El problema con todos mis proyectos es que yo soy mi propio Oompa-Loompa.

por Eduardo Abel Gimenez
El problema con todos mis proyectos es que yo soy mi propio Oompa-Loompa.
Tengo una relación incómoda con las normas de la RAE que voy aprendiendo. Cuando me caen bien, o veo que simplifican la vida, les hago caso. Si no, no.
Por ejemplo, me amigué con la idea de poner el punto siempre fuera de las comillas, pero todavía me resisto a hacer lo mismo con los paréntesis. Es un alivio que los este, ese y afines vayan siempre sin tilde, pero no me banco escribir guion; hasta reconocer la palabra me cuesta.
En algún caso opto por no usar una expresión para no tener que decidirme. Por ejemplo, entiendo que ni bien está mal, que debe ser no bien. Entonces no uso ni una ni la otra, pongo en cuanto, o apenas, o algo equivalente.
Últimamente vi otras dos cosas que no sabía, y todavía no estoy seguro de cómo reaccionar. Me sorprendieron, porque son de las que chocan con costumbres de toda la vida.
Una es menor, más o menos evitable hasta el punto de que tal vez nunca tenga que decidirme. Cuando uno repite una vocal con tilde (para dar énfasis, por ejemplo), la tilde se repite también. ¿Quééééé? ¡Sííííí! La solución, para mí, es no volver a repetir una vocal con tilde. Nunca más. Bueno, tampoco es que me gustara hacerlo.
La otra norma es gruesa, densa, omnipresente. Trata sobre la manera de escribir los números. Para empezar, los decimales: resulta que se puede usar la coma, igual que siempre (3,14), pero también vale el punto (3.14, como en inglés). Y para seguir, los números grandes. Hasta cuatro dígitos, van todos juntos: 1234, y no 1.234 (ni 1,234 como en inglés; por suerte). Más de cuatro dígitos: se juntan de a tres, como de costumbre, pero cada trío se separa de los demás (y acá es mejor sentarse para recibir la noticia) con un espacio: 12 345, y no