en conjunto, aunque sólo consiguen desplazarse por él como nosotros. Pobres, conocen el futuro y el pasado, y saben que no tienen escapatoria del laberinto, pero simulan tener esperanzas. Y hay casos peores —Rojo hizo una pausa, pensando—. Es difícil de creer, pero me hablaron de un hombre que adivina de dónde vino uno, el planeta, el edilicio, la habitación exacta, después de una simple charla.

—Lo conocernos —dijimos, sobresaltados—. Nos lo encontramos a poco de llegar. Dibujó nuestra oficina.

—Era cierto, entonces —dijo el hombre——. Me faltaba una confirmación.

—Un momento —dijo Sabrasú, que se había estado rascando atrás de la oreja—. Usted dice que nos elige el que maneja los asuntos del laberinto. ¿Y el Sorteo? ¿No era que todos los que están aquí son exploradores del Centro? ¿Acaso quien controla el laberinto puede controlar también el Sorteo?

—Es evidente —dijo el hombre.

—¿Cómo puede ser? ——preguntamos, luego de que la idea de Sabrasú penetró en nuestro pensamiento compartido.

—Deberían saberlo —el hombre señaló el cuello de Gadma—. Por lo que veo, seguramente se encontraron con el Poder.

—¿El Poder? —nosotros también miramos el cuello de Gadma, ahora completamente desorientados.

—O como lo llamen ustedes —dijo el hombre—. Esta mujer lleva consigo el enlace, lo que permite percibir las manifestaciones del Poder.

—No sabemos de qué habla —dijimos.

El hombre estiró la mano y agarró el collar que tenía Gadma, con el hueso en forma de X, que nos habían vendido en la primera aldea.

—De esto hablo —dijo el hombre—. ¿No sabían lo que era?

—No.

El hombre soltó el collar, metió la mano dentro de su mameluco y sacó otro hueso igual, enhebrado en una cadena de oro.

—¿Ven? —dijo—. Yo también lo tengo. Los aldeanos le entregan uno a cada equipo de exploradores. Sin esto no tendríamos contacto— con el Poder.

—Todavía no nos explicó qué es el Poder —le recordamos.

—Es lo que gobierna al Centro —dijo el hombre—. En cada sucursal se le da un nombre diferente. Algunos lo llaman Azar, otros Dios, otros Casualidad, otros Conocimiento, otros Unidad. En Diancu, mi planeta, lo llamamos Poder.

De pronto comprendimos.

—La Computadora Central —dijimos—. Este es el signo.

—¿Computadora Central? —dijo el hombre—. No está mal como idea. Es una excelente encarnación del Poder —hizo una pausa—. Pero no entiendo lo del signo.

—Así lo llamó la Computadora Central ——dijimos—, si era realmente ella.

El hombre movió la cabeza afirmativamente.

—Entonces la encontraron —dijo—. Vieron la manifestación del Poder.

—Sí —respondimos—. O por lo menos eso nos hicieron creer.

—Hacen bien en dudarlo. Aquí no estamos seguros de nada. Hay quienes piensan que se trata realmente del Poder, que se nos manifiesta a quienes entramos al laberinto. Pero también hay otros que creen en una versión opuesta del Poder, como un Poder paralelo, cuyo reino es el laberinto. Una imagen en negativo del Centro, si es que esta comparación sirve para algo.

—¿A usted también se le presentó?

—Claro, a los tres —el hombre parecía sorprendido por nuestra ingenuidad—. A todos se nos presenta alguna vez —de nuevo hizo una pausa—. Pero usted había preguntado algo, antes —señaló a Sabrasú—. Quería saber si quien controla el laberinto puede controlar el Sorteo. La respuesta es sí, aunque no sepamos cómo. Si el laberinto está en manos del auténtico Poder, entonces es lógico que controle el Sorteo. Pero si este Poder no es el Poder que gobierna al Centro, entonces la cuestión resulta mucho más confusa. Parecería que ambos Poderes se superponen, como dos hojas de papel, o más precisamente como dos sombras producidas por diferentes luces.

—Está bien —dijo Sabrasú—. Pero usted también dijo que los aldeanos son los verdaderos dueños del pozo. Que manejan todo. ¿No se contradice ahora, con este asunto del Poder?

—Si fuera así —dijo el hombre—, también habría contradicción con la existencia de leyes físicas. Todo depende del punto de vista. Las leyes físicas, el Poder, los aldeanos, son distintos planos de una misma cuestión. Como el microcosmos y el macrocosmos. Podríamos suponer que los aldeanos gobiernan el microcosmos, y en ese nivel nadie puede discutirles la supremacía. Pero el macrocosmos está en manos del Poder. Y las leyes físicas, un tanto más complejas que las que se aprenden en el Centro, proveen la estructura en la que se asientan tanto uno como otro. ¿Se da cuenta?

—Pero los aldeanos parecen tan…

—¿Tan qué?

—Tan primitivos.

—Todo depende de cómo lo mire —Rojo pensó unos segundos antes de seguir hablando—. Si les pide tecnología, no podrán mostrársela, porque la tecnología es terreno del Poder. Pero tienen sus habilidades. Por ejemplo…

—Son buenos vendedores —interrumpimos.

—Es su obligación —dijo Rojo—. Y también saben hablar el Idioma con todos los acentos que existen, igual que esas pelirrojas que están ahí. ¿A ustedes no les hablaron como en su planeta de origen?

—Sí —reconocimos.

Y por encima de todo, producen cada elemento que los exploradores usamos en el laberinto. Cuentan con la materia prima de una infinidad de mundos, y con el dinero que el Poder les hace llegar a través de nosotros.

Rojo se calló de golpe, y Sabrasú empezó a pensar alguna otra objeción, pero no tuvo tiempo de completarla. A nuestro alrededor la luz disminuía, y vimos que las velas se estaban agotando. Algunas ya se habían apagado. El hombre de gorro rojo metió las manos en nuestros bultos, y antes de que pudiéramos protestar había sacado tres mantas.

—Se acabó la charla —dijo—. Cúbranse rápido.

Le hicimos caso. Sabrasú y Gadma se acomodaron bajo una de las mantas, y Calibares y Rojo bajo la otra. La tercera quedó en manos de Azul y Amarillo. Pero nuestra obediencia no se debía a la orden de Rojo, sino a que el resto de la gente hacía lo mismo. Como si alguien hubiera dado una voz de alarma, todos habían sacado sus mantas y se estaban tapando. Las últimas velas se apagaron al mismo tiempo que escondíamos la cabeza.

Fue otro preanuncio de la cárcel. Hubo unos instantes de silencio, y luego oímos un rugido que nos hizo doler los tímpanos. Nos quedamos quietos, temblando de miedo, mientras unas manos invisibles nos recorrían el cuerpo a través de las mantas. El rugido se repitió, seguido por algunos gritos. El suelo empezó a calentarse.

—No se muevan —susurró Rojo.

Obedecimos otra vez, aunque el piso nos estaba quemando, porque el miedo era más fuerte que el dolor. Así pasamos un tiempo interminable, hasta que las manos invisibles se fueron y el suelo volvió a enfriarse, y todavía seguimos quietos unos minutos más. Después el murmullo de la gente reemplazó al silencio, y Rojo nos indicó que ya podíamos asomarnos.

Sacamos la cabeza fuera de las mantas, y vimos que todo seguía igual que antes, excepto por un detalle: en los candelabros había velas nuevas. La gente estaba plegando sus mantas para guardarlas, como si no hubiera ocurrido nada. Tratamos de imitar a los demás, pero todavía nos movíamos con torpeza.

—Ya se van a acostumbrar —dijo el hombre de gorro rojo—, si no consiguen escapar antes —nos ayudó a guardar las mantas—. Ahora hay que apurarse.

—¿Para qué? —preguntamos.

Rojo no respondió. Se puso de pie y empezó a caminar hacia una puerta. Sin una alternativa mejor para elegir, cargamos los bultos y lo seguimos. Detrás venían Azul y Amarillo.

—Éste es el mejor momento —dijo Rojo cuando lo alcanzamos—, después del cambio de velas. Los carceleros están cansados, y es más probable que dejen una salida abierta.

No hicimos mas preguntas. Rojo, Azul y Amarillo se pusieron en cuclillas junto a la puerta, y nos indicaron que hiciéramos lo mismo. Al otro lado había un pasillo como los que ya conocíamos. Esperamos varios minutos, con la mirada fija en el interior del pasillo. A nuestro alrededor se fue juntando una ronda de habitantes del salón, que parecían interesados en lo que hacíamos. Hablaban entre ellos en voz baja, y de vez en cuando señalaban algo que no conseguíamos ver.

De pronto las paredes empezaron a moverse. Saltamos hacia atrás, pero los hombres de gorro nos obligaron a volver a nuestra posición. Los curiosos gritaban con entusiasmo. Delante, el pasillo cambiaba de forma, los candelabros se hundían en la pared, y donde antes había una curva empezaba a vislumbrarse un túnel largo y recto. Un instante más tarde no quedaba nada de la imagen original, y sin embargo la piedra seguía agitándose. Rojo se inclinó un poco y se puso tenso, como si esperara una señal. Durante uno o dos minutos hubo silencio, y hasta la ronda de curiosos parecía haberse calmado. Luego Rojo empezó a agitar una mano.

—Ahora —gritó—. Corran.

Los demás también gritaban, empezando por Azul y Amarillo, y siguiendo por cada curioso de la ronda. Sin pensarlo dos veces nos pusimos de pie y nos metimos en el túnel a toda velocidad. Algo nos decía que era lo único que podíamos hacer. Avanzamos sobre un piso que vibraba bajo nuestros pies, se alzaba y volvía a caer, con los brazos abiertos para tratar de atajar las paredes que se nos venían encima. Los gritos de la gente se fueron perdiendo detrás de nosotros, y otros ruidos los reemplazaron: golpes, gemidos y llantos, como si la piedra se lamentara por la tranquilidad perdida.

Al poco tiempo nos encontramos en medio de la oscuridad, y nos detuvimos para mirar hacia atrás. No había señales de los hombres de gorro, ni de los curiosos, ni del salón. Calibares sacó la linterna y la encendió. A nuestro alrededor las paredes seguían latiendo, y volvimos a correr.

El túnel se llenó de imágenes confusas, espejismos, ilusiones. Nos parecía que una pared crecía ante nosotros, pero era el aire. Creíamos ver una curva, pero doblábamos y nos golpeábamos contra la piedra. Del piso se levantaba una mano para detenernos, pero a último momento volvía a caer. Se abría un abismo sin fondo bajo nuestros pies, y cuando buscábamos desesperadamente algo para agarrarnos se cerraba otra vez. Nos tapamos los ojos con las manos, y las imágenes atravesaron las manos y los párpados. Nos detuvimos, y el túnel siguió corriendo a nuestro alrededor.

Los gemidos y los llantos se transformaron en protestas, y las protestas en aullidos. En parte éramos nosotros mismos, que también aullábamos. Una vez creímos haber salido a la luz del sol, pero estiramos los brazos y tropezamos con paredes invisibles. Luego, el túnel nos envolvió como antes.

Así anduvimos durante horas. No teníamos otro pensamiento que el de avanzar, buscar la salida. El universo se había reducido a la dimensión de una línea, por la que saltábamos de un punto a otro, tratando de llegar al extremo.

Finalmente nos caímos, y el suelo resultó demasiado acogedor para que volviéramos a levantarnos. Sentimos un calor agradable sobre la espalda, y hundimos la cara en la piedra blanda. Dormimos un tiempo, sin sueños, y al despertar todo estaba quieto y en silencio.

Abrimos los ojos sobre la tierra desnuda, a la sombra de un árbol, bajo un cielo con nubes. Apoyado en el tronco del árbol había un aldeano joven que nos esperaba, masticando una hoja de hierba. Más allá, en un declive del terreno, estaban las casas.

El fondo del pozo – 15

El fondo del pozo

15

“Los sentidos no perciben las cosas del mundo. Se perciben a sí mismos en las cosas del mundo. Vea. Toque. Oiga. Guste. Huela. Descubrirá las propiedades de sus sentidos, no las propiedades del universo.”
(Consejero, 7391:14)

Cuando llega la hora de la comida todavía estamos inspeccionando las aberturas de la prisión. Es el momento de más calor de todo el verano. El zumbido que anuncia el almuerzo nos sorprende en el fondo de un túnel helado, en el que nos habíamos refugiado, y nos apuramos a salir. Las cápsulas empiezan a caer al mismo tiempo que asomamos la cabeza fuera del túnel. Dejamos nuestras pertenencias en un lugar apropiado y nos sumergimos en la lucha de todos los días.

El escalón superior, el que limita con la pared, sólo se llena de gente durante la caída de las cápsulas. Cada uno de los prisioneros trata de poner la mayor distancia posible con los demás, para abarcar el espacio más grande. Nosotros tenemos algunas ventajas: siendo tres y pensando juntos, nos colocamos en los vértices de un triángulo mayor que el espacio promedio, e impedimos la entrada a todo el que se acerca. Luego tendremos un botín de cápsulas desparramadas por el suelo que pocos prisioneros se atreverían a soñar.

Esta vez las cápsulas tienen gusto a fruta, de modo que es más difícil que de costumbre quedar satisfechos. Cuando terminamos de atajarlas, de juntar los restos y de raspar el suelo con las uñas, alzamos los bultos y nos vamos a descansar a un rincón bastante oscuro, lejos de los fuegos. Las primeras formaciones de humo están suspendidas del aire, y a partir de ahora casi podríamos usarlas como reloj, siguiendo su desarrollo, su crecimiento rápido en torno a los fuegos, su dispersión hacia todos los puntos de la cárcel. La apariencia de limpieza que tenía la prisión al comienzo del verano, hace pocas horas, ya no existe. Los escalones se van llenando de excrementos, particularmente ahora, después de la comida. Los trozos de leña caídos durante el invierno están a medio quemar, y las cenizas se distribuyen uniformemente alrededor de los fuegos. Las corrientes de agua están teñidas de marrón, y arrastran objetos perdidos por los habitantes de los escalones superiores, que otra gente, en los escalones inferiores, trata de pescar antes de que caigan a la fosa central. Podría decirse que la entropía va en aumento, cosa que a Dindir no le gustaría nada si estuviera aquí, y llegará a su punto máximo justo antes del comienzo del invierno. Lo que nadie sospechó jamás, ni siquiera Dindir, es que la entropía tiene mal olor.

Con el estómago lleno conseguimos calmar la corriente eléctrica que nos produjo la visión del grupo que se bañaba, el de introvertidos y extrovertidos. Pero no se va del todo, sigue latente en un rincón del vientre, como un dolor placentero, un principio de asfixia, una fuerza contenida que pronto exigirá que la liberemos. Sabrasú se desconectó, como suele hacer últimamente, para pensar en sus teorías, o para reemplazar la soledad de nuestra mente compartida por la compañía de nuestros pensamientos individuales. Es el inconveniente de pensar juntos, que no habíamos notado antes de entrar a la prisión: si no hay otra gente en la cual confiar, quedamos aislados.

Un rato más tarde nos ponemos de pie, convencidos de que seguir trabajando es el mejor método para olvidar la tensión. Avanzamos pegados a la pared, mientras Calibares ilumina la piedra con la linterna, estudiando los resquicios y las imperfecciones. Aunque nuestro amigo, el de gorro rojo, haya dicho que la tecnología es terreno del Poder, la linterna es probablemente el artefacto más asombroso que hayamos visto: es la misma que compramos a los aldeanos en la cima de la montaña, y jamás tuvimos que recargarla. Por otra parte, no sabríamos cómo hacerlo; es imposible abrirla, y no tenemos la menor idea de cómo funciona. Es increíble que alguna vez la hayamos juzgado primitiva.

Pronto llegamos a la siguiente abertura, una claraboya estrecha que da a una esfera de cristal. La claraboya alcanza apenas para que metamos la cabeza y un brazo con la linterna, y lo hacemos por turno, para observar los reflejos de la luz en el cristal. Jamás pudimos determinar el diámetro de la esfera, ni siquiera arrojando cosas a su interior. Tampoco sabemos qué hay detrás del cristal, donde se forman imágenes de sueño, fantasías que de algún modo parecen sincronizarse con los pensamientos del observador, modelos abstractos de cosas familiares y que sin embargo no podemos identificar. El efecto es hipnótico y cuando uno de nosotros lo contempla los otros dos tienen que sacarle la cabeza de la claraboya por la fuerza. Si pensamos juntos, nuestra mente compartida se sobresalta, y tenemos que desconectarnos para recuperar la tranquilidad.

Esta vez Gadma es la última en mirar. Mientras se recupera del encantamiento, seguimos andando.

Diez metros más adelante hay otra abertura, en la que apenas nos detenemos. Es una puerta de madera, que se abre a un pozo vertical por el que cuelga una soga. La soga es una invitación a bajar, pero no hay que aceptarla. Una vez Calibares empezó a descender, y algo lo agarró por los pies. Tuvimos que tirar con toda nuestra fuerza para salvarlo, y las marcas jamás se le borraron. De modo que sólo abrimos la puerta para asegurarnos de que nada haya cambiado, y la cerramos otra vez.

Así son nuestras expediciones por el perímetro de la prisión. La mayoría de las aberturas han dejado de interesarnos hace tiempo, y si las visitamos es por una cuestión de rutina. Pero a veces encontramos algo nuevo, o recibimos una sorpresa, como ocurrió con el loco del traje de buzo y su regreso del espacio vacío. Un solo acontecimiento de esa clase justifica varias expediciones, aunque quede sin explicar, y ahora nos sentiríamos conformes con lo obtenido aunque recorriéramos otras doscientas aberturas sin encontrar nada interesante.

Sin embargo, la suerte está a nuestro favor, porque un poco más tarde tropezamos con algo que estamos buscando desde hace mucho tiempo. Primero, Calibares ilumina una ranura en la piedra, que no habíamos visto antes. Luego sacamos un trozo de alambre de nuestros bultos, uno de los tantos objetos valiosos que fuimos recolectando desde nuestra llegada a la prisión, y lo metemos por la ranura para ver qué ocurre. Se oye un clic y nos echamos al suelo, pero la ranura decide no atacarnos. Volvemos a mirar, y ahora hay dos ranuras. La segunda también produce un clic, y surge una tercera. Repetimos el procedimiento varias veces más, y pronto nos damos cuenta de que las sucesivas ranuras van dibujando en la piedra el contorno de una puerta. Cuando la puerta queda completa, la empujamos y se abre a una habitación desconocida.

En la habitación hay un laboratorio fotográfico. Está a oscuras, pero la luz de la linterna nos basta para ver lo que contiene. Las cajas de papel sensible se apilan en varios estantes, sobre la pared opuesta a la entrada. A un costado hay una mesa con cubetas y varios frascos de material opaco, y junto a la mesa una pileta y una canilla. Un poco más cerca está la ampliadora, y encima de todo, gobernando el escenario, cuelga una lámpara roja, apagada.

El hallazgo es demasiado bueno como para no sospechar, y nos quedamos unos minutos afuera, esperando descubrir dónde está la trampa. Gadma se pone nerviosa: la mayor parte del bulto que lleva a la espalda, además de las pilas de papel garabateado del informe, consiste en kilómetros de película expuesta y no revelada, donde está registrado todo lo que apuntó con su cámara desde nuestra llegada a Guirnalda. Hasta ahora no tuvimos ocasión de revelar ni un centímetro de esa película, con la que podríamos reconstruir una a una las imágenes del pozo, refrescar la memoria y tal vez explicar algunas de las cosas que ocurrieron. Por eso, Gadma está ansiosa por aprovechar la oportunidad. Nosotros también, pero tenemos un poco más de paciencia, y la agarramos de los brazos para que no se meta corriendo en la habitación.

Sin embargo, las precauciones no parecen necesarias. Dentro del laboratorio todo está quieto. Afuera, un grupo de hombres sentados en torno a un fuego cercano nos mira con curiosidad. Una nube de humo flota un instante alrededor de nuestras cabezas y luego se asoma al interior del laboratorio. Finalmente, Calibares lo imita. Junto a la puerta, del lado de adentro, hay un interruptor. Calibares lo acciona y salta hacia atrás, mientras la luz roja se enciende. Durante otros diez minutos no hay novedades. Algunos de los hombres que nos miran deciden acercarse para ver qué hacemos, y antes de darnos cuenta quedamos encerrados entre ellos y la habitación.

La cárcel es peligrosa por sí misma, pero nos enseñó que los prisioneros son más peligrosos todavía. Sabrasú acepta que nos conectemos para defendemos mejor, pero Gadma elige antes que nosotros y nos empuja dentro del laboratorio. Cerramos la puerta detrás de nosotros.

Al otro lado los hombres empiezan a golpear, pero los ruidos y los gritos nos llegan amortiguados por la piedra. La puerta tiene una barra de metal que baja y calza en un gancho que hay en la pared. La colocamos en su sitio, y quedamos a salvo de los curiosos.

No tiene sentido preguntarse por qué los carceleros han puesto un laboratorio fotográfico a nuestra disposición. Sus motivos forman parte de la metafísica, y por más que teoricemos no podemos contar con saber la verdad. Amontonamos nuestras cosas en el único rincón vacío, entre la entrada y la ampliadora. Calibares se sienta junto a la puerta, y Sabrasú empieza a recorrer los estantes, sacudiendo las cajas para comprobar que están llenas. Gadma no pierde tiempo: abre las puertas de un armario que estaba oculto detrás de la entrada, encuentra varios tanques de revelado, broches y termómetros, y se lleva todo a la mesa. Luego estudia el contenido de los frascos y prepara una mezcla con lo que hay en uno de ellos y agua. Llena los tanques, saca los rollos de película de entre los bultos, elige algunos y apaga la luz.

Al no haber peligros aparentes, volvemos a desconectarnos. Los curiosos se habrán aburrido, porque ya no se oyen. Lo único que percibimos son los ruidos que hace Gadma mientras revela un rollo de película tras otro, y los va acomodando en la pileta llena de agua. Sabrasú se echa en el suelo, al lado de los estantes, y se duerme. Calibares se queda un rato apoyado en la puerta, y luego también opta por dormirse. Cuando abrimos los ojos todo está en silencio.

—¿Qué pasa? —pregunta Calibares en la oscuridad.

—Los negativos se están secando —dice Gadma—. Hay que esperar.

—¿Ya están todos revelados? —pregunta Sabrasú.

—No —dice Gadma—, una parte. Pero Gadma también necesita descansar.

—¿Podemos prender la luz? —pide Sabrasú.

—Un momento —interrumpe Calibares.

Nos callamos. Hay un susurro casi imperceptible que llega a través de la puerta, como un huracán con sordina.

—Veo que todavía están aquí —dice una voz profunda, acompañada por un grito lejano.

—Te lo dije —responde otra voz—, no pueden escapar.

La segunda voz es aguda, y está matizada por una risa. Nos damos cuenta de que afuera ha llegado el invierno, y las tres cabezas de luz se están divirtiendo otra vez a costa de los prisioneros. Empezamos a temblar, aunque el frío no atraviese la puerta. Es la primera vez que pasamos el invierno fuera del lugar que corresponde a los prisioneros, y no sabemos si los dueños de la cárcel nos permitirán tanta libertad sin castigo. Quietos en nuestros lugares, tratando de no hacer ningún ruido, escuchamos el discurso del pico de águila, los gritos de las víctimas elegidas por las garras, las risas finales y el silencio que cae sobre la prisión. Tenemos los ojos bien abiertos, los puños apretados y las piernas rígidas, y así nos quedamos durante horas, conectándonos y desconectándonos según los vaivenes del miedo. Mucho más tarde el cansancio nos obliga a dormir.

Nos despiertan unos golpes en la puerta, y saltamos de nuestros lugares preparados para luchar. Pero son los curiosos del verano anterior: los reconocemos por los gritos. Nos resulta fácil imaginar su desesperación, después de vernos desaparecer tras una puerta y no regresar. Estarán pensando que encontramos una salida. De todos modos la puerta parece firme, y nos tranquilizamos. Además, el hecho de que haya terminado el invierno y los carceleros nos permitan seguir en este lugar significa que, al menos por el momento, estamos seguros. Gadma enciende la luz y revisa los negativos. Están secos.

Gadma llena algunas cubetas con una mezcla de líquidos y agua y enciende la ampliadora. Todo funciona bien. Sabrasú le alcanza una caja de papel sensible, y Gadma prepara la primera tira de película revelada, colocándola en la ampliadora de manera que el primer negativo queda proyectado en el sitio donde va el papel. Lo pone en foco, y los tres nos inclinamos para ver.

Al principio no entendemos nada: sólo hay unas manchas sin sentido.

—Es la primera fotografía que sacó Gadma —explica Gadma—, en el puerto de Guirnalda.

Entonces vemos los edificios, blancos bajo un cielo negro, recortados en los rincones. Delante de todo está la nave, y Calibares estira una mano como si quisiera acariciarla. El dibujo de luz y sombra le trepa por encima de los dedos, Gadma apaga la ampliadora, coloca un papel y dispara. Luego pasa el papel por los líquidos y lo sumerge en el agua de la pileta. El segundo negativo es muy parecido al primero, y dejamos que Gadma siga trabajando sola.

Un rato más tarde tenemos una colección de fotografías que se lavan en la pileta. Encendemos una luz blanca que hay justo encima, y vemos la ciudad de Guirnalda, el almacén de ramos generales donde hicimos nuestras compras, la nave otra vez. Estamos nosotros mismos, en pose de turistas. Miramos nuestras propias sonrisas, nuestras caras blancas y nuestra ropa de verano recién comprada y sentimos dos cosas contradictorias: rabia, y una nostalgia que casi nos impide respirar.

La siguiente tira de negativos abarca el primer tramo de nuestro paseo en burro, desde la ciudad hasta la montaña. En cada uno la montaña aparece un poco más grande que en el anterior, hasta que una sola fotografía no basta para encerrarla. Nos detenemos un buen rato en estudiar la secuencia, buscando señales de las aldeas. La montaña parece deshabitada.

A Gadma le lleva varias horas copiar todas las fotos que sacó durante nuestra ascensión hasta la cima, y poco a poco vamos perdiendo interés. Empezamos a sentir hambre. Calibares apoya un oído en la puerta para tratar de descubrir si afuera están cayendo las cápsulas. No oye nada.

—La cima —anuncia Gadma más tarde, y nos amontonamos alrededor de la pileta.

—¿Está segura Gadma de que es la cima? —pregunta Sabrasú, observando una foto tras otra.

—Gadma nunca se equivoca en sus anotaciones— contesta Gadma.

—¿Y dónde está la aldea? —pregunta Calibares.

No podemos responderle. En algunas fotos aparecemos nosotros, o nuestros burros. En las demás sólo hay piedras, cielo, pedazos de montaña. Las casas y los aldeanos se perdieron en algún punto entre lo que vieron nuestros ojos y la película. Reconocemos el lugar: la disposición de las piedras, la forma del borde que nos separaba del abismo, todo coincide con nuestro recuerdo de la cima. Pero el lugar está vacío.

Varias fotos seguidas han quedado fuera de foco, y no se entienden: son las correspondientes al momento en que vimos la boca del pozo, cuando Gadma olvidó de pronto cómo manejar la cámara. Pero luego distinguimos claramente la boca. Es tal como la recordamos, aunque no hay rastros de la valla.

Gadma sigue trabajando a toda velocidad. Tratamos de ayudarla, pero lo único que conseguimos es estropear varias copias por exponerlas a la luz blanca antes de pasarlas por el fijador. Nos apartamos. Sabrasú se pone a silbar una melodía improvisada. Calibares da vueltas por los rincones, golpeando las paredes con los puños cerrados.

Poco a poco van surgiendo las fotos siguientes. No son interesantes. Algunas muestran piedras movidas, otras nuestras caras de sorpresa. Finalmente llegan las que corresponden a nuestra recorrida por la casa-laberinto, donde terminamos encontrando a la supuesta Computadora Central. Por lo menos, Gadma asegura que son ésas. Lo único que muestran es un túnel oscuro, o algo que parece un túnel: los negativos apenas están impresionados por la luz escasa de la linterna.

—Esto es ridículo —dice Sabrasú, el primero que se atreve a hablar.

—No vale la pena seguir—dice Calibares—. Gadma es un desastre sacando fotos.

—Así que la culpa es de Gadma —dice Gadma.

—De alguien debe ser —dice Sabrasú.

—Algún defecto de la cámara —propone Calibares.

Nos miramos, apretando los puños. Seguimos teniendo rabia, miedo y nostalgia. Estamos desorientados. El pozo jamás va a terminar de jugar con nosotros. La corriente eléctrica nos sigue recorriendo la espalda. Estamos en un lugar prohibido de la cárcel, dudando de nuestra memoria y de nuestros sentidos, mientras pasa la hora de la comida. No nos atrevemos a salir, ni queremos quedarnos. Necesitamos un desahogo.

Es imposible saber cuál de nosotros se mueve primero, pero de pronto nos abrazamos, rodamos por el suelo, nos enroscamos, nos desenroscamos, nos atornillamos, nos desatornillamos. Otra vez conectados, somos testigos de nuestra mente compartida, que se deja llevar por las sensaciones de seis manos que acarician y seis superficies acariciadas simultáneamente. Nos consolamos, nos desconsolamos, nos apretamos uno contra otro contra otro. Cerramos los ojos para clausurar el resto del mundo. Cada uno de nosotros guía las manos de los demás, somos un único organismo que se lame las heridas, se reconforta, se excita.

Un ruido nos obliga a separarnos. Pero no es el ruido, sino una orden no pronunciada, una señal de la mano que tantas veces controló nuestros pensamientos durante la expedición. La barra que cierra la puerta se está levantando. Sube un centímetro, luego otro, y después dos más. Retrocedemos hasta el rincón de la pileta, nos escondemos detrás de nosotros mismos. La barra termina de alzarse, y la puerta se abre. Entra alguien que al principio no conseguimos distinguir. Su cuerpo está tomando forma, o nuestros sentidos tratan de acomodarse a la nueva percepción. El recién llegado cierra la puerta a sus espaldas, baja la barra y cruza los brazos apenas modelados.

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —pregunta. Nuestra vista termina de adaptarse. Lo reconocemos. Es el loco del traje de buzo.

El fondo del pozo – 16

El fondo del pozo

16

“La memoria es transversal. Recorre los acontecimientos en una dirección que no es la del espacio ni la del tiempo. Viva. Recuerde. Tendrá dos experiencias diferentes.”
(Consejero, 68:53:106)

El aldeano no se separaba del árbol. Tenía el codo derecho apoyado en la mano izquierda, y se miraba las uñas de la otra mano. Esperaba que reaccionáramos, pero teníamos muchas cosas que digerir antes de empezar a movernos. Nos quedamos un rato largo echados en la tierra. Sentíamos las piedras que se nos clavaban en la piel poco a poco, profundizando la irritación célula por célula, del mismo modo en que las últimas sorpresas del pozo avanzaban por nuestra mente compartida, con dolor.

No estábamos en condiciones de razonar. Ya nos resultaba difícil elegir entre los impulsos que nos tentaban: quedarnos en el suelo para siempre, salir corriendo, dejarnos morir, continuar en nuestro papel de exploradores, abandonar todo y buscar un rincón del universo en el que pudiéramos olvidar y ser olvidados. Nuestro pensamiento estaba cruzado por imágenes fugaces del pozo, de nuestra oficina, de Dindir, Balibar y Hecher, de los momentos que parecían haber influido para que llegáramos a nuestro estado actual, de cansancio y desesperación. Tratamos de recurrir al contrato en busca de ayuda, pero se había transformado en algo vago y distante, como el recuerdo del recuerdo de un sueño. En las últimas horas Sabrasú había olvidado todas las cláusulas, y era como si el contrato no existiera.

Finalmente notamos que el Consejero empezaba a moverse en su nicho. La Computadora Central, el Poder, los aldeanos o quienquiera que fuese se preparaba para enviarnos un mensaje. Esta vez, por algún motivo, no lo soportamos. Nos pusimos de pie.

—Les reservé un trineo —dijo el aldeano, volviendo a la vida como nosotros—, para que puedan…

No terminó de hablar. Entre los tres lo agarramos por el cuello, la cintura y los pies, y nos lo llevamos a un lugar escondido tras las rocas.

—¿Dónde está la salida? —le preguntamos.

—No sé de qué hablan —dijo el aldeano.

Nos dolían los huesos. Una mano invisible nos apretaba la garganta. Calibares agarró la cabeza del aldeano y le metió los dedos en los ojos.

Vamos, rápido —insistimos—. ¿Dónde está la salida?

—¿Quieren tener la amabilidad de soltarme? —dijo el aldeano, mientras los dedos de Calibares se hundían. Gadma empezó a pisarle las manos, primero una, luego la otra. Nos costaba respirar. Teníamos que hacer esfuerzos para mover cada músculo.

—Tengo mucho que hacer —dijo el aldeano—. Me voy a perder la próxima expedición.

Usamos los dientes, las uñas y las botas. Sentíamos los pulmones como si estuvieran llenos de piedras, y no podíamos controlar los esfínteres. Mojamos la ropa, que enseguida se nos pegó a la piel.

—Qué demora inútil —dijo el aldeano—. ¿Quieren el trineo, sí o no?

Usamos los lanzallamas, con los ojos llenos de lágrimas.

—Tengo que trabajar —protestó el aldeano.

Dejamos el cuerpo ahí mismo, y a pesar de que el suelo se negaba a sostenernos juntamos fuerzas para salir a buscar otro candidato. Era nuestra primera experiencia con los métodos violentos, y nos daba cierto placer. Por lo menos, servía para compensar nuestro propio sufrimiento. Lo que no entendíamos era cómo pesábamos tanto, si por adentro nos sentíamos vacíos. Caminábamos hacia la aldea apoyando un pie delante del otro con mucho cuidado, sin apartar la vista de un punto fijo situado al frente. Esperábamos encontrar a una mujer o a un chico, mejor a un chico, que no pudiera negarnos la información.

Pero encontramos otra cosa. Los pobladores salieron: todos al mismo tiempo de sus casas, y avanzaron hacia nosotros codo contra codo, en un frente de varios metros.

—Déjenme a mí —gritó un hombre, el vendedor de sogas.

—No —gritó otro—, ya te dejamos la última vez—éste era el vendedor de cantimploras.

Empezamos a retroceder.

—Yo, yo —dijo una vieja, la representante del cuerpo de guías—. Yo heredé el trineo.

—¿Quién te dijo eso? —le contestó la vendedora de trajes de amianto, junto con el vendedor de linternas, el vendedor de huesos en forma de X y los demás.

—Era mi hijo, estúpidos —dijo la vieja.

El suelo se había vuelto resbaladizo, de modo que apenas conseguíamos movernos, pero los aldeanos seguían corriendo como si nada. Nos alcanzaron un minuto más tarde, cerca de una puerta que daba al pozo, la misma por la que habíamos salido. Mientras nos rodeaban, los gritos aumentaron de volumen. Dejamos que el suelo nos llegara a la cabeza, y nos agarramos a las piedras sueltas para no seguir cayendo.

De pronto los aldeanos se pusieron de acuerdo. Gritaron un poco más, y se quedaron callados. La vieja que decía haber heredado el trineo alzó la cabeza en un gesto de triunfo y dio un paso al frente en nuestra dirección. Nos miró de punta a punta antes de hablar.

—Les reservé un trineo —dijo—, para que puedan bajar al glaciar.

No podíamos movernos, ni contestar. Habíamos olvidado nuestro proyecto violento.

—Muy barato —agregó la vieja, al ver que su oferta no tenía respuesta.

—No quieren el trineo —dijo otra voz, fuera del círculo qué nos rodeaba.

Varios aldeanos se corrieron para abrir paso al que había hablado, y vimos que era el viejo de la cicatriz en la frente. Caminó hasta el centro del círculo y se ubicó de tal modo que sus sandalias quedaron a la altura de nuestras cabezas.

—Lo que quieren es escapar —agregó.

La vieja se echó atrás, hasta confundirse con la muralla de aldeanos. No discutió el derecho del viejo de la cicatriz a estropearle el negocio. Desde nuestra posición, la cabeza del viejo se confundía con el cielo.

—Sin embargo —dijo el viejo—, ese no es el plan. Después de tanto tiempo, deberían haber llegado al fondo del pozo.

Inclinó la cabeza hacia nosotros. La cicatriz estaba roja. El resto de los aldeanos escuchaba en silencio, y el mundo parecía terminar donde terminaba el círculo. El Consejero volvió a despertarse, y esta vez no pudimos contenerlo. Los versículos, los capítulos y las secciones formaron una cascada en nuestra mente. Cuando se detuvieron leímos, 29:87:15: “Obedezca. ” Era el versículo más corto que habíamos visto jamás, y probablemente el más preciso. El Consejero se escondió en su depósito inconsciente, y al mismo tiempo el viejo sonrió, como si supiera lo que ocurría en nuestros pensamientos.

—Todavía están a tiempo —dijo—. Nosotros los vamos a ayudar.

Hizo una seña, y los aldeanos nos levantaron por el aire. Miramos más allá de sus cabezas: estábamos en la cima de la montaña de Guirnalda, como al principio. Al otro lado del abismo estaban el cuadriculado de sembradíos y la ciudad. Las manos de los aldeanos nos masajeaban por abajo, y el viento de las alturas por arriba. Nos llevaron hasta la aldea, rodearon el depósito y nos permitieron ver durante un segundo la boca del pozo.

Después nos tiraron por el borde.

Ahora, en la cárcel donde unas ranuras de la pared llevan a un laboratorio fotográfico, nos parece que hubo otros acontecimientos entre nuestra llegada a Guirnalda y el momento en que nos tiraron al fondo: otro encuentro con la Computadora Central; un viaje interminable por una galería de espejos; un motín en compañía de los otros exploradores, bajo el mando del viejo que había simulado morir a nuestros pies. Recordamos claramente haber caminado por un arroyo de agua helada; haber dormido en agujeros oscuros, con los lanzallamas preparados, oyendo ruidos profundos y lejanos; haber trepado por unas columnas resbaladizas para escapar de una inundación; haber encontrado las flautas junto a un esqueleto anónimo. Pero estos recuerdos no se encadenan en una secuencia. Son fragmentos aislados, como tal vez lo sean todas nuestras experiencias en el pozo. Si conseguimos reunir algunas en un conjunto ordenado, probablemente sea gracias a un engaño de la memoria, no un resultado de lo que vivimos en realidad. Tal vez no haya modo de organizar cronológicamente nuestras experiencias, y existan dos, tres o más conjuntos de. experiencias superpuestos, simultáneos, independientes unos de otros.

Pero esto se nos ocurre ahora. Cuando caíamos por el pozo no tuvimos tiempo de pensar tanto. Estábamos a oscuras, por afuera y por adentro. Nos dejábamos llevar por la fuerza de la gravedad, y por las otras fuerzas que existen en el pozo, casi sin darnos cuenta. No sentíamos más miedo que antes, ni más desesperación. No pensábamos que en esa caída se iban nuestros últimos retazos de vida, porque algo nos decía que no era así. Caímos eternamente, pero en el pozo la eternidad debe tener un límite, porque la caída terminó. Sentimos un golpe seco, y al mismo tiempo se terminaron los dolores y el sufrimiento. Abrimos los ojos a la luz artificial.

Estábamos en la cabina de control de nuestra nave. En la pantalla encendida se veía un ángulo del puerto, y mas allá la ciudad. Nuestras pertenencias se habían desparramado con la caída, y nos rodeaban: la linterna, los rollos de película, la montaña de papel que había escrito Gadma, las mantas. Un murmullo agradable acompañaba la vibración del suelo en que estábamos echados: el motor en funcionamiento.

Tardamos bastante en reaccionar, y antes de que pudiéramos movernos el piso nos atrajo con más fuerza. El puerto y la ciudad se hundieron en la pantalla, y unos minutos más tarde fueron reemplazados por las estrellas. La nave había despegado. Nos alejábamos de Guirnalda a una velocidad que aumentaba a cada segundo.

La cámara exterior de la nave giró, y en la pantalla apareció el disco de Guirnalda. Conseguimos ponernos de pie recién cuando el disco se transformó en un punto. A pesar de la aceleración, nos sentíamos livianos. Habíamos recuperado el control de los músculos.

Lo primero que se nos ocurrió fue armar otra vez nuestros bultos: eran lo único seguro que teníamos. Recolectamos las cosas que nos habían acompañado por el pozo y las amontonamos en un rincón. Luego salimos de la cabina de mando, con las ideas más confusas que nunca, y recorrimos la nave.

Había algunos cambios. La biblioteca ya no estaba, y en su lugar había una máquina de cine, con una colección de películas de dibujos animados. También faltaban algunos elementos de lujo, que habían ayudado a crearnos la ilusión de estar de vacaciones durante nuestro primer viaje: el perfume del baño, el regulador de la luz, el equipo mecánico de gimnasia. Sin embargo, estábamos seguros de que era la misma nave que nos había llevado a Guirnalda: conservaba pequeñas marcas que el uso le había dejado en las paredes y en los muebles.

Los ejemplares del contrato estaban donde los habíamos dejado, apilados en una mesita, entre las camas. Pero también habían cambiado. Todas las hojas estaban cruzadas por un sello enorme, con una sola palabra:

RESCINDIDO

De modo que ésa era la explicación de lo que ocurría. El Centro había decidido retirarnos de la misión, y automáticamente nos encontrábamos de regreso. Por supuesto, no era una explicación razonable. No nos decía de qué modo habíamos llegado a la nave desde el pozo. Pero estábamos dispuestos a aceptarla. No teníamos otra, para elegir.

—De cualquier manera —empezó Gadma.

—Conseguimos lo que queríamos —siguió Sabrasú.

—Pudimos escapar —terminó Calibares.

El viaje fue largo y aburrido. Pasamos los días tratando de relajarnos y de reírnos con las películas de dibujos animados. Nos sentamos durante horas en la máquina de cine, o frente a la pantalla. Pero las estrellas y los personajes de colores nos resultaban parecidos: todo era lo mismo, cuando por nuestra mente pasaban las imágenes mucho más fuertes y definidas del pozo. Cualquier emoción era débil, junto a las que nos provocaban los recuerdos.

El Consejero no volvió a aparecer, ni durante el viaje ni después. Por lo que sabemos, es posible que se lo haya tragado el pozo.

Tratábamos de no pensar en lo que nos esperaba en Varanira. Así como nos alegraba haber escapado del pozo, nos preocupaba la idea de recibir algún castigo por faltas cometidas sin darnos cuenta. No conocíamos antecedentes comparables con nuestro caso, en los que se hubiera rescindido un contrato de exploración. Y si no había castigos pendientes, tampoco nos entusiasmaba la perspectiva de volver a la oficina. Más allá de los golpes recibidos, sentíamos que el pozo nos había cambiado; de otro modo, no se explicaba que hubiésemos rechazado la ayuda del Consejero, antes de atacar al aldeano que se miraba las uñas; o que hubiésemos llegado a dudar de la Computadora Central, confundiéndola con un Poder mencionado por alguien en quien nada nos obligaba a confiar. Además, Calibares estaba inquieto, soñando con nuevas expediciones, descubrimientos, momentos de audacia; Sabrasú se quejaba del vacío de su memoria, donde no había nada para reemplazar las Ordenanzas que se evaporaban sin remedio, y decía que el Centro se le alejaba cada día más; Gadma seguía corrigiendo su informe, agregando detalles y detalles, y no daba la impresión de querer hacer otra cosa en su vida. En esas condiciones, la oficina nos parecía un lugar ajeno, propio de un Calibares, un Sabrasú y una Gadma más pequeños, más ignorantes, pendientes de un universo que sólo les llegaba por noticias indirectas, cuando nosotros ya habíamos salido de la cáscara para tocarlo con nuestras propias manos.

De todos modos, ahora sabemos que la nave nos llevaba hacia un destino que no podíamos modificar. Lo que hiciéramos más adelante, a pesar de todo lo aprendido, seguía sin depender de nosotros.

Aterrizamos en el puerto de Varanira después de muchos días. Nos recibió un grupo de agentes del Centro, que no hizo preguntas ni nos permitió hacerlas. Acompañados por ellos, hicimos el viaje en tren desde el puerto hasta el edificio, caminamos como antes por la costanera y entramos al edificio por una puerta pequeña, que no habíamos visto nunca.

La puerta daba a una oficina como la nuestra, aunque con más polvo y más papeles. Detrás de un escritorio había un hombre gordo, que nos miró apenas el tiempo suficiente para saber cuántos éramos. Abrió un cajón, sacó tres fajos de papeles y los tiró sobre el escritorio.

—Firmen —dijo.

No nos movimos. El gordo levantó la vista una vez más, y volvió a bajarla. Detrás de nosotros, uno dé los agentes que nos acompañaban tosió.

—Firmen —repitió el gordo.

Aspiramos hondo, y nos acercamos al escritorio. Una vida entera de reflejos condicionados no podía quedar olvidada en un instante. Tomamos las lapiceras que nos dio el gordo y firmamos. El gordo volvió a guardar los papeles, y sacó del cajón otros tres fajos iguales. Nos entregó nuestras copias del nuevo contrato, y nos miró por tercera vez.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntamos.

—Irán al departamento orbital —dijo.

—¿El departamento orbital? —preguntamos—. ¿Qué es eso?

—Lo que su nombre indica —dijo el gordo—. Un departamento del Centro, en órbita.

No insistimos, pero no porque el tema hubiera dejado de interesarnos, sino porque nuestros acompañantes nos empujaron de nuevo fuera de la oficina. El parque y la costanera estaban vacíos, y hasta la ciudad, al otro lado del río, se veía tranquila. El edificio parecía opaco bajo la capa de nubes que cubría el cielo, y no nos produjo ninguna emoción. Ya no formábamos parte de él. El hecho de que estuviéramos en Varanira no significaba que habíamos regresado. Tal vez no tuviéramos ningún lugar al que regresar. Seguíamos perteneciendo al Centro, porque habíamos firmado un contrato, pero el Centro ya no era un lugar fijo en el espacio y en el tiempo, desde el cual Sabrasú podía ver la telaraña de influencias tejida entre las estrellas sino sólo la telaraña; el punto de apoyo había desaparecido, y ahora quedaba una sustancia pegajosa y etérea, casi invisible, que nos tenía atrapados y nos obligaba a movernos a la deriva con ella. Comprendimos todo esto sin razonarlo, percibiéndolo como percibíamos las manos de nuestros acompañantes cerradas alrededor de nuestros brazos, empujándonos hacia la estación de trenes.

Tornamos el tren y volvimos al puerto. Nos dejábamos llevar sin decir palabra, porque en cierto sentido no eran nuestros acompañantes quienes nos obligaban a movernos, sino las fuerzas naturales, catalízadas por el Centro. Así, de un modo automático, ajeno a nuestra voluntad y a la voluntad de quienes nos guiaban, entramos a la misma nave que nos había llevado a Guirnalda. La puerta se cerró detrás y otra vez nos quedamos solos. Oímos el murmullo conocido del motor, y la suave tensión del despegue.

Esta vez el viaje duró pocos minutos. Apenas nos adaptamos a la nueva situación, y cuando se nos ocurrió leer el contrato, la pantalla nos distrajo: mostraba un cilindro gigantesco, suspendido entre las estrellas. Comparándolo con las naves que revoloteaban a su alrededor, calculamos que tenía varios kilómetros de diámetro, y era todavía más alto que ancho. Giraba lentamente sobre un eje paralelo a las dos bases circulares, mientras crecía hasta ocupar toda la pantalla.

La nave se acopló al cilindro por el centro de una base, luego de una aproximación cuidadosa que llevó casi medía hora. Optamos por no movernos de la cabina de control, pero tampoco ahora tuvimos tiempo de leer el contrato. Varios agentes del cilindro entraron a la nave y nos llevaron por la fuerza, dándonos justo el tiempo necesario para juntar nuestros bultos, los mismos que habíamos cargado a través del pozo de Guirnalda. Ellos, o las fuerzas naturales, nos arrastraron por varios pasillos, hasta una oficina donde revisaron nuestras pertenencias, quitaron algunas cosas y agregaron otras, cambiaron nuestras mantas por las suyas, y luego hasta un lugar abierto, en el que el paisaje era tan inmenso que nos mareó.

Estábamos en una especie de terraza, desde donde se veía el interior hueco del cilindro. La base, que por afuera era lisa, por adentro estaba tapizada de edificios y máquinas. Pero lo más sorprendente estaba arriba, en la dirección de la otra base: a mucha altura había unas nubes verdosas, fosforescentes, que brillaban contra la oscuridad de más allá. A través de un hueco en las nubes se veían varias luces titilantes.

—Fuegos —dijo un agente del cilindro. Se reía. Durante varios segundos nos permitieron observar el panorama. Luego nos metieron otra vez en los pasillos, y finalmente en una cabina cerrada: un ascensor.

Los agentes se ataron con unas correas que colgaban de las paredes y uno de ellos apretó un botón. Notamos el tirón del ascensor al ponerse en marcha, y luego empezamos a sentirnos cada vez más livianos, a medida que nos acercábamos al eje del cilindro. En la mitad del viaje, cuando estábamos cerca del eje, nuestros movimientos nos hacían volar por el aire. Los agentes, que seguían atados, trataban de contener la risa. Luego el techo del ascensor se convirtió en suelo, los agentes se desataron y poco a poco recuperamos nuestro peso.

La puerta se abrió a un túnel de piedra, y nos dimos cuenta de que el ascensor se había detenido. Los agentes se pusieron serios.

—Salgan —dijo uno.

Obedecimos, y cuando la puerta volvió a cerrarse detrás de nosotros vimos que los agentes se habían quedado adentro. El ascensor subió, dejando el rastro de luces circulares que luego conoceríamos tan bien. Recorrimos el túnel y salimos a la prisión. Nos llevó un buen rato comprender la distribución de los escalones de piedra, y distinguir a los demás prisioneros a la luz de los fuegos. Nadie fue a recibirnos. Nos sentamos junto a la pared, y revisamos los bultos, para ver qué había quedado. No faltaba nada importante, salvo las copias del contrato: no estaban por ninguna parte.

Después pasaron miles de veranos y miles de inviernos, durante los cuales aprendimos a vivir en este lugar. Desde entonces llegamos a dos conclusiones importantes. La primera fue inmediata: con el Centro transformado en una telaraña imprecisa, y sin conocer nuestro propio contrato, lo único que nos quedaba era tratar de escapar. La segunda nos llevó mas tiempo: el viejo de la cicatriz, finalmente, había dicho la verdad. Habíamos llegado al fondo del pozo.

El fondo del pozo – 17

El fondo del pozo

17

“Todo es pasajero. La verdad depende del momento. Baje los ojos. Incline la cabeza. Cuente hasta diez. Descubrirá otra verdad.”
(Consejero, 74:96:3)

Tenemos ganas de atacar. Queremos dar un salto de animal sobre el loco y aplastarlo entre el suelo y nuestras manos. Nos gustaría hundir las uñas en su cara, y después en las caras de todos los prisioneros, y luego trepar de algún modo hasta el techo y meter los dedos en los ojos de los carceleros hasta tener sus cerebros en los puños, para estrujarlos y escurrirlos como esponjas. Luego podríamos salir del departamento orbital y buscar a los aldeanos para asarlos con sus propios lanzallamas, empezando por el viejo de la cicatriz, y más tarde volver a Varanira, y pasar por Coracor y por todas las sucursales del Centro, desparramando la venganza que necesitamos. Sería justo. Pero en cambio nos arreglamos la ropa, para disimular, y nos apretamos contra la pileta.

El loco del traje de buzo parece más alto y más fuerte que antes, como si desde nuestro último encuentro se hubiera ocupado de hacer gimnasia. No le quedan rastros del invierno que pasó sin abrigo, ni de la caída por los escalones. El traje brilla, tal vez por las chispas que lo rodean. Las chispas entraron tras él, escapando de los fuegos que afuera, en la prisión, se siguen encendiendo para que los prisioneros puedan ver la piedra que los encierra.

El loco nos hizo una pregunta. Como seguimos sin contestarle, la repite:

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo?

Recordamos las épocas pasadas en el pozo de Guirnalda, cuando una mano mental nos controlaba. Ahora sentimos lo mismo. La mano mental escarba en nuestra mente compartida, nos impide desconectarnos, nos modifica los pensamientos. Paralizados en este rincón del laboratorio, descubrimos que nuestro pequeño mundo autosuficiente, construido a partir de nuestra llegada a la prisión, se está cayendo a pedazos. Debimos sospecharlo antes, cuando vimos que las fotos contradecían nuestros recuerdos, o antes, cuando la puerta abierta nos mostró el laboratorio: los primeros indicios de otra catástrofe, como la que nos sacó de la oficina hace tanto tiempo. Ahora que el mundo vuelve a cambiar, queremos recuperar la paz de nuestra vida como prisioneros, la tranquilidad de las caras de luz visitándonos cada invierno, la seguridad de conocer lo que va a ocurrir mañana, porque no será distinto de lo que ocurre hoy. Algo parecido a la vida en la oficina de Varanira, con la diferencia de que ahora nos sentimos mas adultos, y el recuerdo de la infancia, con la Computadora Central y el Consejero como tutores, no nos hace felices.

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —insiste el loco. Las cosas que pensamos deben ser cosas prohibidas, porque la mano mental mueve un dedo y nuestra atención cambia de objetivo. La mano mental acaba de encontrar el nicho inconsciente donde la supuesta Computadora Central guardó el Consejero, y con un masaje lo devuelve a la vida. Nos sobresaltamos con la visión de los versículos que se pasean ante nuestra mirada interior. La mano mental nos obliga a sentir alivio. Sonreímos. La carrera se detiene en eL último versículo del último capítulo de la última sección. Leemos, 127:127:127: “No hay enemigos. Baje las armas.”

Un recuerdo vago nos pone nerviosos. Hace un tiempo, en La oficina, cuando Hecher consultó al Consejero, este mismo versículo parecía diferente. Ya no podemos asegurar nada, pero un fragmento de nuestra mente está convencido de que entonces decía: “Hay un enemigo. Luche.” ¿Acaso el Consejero cambió? ¿O el Consejero escondido en nuestra mente no es el que nos acompañaba en la oficina?

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —sigue diciendo eL loco del traje de buzo, con los brazos cruzados sobre el pecho.

EL loco está creciendo, y amenaza con cubrir todo el espacio que nos separa de él. A varios metros de distancia conseguimos distinguir uno por uno los pelos dispersos de su barba. Las chispas vuelan alrededor de su cara, formando figuras, dándole vida. Es la única luz que tenemos, ahora que la lámpara roja del techo se apagó. No nos extrañaría que el laboratorio haya sido una ilusión como tantas otras que hemos visto, de esas que no se pueden distinguir de la realidad.

La mano mental ya nos ha dado demasiada libertad. Ahora se transforma en un puño: es ella quien nos estruja y escurre los cerebros. Lo único que nos interesa es escuchar al loco. Respondemos a su pregunta con un movimiento de cabeza, que tanto significa sí como no. El loco ha crecido tanto que la cabeza le llega aL techo. Se sienta con la espalda apoyada en la puerta, y mete las manos en los bolsillos que, curiosamente, tiene su traje de buzo. Sin dejar de mirarnos, pone la expresión que usa cada vez que va a comenzar uno de sus relatos absurdos: una mezcla de entusiasmo en sus ojos redondos con algo de admiración por sí mismo en las comisuras de la boca.

—Hay quienes aseguran —dice el loco— que existen dos pozos, y por lo tanto dos fondos diferentes. Uno estaría gobernado por el Poder, y otro por el Antipoder. Pero es un error. En el universo entero sólo hay lugar para un pozo, al que todo pertenece. Lo blanco y lo negro, lo oscuro y lo luminoso, cada elemento de lo existente forma parte de ese pozo.

EL loco se ríe, contento con sus propias palabras. Entre los labios, iluminada por las chispas, asoma una hilera completa de dientes, algo imposible entre los prisioneros. Cada diente tiene el largo de un dedo.

—El Centro también pertenece al pozo —dice el loco—, aunque en general está lejos del fondo. Al fondo llegan los elegidos, los que de algún modo colaboran en un gran experimento que se lleva a cabo desde el comienzo de los tiempos.

De pronto se oye una explosión. No debía estar en los planes del loco, porque se pone de pie y su cabeza atraviesa el techo, que a la luz de las chispas parece de papel. La puerta cae hacia adentro, en medio de una tormenta de polvo, humo y calor, y lo golpea en las piernas. Tenemos que movernos a un costado para evitar que caiga sobre nosotros. Al mismo tiempo, la luz roja se enciende y el laboratorio vuelve a aparecer. Gadma grita. Sabrasú también. Calibares está demasiado desorientado para gritar. Nos desconectamos durante un segundo, y nos volvemos a conectar. El loco, pequeño como siempre, flaco y con la cara llena de marcas, está echado a nuestro lado. Tal vez haya muerto. Por la abertura que ha dejado la puerta al saltar, detrás de la tormenta, entran tres personas. No son los curiosos del día anterior. Son Dindir, Balibar y Hecher.

—No se imaginan —dice Hecher.

—Cuánto nos costó —sigue Dindir.

—Encontrarlos en este sitio —termina Balibar.

Se quedan de pie frente a nosotros. Dindir recorre la habitación con su ojo sano, como si quisiera tomar posesión de todo. Balibar deja que el labio superior le baile sobre los dientes, y mantiene la vista fija en nosotros. Hecher mira al loco, mientras se limpia el polvo de la cicatriz. Llevan los mismos mamelucos que tenían en Varanira, el muestrario universal de sus viajes, pero parecen mas delgadas, más altas y más viejas que antes. El tiempo también existe para ellas.

Todavía estamos quietos. La explosión se llevó la mano mental, pero hay algo que nos sigue paralizando. Del mismo modo en que el entrenamiento de la oficina no nos sirvió en Guirnalda, y el entrenamiento de Guirnalda no nos sirvió en la prisión, ahora comprendemos que el entrenamiento de la prisión tampoco sirve para esta escena que nos toca vivir. Y no queremos otro entrenamiento. No queremos aprender. Lo único que nos interesa es salir de esta habitación, volver a la cárcel, a los inviernos y los veranos de un día, los fuegos y las cabezas de luz, y sentarnos a esperar la hora de la comida. Pero entonces tendríamos que ponernos de pie, pasar junto a Dindir y compañía, atravesar el hueco de la puerta, y todo eso es más de lo que estamos dispuestos a enfrentar. Entre tantas cosas confusas, entre tantas acciones posibles que se abren ante nosotros, lo único que conseguimos es preguntar:

—¿Por qué hablan así?

Dindir, Balibar y Hecher no contestan. En cambio, se dedican a poner la puerta mas o menos donde estaba, mientras el polvo cae hacia el suelo y las últimas chispas se apagan. Se mueven con una sincronización perfecta, y al verlas no necesitamos que nos respondan.

—¿Desde cuándo piensan juntas? —preguntamos.

—Desde que salimos de Varanira —contestan—. Nos aplicamos el mismo tratamiento que les hicimos a ustedes.

—¿Qué tratamiento? `

Sacan un rollo de soga de alguna parte y se ponen a atar al loco, aunque no parezca hacer falta: el loco tiene los ojos y la boca abiertos, y por cada agujero de su cuerpo sale un hilo de sangre.

—Ahora podemos decirlo —responden Dindir, Balibar y Hecher, compartiendo las frases como nosotros—, porque no tenemos ningún contrato que nos obligue a guardar secretos. El objetivo de nuestra expedición a Varanira fue conseguir que ustedes pensaran juntos. Para eso servían los aparatos que distribuyó Dindir en su oficina.

Mientras ellas hablan, los violines atacan una. marcha en fortissimo. Vienen de todas partes y de ninguna, y ahora sí nos sentimos como en el pozo. En cualquier momento, detrás de los violines, puede aparecer el viejo de la cicatriz, o la vieja representante del cuerpo de guías, o el vendedor de sogas, para convencernos de emprender una nueva etapa en nuestro descenso. Pero no podemos bajar mas. Debe haber un error en algún lado.

Dindir, Balibar y Hecher no dan la impresión de oír los violines. Terminan de atar al loco y lo hacen rodar hasta que queda bajo la ampliadora. Luego Dindir se sienta frente a nosotros, Balibar se queda haciendo guardia junto al loco y Hecher se acerca a mirar las fotos que están sobre nuestras cabezas, en la pileta. Esta vez no hay micrófonos, cámaras ni aparatos entre ellas y nosotros, pero de todos modos nos dominan. Seguramente es un efecto de los violines.

—Nosotros nacimos pensando juntos —conseguimos decir, haciendo un esfuerzo.

—Esa es la propiedad más sorprendente de los aparatos —dicen—. Obligan a reestructurar la memoria —los violines acompañan su discurso: ahora tocan una música de misterio. La situación nos recuerda otro discurso, el de la supuesta Computadora Central; escondidos tras la pantalla y la voz de barítono, también entonces hubo violines—. Una vez creada la conexión de donde surge la mente compartida, la memoria no tiene otro remedio que reordenarse, moviéndose hacia atrás en el tiempo, hasta interpretar de una manera diferente todo lo ocurrido antes. Por eso tuvimos que interrogarlos a fondo. Fue un modo de ayudarlos a hacer ese trabajo de reconstrucción, y también la manera de asegurarnos de que los aparatos funcionaban.

Los violines se callan. Hecher saca una foto del agua, se la muestra a Dindir y luego a Balibar, y la devuelve a su sitio. Mientras tanto, siguen hablando. Lo que dicen es un disparate, pero, como suele ocurrir con los disparates, tiene algo de sentido. Todavía recordamos el interrogatorio, y el modo en que nuestra propia historia nos sorprendía. Sin embargo, no conseguimos interesarnos en sus explicaciones. Acabamos de pensar en los carceleros, que deben estar allá arriba, en sus nidos de águila, observándonos, controlando la situación, divirtiéndose con nosotros. La visita de Dindir y compañía debe tener algún sentido para ellos, una utilidad. De otro modo no la habrían permitido.

—La cuestión —dicen las tres—, es que nosotras mismas quedamos asombradas por el resultado del experimento. Mientras volvíamos a Coracor, Hecher se las ingenió para someternos a la acción de los aparatos sin que Balibar y Dindir se dieran cuenta. Cuando comprendimos lo que había ocurrido ya era tarde para volver atrás —las tres sonríen al mismo tiempo—. Y tampoco queríamos volver atrás, porque pensar juntas es algo extraordinario. Descubrimos en nuestra mente compartida facultades que nunca habíamos imaginado.

La sangre del loco avanza por el suelo como un río, y Balibar se corre a un costado para que no le moje los pies. Sin los violines, el relato nos recuerda las fábulas del loco. Hasta nos parece encontrar un parecido entre la voz de las tres exploradoras y la voz del loco.

—La única dificultad —dicen las tres— fue conseguir un equilibrio entre los recuerdos contradictorios que nos quedaron: por un lado, el intento de nuestra memoria de construir toda una vida pensando juntas, y por el otro, nuestro conocimiento de la verdad. Nos llevó todo el viaje acomodarnos a esta nueva situación.

Hecher se cansa de las fotos y va a sentarse con Dindir. A la luz roja las tres tienen el color de la sangre del loco. Se nos ocurre preguntarles por qué han venido a contarnos todo esto, pero no vale la pena. Aunque tengan algo en común con el loco y con la supuesta Computadora Central, a lo que más se parece su presencia es a las visitas de las cabezas de luz. Las palabras que pronuncian nos llegan como ruido, un ruido más que se suma a los que nos han rodeado siempre. En el techo, los carceleros deben estar manejando sus máquinas fantasmales, creando la ilusión de una Dindir que parpadea con su único ojo bueno, de un río de sangre que avanza, de un laboratorio fotográfico donde las fotos no salen como deben. Pero así como no nos atrevemos a cerrar los ojos para no ver, tampoco podemos cerrar los oídos.

—A todo esto —dicen las tres—, nos habíamos llevado de Varanira un ejemplar del Consejero, y lo leímos de punta a punta. Los varanires tienen razón al respetarlo, pero no por los motivos que suponen. El Consejero, leído ordenadamente, da una descripción del universo. Los versículos parecen arbitrarios, pero esto es porque el universo es arbitrario. Un capítulo se contradice con el siguiente, pero el universo también se contradice. El Consejero contiene todas las verdades y todas las mentiras, y todo lo que está entre la verdad y la mentira —escapando de la sangre del loco, Balibar termina por apoyarse en la puerta—. Y si tuvimos el coraje y la paciencia necesarios para leerlo hasta el final fue porque en él encontramos una pista sobre la importancia real de nuestra expedición a Varanira. De un modo vago pero comprensible, el Consejero nos explicó para qué servía que ustedes pensaran juntos.

Detrás de nosotros, al otro lado de la pared, hay movimientos. Los percibimos en la periferia de los sentidos, como una vibración o un murmullo. Tal vez sean las máquinas de los carceleros. O los habitantes del fondo del pozo. O el producto de alguna nueva leyenda, todavía demasiado inmaduro para tener una forma definida.

—Según el Consejero —dicen las exploradoras—, existe una contrapartida del Centro, cuyo objetivo no es luchar contra el aumento de la entropía, sino todo lo contrario. Luego de crecer de modo independiente durante un tiempo, el Anticentro descubrió que para seguir creciendo debía infiltrarse en el Centro.

Durante un segundo nos parece que quien habla es el hombre del gorro rojo, en la sala de reuniones, al pie de la escalera. Era él quien creía en un Centro paralelo al Centro, en un Poder paralelo al Poder. Las mismas cosas que según el loco no existen, el enemigo que la nueva versión del Consejero desconoce. Mientras tanto, la vibración y el murmullo escondidos más allá de la pared se acercan. Hay pasos, voces, como los pasos y las voces que percibíamos desde nuestra oficina en Varanira, desde los rincones del pozo, desde los escalones de la prisión.

—La orden que recibimos —dicen las exploradoras—, de ir a Varanira, interferir con una sucursal del Centro y obligarlos a ustedes a pensar juntos, fue parte de esa infiltración. No lo descubrimos a tiempo porque esa orden nos llegó por los medios habituales, a través del Sorteo. No teníamos razones para sospechar.

Hay una pausa, un silencio durante el cual el aire se espesa y se calienta. Es como el instante en que el pie se detiene a pocos centímetros por encima de un insecto, haciendo puntería. Imitando a las tres cabezas de luz, las tres exploradoras sonríen. Luego se inclinan hacia adelante, para acercarse a nosotros.

—Y ahora lo más importante —dicen—. La razón por la que ustedes debían pensar juntos era…

Un grito nos impide oír el resto de la frase. Es lo mismo de siempre, el mismo final que tuvo la promesa del pico de águila, cuando nos quiso hacer creer que revelaría el modo de escapar de la prisión. Otra vez, la sincronización es perfecta: el grito de la víctima oculta la revelación. Pero ahora la víctima somos nosotros mismos. Es nuestro propio grito el que nos ensordece. Las tres exploradoras quedan inmovilizadas, como las estatuas del viejo de la cicatriz, mientras nosotros nos ponemos de pie.

Si gritamos es porque no podemos oír más. En nuestra mente compartida hay demasiadas leyendas acumuladas. De pronto nos damos cuenta de que lo único que conocemos del mundo son leyendas, que no hay otra cosa que leyendas girando permanentemente a nuestro alrededor. En cada momento dé nuestra vida hubo un loco con traje de buzo contándonos cuentos, una historia de gotas vivas o de cerebros eólicos distrayéndonos de la acción real.

La Computadora Central, en Varanira; el origen del Consejero; las explicaciones sobre el funcionamiento del Centro; el sistema del karma; la ciudad al otro lado del río; las otras sucursales del Centro formando una telaraña entre las estrellas, eran todas leyendas. El pozo de Guirnalda era un universo de leyendas.

Los aldeanos, empezando por el viejo de la cicatriz, nos contaron leyendas. Dindir y compañía, mientras invadían nuestro mundo de planillas y números; el supuesto dueño del pozo; las cabezas de luz; el hombre del gorro rojo; todos nos contaron leyendas. Fueron leyendas los poderes del hueso en forma de X, el hombre de la voz gangosa que aparentemente dibujó nuestra oficina, los versículos del Consejero paseando por nuestra mente, las Ordenanzas, los contratos; el Palacio de los Espejismos de Utilería, la caída de Gadma, los dioses, la nostalgia de las rocas, las ilusiones de cada abertura de la prisión que exploramos. De nada tenemos pruebas, en nada podemos confiar. Siempre aparece el equivalente de una fotografía revelada para sacarnos del engaño y meternos en un engaño nuevo.

Pero lo que realmente nos hace gritar es que las leyendas no son pasivas. Luchan entre ellas. Hay ejércitos de leyendas que libran batallas eternas para decidir cuál se impone a la realidad. Y nuestra percepción de las cosas depende de qué ejército lleva las de ganar en un momento u otro. Presenciarnos el espectáculo de las leyendas victoriosas, hasta que otro ejército las supera y el espectáculo cambia. Sus maniobras nos arrastran como una marea, para dejarnos en una playa desconocida hasta que la siguiente marea nos envuelva otra vez.

Dejamos de gritar cuando el dolor de las gargantas se hace insoportable. Cumplido su cometido, Dindir, Balibar y Hecher se mueven otra vez, se ponen de pie, abren la puerta y salen de la habitación. Al mismo tiempo, la sangre del loco retrocede, y el cuerpo empieza a agitarse. Antes de que el loco termine de romper las cuerdas, Dindir y compañía ya están corriendo por los escalones de la prisión, y un segundo después se pierden entre los fuegos.

Queremos ir en alguna dirección, pero no sabemos cuál elegir. Entonces volvemos a sentarnos. Detrás, los movimientos continúan: ya han encontrado un tono, y ahora se perciben parejos y sostenidos. Delante, el loco consigue levantarse. Debe quedarle poca sangre, porque está pálido. Nos señala.

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —pregunta. Apenas puede mantener el equilibrio. A su espalda, más allá de la puerta, empiezan a aparecer las cabezas de los curiosos más valientes. Alrededor de las cabezas se ven las aureolas de los fuegos y los pases trágicos del humo. Arriba están las nubes fosforescentes, y mucho más arriba los dueños invisibles del espectáculo, si es que ellos a su vez no son títeres de otras manos, más poderosas.

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —insiste el loco. No sabemos de quién será la victoria esta vez, pero no es nuestra. No nos quedan fuerzas. Usamos las últimas energías para arrancar el collar con el hueso en forma de X del cuello de Gadma y tirarlo hacia los curiosos. Alguien lo ataja. Peor para él. Oímos un ruido y, sin levantarnos, damos media vuelta: en la pared que está junto a la pileta se está abriendo una ranura. Por algún motivo, Calibares conserva la linterna. La enciende y la apunta al interior de la ranura. No se ve nada.

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo?

La ranura crece hasta que se transforma en otra puerta. Del otro lado, los movimientos invisibles nos llaman. Nos arrastramos hacia adelante y nos metemos en la oscuridad. En su nicho inconsciente, el Consejero empieza a moverse al azar, como los vehículos de la ciudad que veíamos al otro lado del río. El loco también se arrastra, siguiéndonos.

—¿Oyeron hablar del fondo del pozo?

En la prisión, los curiosos corren. Pero la ranura se cierra antes de que puedan alcanzarla.

Lo que sigue

Lo que sigue, “Sobresalir en diagonal y otras 86 cuestiones mínimas”, es una colección de microcuentos, frases sueltas y cosas por el estilo que fui escribiendo en la Mágica Web a lo largo del tiempo. Siempre quise juntar todo eso, y aquí está (además de tener su lugar en la columna de la derecha).

En algunos casos hice correcciones. Lo mismo que en los paquetes de cuentos muy cortos que armé antes (donde me olvidé de avisar).

Sobresalir en diagonal y otras 86 cuestiones mínimas

1

Pasó la lengua con suavidad por los labios de ella. Como ella sonreía, el placer duró un centímetro más a cada lado.

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2

Primero debo lograr hacerlo diez veces seguidas. Luego debo repetir diez veces ese logro. Hecho eso, hay que hacer todo eso nueve veces más, todas idénticas. Así es la vida.

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3

Entre las nubes había un pequeño agujero, y por ahí se cayó.

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4

Esa mañana el árbol estaba junto al lado izquierdo de la puerta.

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5

Estos pájaros migran hacia el oeste, huyendo de la noche.

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6

Cerró la puerta con llave y se tiró por la ventana.

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7

Debía soñar con mariposas o estaba perdido.

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8

La radiación les llegaba hasta el cuello, y seguía subiendo.

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9

La mosca, herida, volaba dejando una estela de humo negro.

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10

Decidió contar todas las hojas de un árbol . Como no era tonto, eligió uno de hojas perennes.

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11

Tras haberse hundido con su barco, el capitán aún se preguntaba si había sido una buena decisión.

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12

Otro capitán no pensaba en hundirse con su barco, sino en que su barco se hundiera con él.

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13

El sol caía en vertical sobre el paisaje, destrozándolo.

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14

Llegó a la panadería antes de hora, sólo para comprobar que el panadero tenía los labios llenos de polvo blanco.

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15

La luz tenía el color de un viejo papel de lija.

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16

En esa ciudad casi todas las calles eran contramano.

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17

Ante los ojos desorbitados del empleado de correos, pegó la estampilla en el lado interno del sobre.

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18

—Explíqueme esto —dijo el director del zoológico al empleado de mantenimiento, frente al huevo que acababa de aparecer en ese aviario donde todos los ejemplares eran machos.

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19

Parecía una pared, pero era el nuevo vestido de tía Clara.

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20

Si pudiera quedarme quieto ahí en la calle, a la puerta de mi edificio, sin necesidades ni apuros, contemplado el paso de las estaciones, los años, los siglos, las eras geológicas, ¿cuánto tiempo vería transcurrir hasta que los sedimentos cubrieran estas torres, y cuánto más hasta que los arqueólogos vinieran a desenterrarlas?

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21

—Me puedo mover en la cuarta dimensión —dijo al pasar. Y para demostrarlo, o porque sí, porque tenía ganas, se dio vuelta de atrás para adelante, sin girar.

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22

El contenido vencía en mayo de dos mil dos. El envase, en mayo de doce mil dos.

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23

Fue a cazar mariposas con una red y se trajo sin querer un elefante. El problema, ahora, es cómo alimentarlo.

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24

Camina por el borde del precipicio, temiendo tanto la caída como la salvación.

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25

Subiendo los escalones de a dos en esa escalera impar, pasó de largo y quedó para siempre quince centímetros por encima del piso.

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26

Hay un vacío. O dos, pero la suma de vacíos es como la suma de infinitos, siempre da lo mismo.

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27

Andaba con anteojos oscuros para no ver los ojos de los demás.

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28

Pasaba un jarrón por la puerta de casa cuando el martillo, que es un atolondrado, salió sin mirar por dónde iba y lo rompió en mil pedazos.

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29

Estaba remando de regreso cuando me empecé a despertar. Primero desaparecieron los remos. Luego la sensación de moviímieníto. Por último, el bote. Abrí los ojos justo antes de caerme al agua.

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30

El monstruo que duerme abajo de mi cama tiene la costumbre de roncar. A veces, cuando lo pincho con una varilla de metal para que se calle, reacciona con un zarpazo o un mordisco. Pero en general se limita a gruñir y darse vuelta, para seguir roncando un minuto más tarde.

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31

Su deseo se cumplió: el tiempo volvió atrás varias décadas. Lo que aún no sabía era que iba a vivir otra vez la misma vida.

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32

Empieza a leer un libro por la página del medio. Luego lee una página hacia adelante y una hacia atrás, otra hacia adelante y otra hacia atrás. Así hasta llegar al principio, que si es un buen libro resulta tan sorprendente como el final.

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33

Los acondicionadores de aire saltaron de sus huecos en las paredes y remontaron vuelo. Eran tantos que pusieron negro el cielo. Mientras nos torcíamos el cuello para mirarlos, todos juntos emigraron hacia el verano del norte.

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34

Él se quedó apretando enloquecido los botones del control remoto. Pero ella siguió alejándose como si nada.

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35

Tenía los filtros demasiado sucios, pero me dio pereza limpiarlos. Así que me los arranqué y los tiré ahí al lado, en el piso. Ahora pienso con más claridad, aunque no sé cuánto va a durar.

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36

Apurado, apurada, tropezando, tanteando, encendidos de ansiedad, angustiado, angustiada, a trasmano, a traspiés, discutiendo, disputando, disímiles, disimulando, cansado, cansada, apagados, apaleados, ahora mismo, ahora, ya.

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37

Pega un salto y llega un poco más abajo. Otro salto, otro poco más abajo. Salto, abajo. Salto, abajo. El objetivo es llegar al fondo, allá donde todo se acaba, a la oscuridad, al sitio sin salida. Pero de a poco.

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38

Cierra la puerta de su casa con llaves, cerrojos, candados, para que nada salga.

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39

A partir de hoy toda araña deberá llevar una pancarta con el nombre de su especie claramente escrito. De esta forma quienes tememos a las arañas podremos saber cuáles son peligrosas y cuáles no.

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40

Señaló con el dedo un punto vacío del horizonte y empezó a caminar. Obediente, la soledad lo acompañó.

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41

Llegó a tal nivel de stress que debió cancelar todos sus compromisos para los próximos diez minutos.

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42

Hundió la cabeza en la pantalla del monitor. Perdió una vida.

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43

Iba a poner la otra mejilla cuando recordó que de ese lado tenía neuralgia.

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44

Idea para un relato policial: el asesino logró entrar en la casa porque el llavero de la víctima era visible en una foto, que el asesino amplió y mejoró digitalmente hasta poder sacar una copia perfecta de la llave que necesitaba.

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45

A las 23:59 se dijo que no podía seguir desperdiciando el día de esa forma.

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46

Parecíamos gente pero éramos todos muñecos pintados, y llenábamos el planeta.

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47

La lluvia de hace un rato sonaba como una ola que nunca terminara de romper.

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48

Un árbol viene flotando en medio del mar. ¿Naufragó una isla?

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49

A mano alzada, con un lápiz casi sin punta que raspaba el papel, trazó una circunferencia perfecta.

–Es lo único que sé hacer –dijo–. ¿Pensás que alguien me dará trabajo?

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50

Cuando al fin se decide y corre la cortina con un gesto brusco, lo que encuentra detrás es otra cortina.

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51

El insomnio es una manera de hacer que el tiempo se detenga. Lo difícil es que ese logro sirva para algo.

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52

Lo cubren con láminas de acero, le adosan extremidades mecánicas, le implantan luces, diales, pantallas, le agregan un motor, le pintan Made in algún lado, lo obligan a cumplir normas industriales, todo para que los demás crean que es una máquina.

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53

Si alguien pone en hilera cinco dedos gordos de diferentes pies, ¿podrías reconocer el tuyo?

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54

Se puede calcular cuánto tiempo lleva un auto parado en el mismo sitio por la cantidad de papeles de propaganda que tiene enganchados en los limpiaparabrisas.

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55

Eran las 32:75 de un día interminable.

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56

Los que arreglan ascensores se pasan la vida teniendo que subir por la escalera.

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57

–Esto es inútil –pensó. Y así juntó sus cosas y se fue para siempre.

Desde entonces los ateos tenemos razón.

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58

Enciende la luz cuando sale de la habitación.

Comparte la comida con las moscas.

Canta un semitono más agudo que los demás.

Sobresale en diagonal.

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59

En la calle las caras se superponen, se ocultan mutuamente, aparecen y desaparecen, la primera tapa a la segunda y luego descubre una tercera para que la segunda la cubra y aparezca una cuarta, y así sucesivamente, como cartas del mazo que uno esta mezclando antes de repartir, o como varillas de un abanico roto.

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60

A veces pienso que me estoy ablandando, pero no es así. Es que el mundo se endurece más rápido que yo.

* * *

61

Siempre escalando el Beconcagua, el Ceconcagua, el Eneconcagua, por temor, por impotencia, porque la cosa real es demasiado.

* * *

62

La sombra de la montaña
tiene rocas,
precipicios,
nieve,
frío,
y se mueve por la tierra
como la montaña
se mueve por el cielo.

* * *

63

Ante la computadora y el micrófono, relajado y feliz, cantaba con voz potente y afinada una canción recién compuesta que ya quisiera recordar ahora que estoy despierto.

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64

Le costaba mucho mantener el equilibrio, así que fue al médico a que le agrandara los pies.

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65

El auto hacía un ruido raro, así que lo llevé al mecánico. Pero dejó de hacerlo una cuadra antes de llegar. Ahora, de noche, acostado y con insomnio, vuelvo a oír el mismo ruido.

* * *

66

Segisberto y Gustaquio llevan una vida plena de satisfacciones. Cada uno dedica su tiempo a molestar al otro, y la mayoría de las veces obtiene éxitos resonantes. Con lo cual ambos son más felices que si se ignoraran mutuamente.

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67

Me pregunto si mi peor enemigo también soñará que tomamos el té juntos mientras charlamos de literatura.

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68

La memoria es un elefante ciego y furioso en un bazar donde de cualquier forma ya está todo destruido de antemano.

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69

Todo esto es como un arroyo a punto de secarse donde siempre aparece otro chorrito de agua proveniente de un glaciar oculto bajo el polvo del remoto desierto de allá arriba.

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70

Lo más interesante de este libro son las solapas. Si las doblo hacia afuera parecen alas. Y si abro la ventana tal vez el libro se vaya volando a molestar a las palomas.

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71

Para salir de la rutina retrocedía siempre en nuevas direcciones.

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72

De los dos caminos que se abrían por delante eligió el del medio.

* * *

73

Todo anda muy bien. Sí, sí, todo anda muy bien. Digámoslo una y otra vez: todo anda muy bien, todo anda muy bien. A ver esos aplausos. Clap, clap. Quiero que esas manos se levanten bien arriba y batan palmas. Clap, clap, clap. Todo anda muy bien, rítmicamente, todos juntos, pero qué bien que anda todo.

* * *

74

Todo es cuestión de ver una grieta en la pared y meterse por ahí. Siempre hay algo, en alguno de esos huecos inesperados del cerebro.

* * *

75

“En la atmósfera hay arbolitos que tratan de enviar sus semillas a otros planetas, sin mayor éxito.” Me lo acaba de dictar una voz interior que a veces habla sola.

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76

La aspiradora de al lado arranca en consonancia perfecta con el pianista del CD. Pero enseguida el pianista altera la armonía, se va por las ramas, ¡cacofonía!, y es imposible seguir escuchándolo.

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77

El bar está en silencio hasta que se oyen unos pasos terribles desde el piso de arriba. Es una mujer de pantalón y saco marrones, que empieza a bajar la escalera de madera calzada con unos zuecos estruendosos. Suena como el carcelero que te viene a buscar para la silla eléctrica.

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78

Parar un momento, avanzar, parar, detenerse por completo, tomar aliento, perderlo, darse tiempo para un poco de depresión, represión, introspección, desolación, prepararse para situaciones no deseadas, desearse en situaciones no preparadas, darse vuelta de arriba abajo, de adentro afuera, tener más sueño que sueños, proponerse una vez más cambiar y seguir así como siempre.

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79

Por lo menos que haya la sombra de una duda, algo, un detalle, una grieta en el muro, una esperanza.

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80

De tanto esquivar a los otros se rompió la nariz contra una pared.

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81

Un techo ideal, sin paredes o columnas que lo sostengan. Un techo que flote en el aire, donde podamos ir a guarecernos sin tener que buscar la entrada, esquivar el poste, sacar la llave, pedir permiso.

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82

En algún momento de las últimas décadas, los hombres de panza grande bajaron la cintura de sus pantalones del trópico de Cáncer al trópico de Capricornio, cruzando el ecuador del ombligo sin dejar mayores rastros.

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83

Lleva la vida excitante de un coleccionista de broches para la ropa.

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84

Es un error tener piso blanco en la casa: se ven todas las partes que se nos van cayendo.

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85

“Mala suerte” es otra forma de nombrar el aumento de la entropía.

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86

Después de mucho tiempo, el dueño de esa 4×4 esplendorosa asomó las ruedas apenas por fuera del asfalto y obtuvo la primera manchita de barro. Allí mismo, con la satisfacción del deber cumplido, decidió no lavarla nunca más.

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87

Un pájaro desesperado canta entre dos edificios, amplificado por el rebote del sonido en las paredes. La cárcel lo agiganta. Se podría escribir un mal poema con esto.

Nombres

Hay una gotera lenta, en alguna parte, allá arriba, por encima de la oscuridad que me rodea. Estoy contando las gotas que caen. Voy por la diecisiete, aunque no recuerdo las anteriores. No sé cuándo empecé a contar, así que no puedo confiar en el cálculo. No sé nada, en realidad, y por lo tanto no puedo confiar en nada. Excepto que estoy en la oscuridad y hay una gotera lenta, y la gota que acaba de caer es la número dieciocho.

Estoy sentado. No hay respaldo, por lo menos hasta donde me atrevo a probar. Algo me retiene las manos a la espalda, probablemente esposas. Nunca tuve las manos esposadas. Es de una violencia imposible esto de tener las manos retenidas por un objeto físico. Que me prohíban moverlas si quieren, que me pongan una barrera psicológica o moral, pero que no me las esposen. Me dan ganas de llorar pero las lágrimas no salen, y entonces pienso otra vez en la gotera, y esta gota es la número veintitrés, aunque no soy consciente de haber pasado por las cuatro anteriores.

Delante de mí se abre una puerta, con un chillido de animal. Se forma un rectángulo blanco brillante, tan luminoso que, finalmente, me saltan las lágrimas. Entrecierro los ojos, miro a un lado, vuelvo a mirar al frente. Veinticuatro gotas. En medio de la luz se forma la figura de una persona, que avanza y cierra la puerta tras de sí con otro chillido. Oscuridad otra vez, pero breve, porque la persona enciende una linterna y me apunta a los ojos. Es hora de cerrarlos del todo.

—Tu nombre es —dice esa persona con voz de mujer, y pronuncia mi nombre.

—Sí —contesto—. Por favor, apague la linterna.

La apaga. Hay un silencio largo, excepto por la gota veintiséis. La veinticinco cayó entre el momento en que se cerró la puerta y el momento en que se encendió la linterna.

—No —dice la mujer—. No es ese. Tu nombre es —y ahora sí pronuncia mi nombre.

Digo que ahora sí porque me doy cuenta de que el otro no era mi nombre, aunque yo lo creyera. Mi nombre real es este otro, este que la mujer me ha devuelto. Debería sentirme agradecido, pero no. Odio a esa mujer, la odio con todas mis fuerzas y quisiera decírselo.

La gotera se está acelerando. Ahora han caído las gotas veintisiete y veintiocho. No sé por qué las sigo contando, pero no lo puedo evitar. También muevo los pies, sin ruido, tratando de encontrar un ritmo que acierte con la próxima caída de una gota. Lo hago desde el comienzo, desde aquel diecisiete del principio de los tiempos, hasta ahora sin lograrlo.

La mujer camina hacia mi izquierda. Muevo la cabeza para acompañar los pasos, tratando de imaginar su forma. Anda con total seguridad, como si pudiera ver sin luz, o conociera el sitio de memoria. Sube dos escalones, me doy cuenta porque el ruido de los zapatos es diferente, y da tres pasos más, hacia mis espaldas. Hay dos chasquidos consecutivos, el de la gota treinta y el de un interruptor.

Me duele la cabeza. Es algo nuevo, un dolor repentino que parte de la base de la nuca y en un segundo se divide en dos ramas, me recorre los parietales y se une a sí mismo en el centro de la frente. Inclino la cara hacia adelante, inclino también el cuerpo, escondo la cabeza entre las rodillas durante un segundo, y luego la vuelvo a levantar porque necesito aire. Miro hacia arriba, y entre la gota treinta y uno y el dolor queda espacio para temer que algo caiga desde allá arriba, desde la oscuridad donde no sé qué hay, y me entre en los ojos. Así que abajo otra vez, otra vez hacia las rodillas, con los ojos cerrados. El dolor se va.

Antes dije el principio de los tiempos, pero sigo sin saber nada de ese momento. Primero habrá existido la gotera, y luego los números necesarios para contar las gotas. Sin embargo, las gotas no se cuentan a sí mismas, hace falta alguien que las cuente, y ha de ser por eso que estoy aquí.

Treinta y dos. Por el ruido, parece que las gotas cayeran sobre mi cabeza. Están ahí, exactamente en mi cenit, próximas. Pero no siento nada.

Aparece un resplandor rojizo, de manera que vuelvo a abrir los ojos. Se han encendido luces a mi derecha. Estoy en un espacio enorme, una especie de depósito. Primero hay una serie de bultos negros, iluminados a contraluz, que no puedo identificar. Luego veo varias cámaras de filmación, algo que parece una grúa pequeña, gente de espaldas, también a contraluz, que maneja aparatos. Por detrás de todo está el living de una casa, al que le falta la pared del frente. Dentro del living hay gente. Actores. Son los más iluminados, y los únicos a quienes la luz les da en la cara. Están hablando, pero no entiendo lo que dicen. Cae la gota treinta y tres.

—Mm —digo, probando si aún tengo voz.

Nadie me oye. Espero a que haya caído la gota treinta y tres antes de hacerlo un poco más fuerte.

—Mmm.

Algo me raspa en la garganta y me da tos. Uno de los que manejan aparatos, el más próximo, se vuelve hacia mí y hace un gesto con las manos. Quiere que me calle.

Empiezo con un susurro:

—Socorro.

No es suficiente. Subo apenas el volumen:

—Socorro.

Tampoco. Cae la gota treinta y cuatro. Los actores siguen su rutina. Mis manos siguen esposadas. Aspiro hondo y digo con voz plena, sin gritar:

—Socorro.

El hombre que antes se había dado vuelta camina hacia mí con paso rápido.

—No puede estar acá —dice en voz muy baja—. ¿Quién lo dejó entrar?

—No sé —contesto.

Saca un aparato de la cintura y pulsa un botón.

—Hay un intruso —le dice al aparato, sin alzar la voz, y lo vuelve a poner en su sitio. Me mira otra vez—. Van a venir a buscarlo —dice—. No haga ruido.

Regresa a su puesto. Han caído algunas gotas más, porque la cuenta interior ya va por el treinta y nueve, pero no las conté conscientemente. Entonces recuerdo a la mujer que vino antes y miro a mi alrededor. Ya no está. A la luz crepuscular de las lamparitas distantes puedo ver los escalones que subió, puedo ver el interruptor. Pero no hay rastros de la mujer. Cuarenta gotas.

Se abre la puerta, entra la ráfaga de luz y con la luz dos personas apuradas. Una de ellas me cubre la cabeza con una capucha, la otra se asegura de que mis manos sigan esposadas. Susurran entre ellos: son dos hombres. Pero hablan en un idioma que no entiendo. Sacuden un poco el banco en que estoy sentado, me levantan, me vuelven a sentar. Hay mucho movimiento y casi ningún ruido, pero no parece que vayamos a ninguna parte, porque la gotera sigue sobre mí, persistente entre los susurros y las sacudidas.

Cuarenta y ocho gotas, y entonces me sacan la capucha. Estoy en un cuarto gris de paredes descascaradas, iluminado por tubos fluorescentes. Frente a mí hay un escritorio de fórmica. Al otro lado del escritorio, un policía de bigotes, calvo, me mira con las manos cruzadas frente a él. Ha puesto la gorra a un lado, sobre una pila de papeles. Una corriente de aire mueve el papel de arriba, que se iría volando si la gorra no lo mantuviera en su sitio. Cae la gota cuarenta y nueve, allá en el techo. Cae la gota cincuenta. Todos tenemos mucha paciencia.

—Su nombre es —empieza por último el policía, y dice otro nombre, diferente de los que usó antes la mujer. Pero él es quien tiene la razón: lo que dice es mi nombre, y no entiendo cómo lo sabe.

—Sí —respondo.

Cincuenta y una gotas. La gotera se sigue acelerando. Si al principio era un tac … … … tac … … … tac, ahora es un tac … tac … tac. El policía agarra el papel que se movía bajo la gorra y lo pone frente a su propia barriga, que ahora veo que sobresale como una sandía. Mientras sujeta el papel con una mano, con la otra abre un cajón, busca una lapicera, y empieza a tomar notas. Parece que estuviera describiendo mis rasgos, porque de vez en cuando me mira y luego vuelve a escribir: observa mi pelo y escribe, observa mi oreja izquierda y escribe, observa mi cuello y escribe. No hace preguntas, lo cual parece bastante apropiado porque no creo que tenga respuestas para darle.

Yo trato de hacer coincidir mis meñiques, uno contra el otro, tarea mucho más difícil de lo que parece. Con las manos aún esposadas a la espalda y los dedos apuntando hacia abajo, toco índice con índice, mayor con mayor, anular con anular, y cuando quiero tocar meñique con meñique el de la mano derecha queda más atrás que el de la izquierda. Empiezo otra vez, índice contra índice y así, hasta que los meñiques fallan de nuevo. Esto se repite intento tras intento, gota tras gota, mientras el policía hace su trabajo.

Pasa un largo rato. La cuenta va por ochenta y siete, y no estoy nada seguro de cómo llegué a ese número, cuando el policía se incorpora, mira a alguien que está detrás de mí, y la capucha vuelve a taparlo todo.

Me ponen de pie entre dos, cada uno alzándome de un brazo. Sin soltarme, me hacen caminar. Damos unos pasos, giramos, damos unos pasos más, volvemos a girar, y así sucesivamente. Me doy cuenta de que estamos andando en círculos, pero no veo razones para protestar. La gota número cien llega como si fuera un alivio. Siento un modesto renacer mientras cuento ciento uno, ciento dos, ciento tres.

Cuando se cansan de dar vueltas me acuestan en una camilla, boca abajo. Oigo un chasquido y noto que tengo las manos libres. Oigo el ruido de las esposas, también ellas liberadas, que caen al suelo. Pero dejo los brazos a ambos lados del cuerpo, para no abusar de la suerte.

—Va a sentir un pinchazo —dice una voz femenina con tono neutro.

La profecía se cumple en un punto del antebrazo derecho, del lado de adentro, a unos centímetros por encima de la muñeca. Me clavan algo y lo dejan ahí, y luego ponen una cinta adhesiva para que permanezca en su sitio. Pero sigo sin ver nada. Ciento seis. Oigo pasos que se alejan. Me parece que estoy solo, pero entonces alguien me quita la capucha. No hay diferencia: el sitio está a oscuras. Y, salvo la gotera, en silencio. Quien me quitó la capucha se aleja sin hacer ruido. Ciento siete gotas, siempre en el cenit.

Tengo ganas de orinar.

Doy vuelta la cabeza y me doy cuenta de que no todo es oscuridad. Hay una línea de luz pálida, a la altura del suelo. Es la parte inferior de una puerta.

Tengo que ir con cuidado. Primero me pongo boca arriba y espero. Ciento ocho gotas. Ciento nueve. Luego me siento. Las piernas me cuelgan por el borde de la camilla. Ciento diez, ciento once gotas. Es un gusto tener las manos apoyadas en las rodillas. Tableteo un poco con los dedos. Ciento doce gotas.

De pronto recuerdo algo que ha quedado sin resolver. Levanto las manos y las pongo a la altura de los ojos, palma contra palma, con los dedos separados. No puedo verlas, pero la posición es más cómoda que a la espalda, con las esposas puestas. Junto índice con índice, mayor con mayor, anular con anular, y casi sin darme cuenta también meñique con meñique. Al primer intento.

Ciento quince gotas. Me deslizo hasta el suelo y levanto los brazos. Siento un tirón del antebrazo derecho, y un momento después oigo el estrépito de algo metálico que cae. Me había olvidado del pinchazo y sus significados. Ahora tengo que esperar por si viene alguien.

Ciento dieciséis gotas. No viene nadie. Debo esperar más. Ciento diecisiete gotas. Ciento dieciocho. Qué números tan largos.

Con mucho cuidado me quito la cinta adhesiva y la aguja, vuelvo a alzar los brazos y empiezo a andar hacia la puerta. No hay nada que se interponga en el camino. Acaricio la puerta del centro hacia los bordes, y luego hacia abajo, hasta que mi mano izquierda da con el picaporte. Sin mover esa mano, acerco la otra y la uso para girar el picaporte con lentitud. La puerta se abre lo suficiente para yo que asome un ojo al mundo exterior.

Hay un pasillo de paredes blancas, poco iluminado. Está vacío. Parece parte de un hospital. Enfrente hay otra puerta, con el número 123, justo la cantidad de gotas que he contado hasta ahora, en caracteres metálicos. A la derecha de esa puerta hay un matafuegos colgado de la pared, y un poco más allá empieza una hilera de asientos negros, de plástico, unidos entre sí por tubos de metal.

Ciento veinticuatro gotas, y las ganas de orinar me hacen mover involuntariamente.

Abro la puerta del todo, asomo la cabeza fuera de la habitación y miro en ambas direcciones. Ahora estoy seguro de que estoy en un hospital. El pasillo sigue pocos metros hacia la izquierda, muchos metros hacia la derecha, y en ambos extremos termina en otro pasillo transversal. No hay más ruidos que el de la gotera y los míos.

Me miro a mí mismo. Estoy cubierto con una bata blanca de mangas cortas que me cubre hasta los pies, sin bolsillos. En los pies, un par de pantuflas blandas. Sin necesidad de ver, me doy cuenta de que no tengo ropa interior. Tampoco tengo reloj, pero no siento que me haga falta. Lo que me hace falta es un sitio donde orinar.

Ciento veintisiete gotas. La gotera ahora hace tac tac tac, y sigue su marcha a velocidad creciente. Salgo hacia la izquierda, por donde el pasillo termina pronto, y camino hasta el pasillo siguiente, que sigue en ambas direcciones. La gotera, por algún motivo, me acompaña. Allí tampoco hay nadie. Giro a la derecha y camino rápido hasta una puerta doble, de vaivén, que da a unas escaleras.

No se ve ninguna indicación de que haya baños cerca. Atravieso la puerta, dejo que se cierre y me asomo por el hueco de las escaleras. Aquí la luz es aún más tenue que en los pasillos. Sigo solo. Me sitúo frente a un rincón, detrás de la puerta, levanto la bata con ambas manos por encima de la cintura, echo los hombros hacia atrás, las caderas hacia adelante y aflojo los músculos. El chorro de orina oscurece un triángulo isósceles de pared blanca, y enmascara las gotas ciento cuarenta y cinco a ciento cincuenta y dos. Pero las cuento sin necesidad de oírlas, porque ahora la velocidad de la gotera me permite seguir el ritmo con bastante fidelidad.

Suelto el borde de la bata y bajo las escaleras. La gotera ahora hace tatatatata. Empieza a ser difícil contar número por número, y entonces me decido a contar sólo las gotas pares, ciento cincuenta y ocho, ciento sesenta, ciento sesenta y dos.

La planta baja está tan desierta como el piso de arriba. Hay mostradores, sillones, espejos, ascensores, y nadie que los use o los atienda. Frente a las escaleras se ve una pared de vidrio, y al otro lado la oscuridad. Seguro que es el exterior, y seguro que es de noche.

Me acerco a un mostrador para mirar al otro lado. Hay unos papeles, una lapicera, un teléfono. Estiro el brazo para levantar el tubo, pero no llego a hacerlo. ¿A quién puedo llamar? No recuerdo el número de nadie.

Giro hacia la pared de vidrio y camino. Ciento noventa y cuatro, noventa y seis, noventa y ocho, doscientos. Hay un movimiento a mi derecha, y me doy cuenta de que acabo de pasar frente a un espejo. Me detengo. Ahora podría volver un paso atrás y mirarme, reconocerme, saber algo más de mí. Pero es más importante la pared de vidrio, la negrura de la noche que está al otro lado. Es más importante la gotera que ya hace tttttttttt.

Me rindo. No tengo más remedio que estimar el número de gotas, porque están cayendo demasiado rápido para contar una por una. Voy de cinco en cinco omitiendo los centenares. Treinta, treinta y cinco, cuarenta.

En medio de la pared de vidrio hay una puerta. Lo único que la identifica es un pequeño letrero que dice EMPUJE. Antes de abrirla miro hacia afuera, pero sólo veo el cemento del primer metro de suelo. Más allá está todo negro. Empujo y me asomo al exterior.

En cuanto saco la cabeza ocurren dos cosas. Un golpe de aire frío me hace parpadear y cerrar la boca. Y la gotera se termina. Vuelvo a meter la cabeza adentro. La gotera continúa. Ochenta, noventa, trescientos, diez, veinte. Ahora suena a rrrrrrrrrrr. Esto no puede seguir así por mucho tiempo. Saco la cabeza al silencio, la meto otra vez, cincuenta, sesenta, y entonces abro la puerta del todo, salto al exterior y la cierro detrás de mí.

Sin la gotera el mundo es más solitario, y también más grande. Se oye el viento en los árboles, pero todo es invisible. Doy un paso al frente y me paro en el borde del mundo. Más allá no hay luz.

Estiro los brazos al frente y doy otro paso. Estoy en un camino de polvo de ladrillo. Es inconfundible, por el tamaño de las piedritas que se me clavan en las pantuflas blandas. Duele.

Sigo andando, con mucho cuidado, arrastrando un poco los pies, tanteando al frente con las manos. Noto que llevo la cabeza echada hacia atrás, la mirada fija en un punto alto, y me obligo a bajarla, como si así pudiera ver algo. Tras un rato me detengo otra vez y me doy vuelta para mirar atrás. A lo lejos está la pared de vidrio, pequeña, muy luminosa, y tras ella la planta baja del hospital. Vuelvo a mirar al frente.

Me encuentro con la luz de una linterna, a varios metros de distancia, que me ilumina la cara. Cierro los ojos, alzo un poco más las manos.

—Tu nombre es —dice una voz cascada, la de un anciano. Y pronuncia mi nombre, el cuarto, el verdadero.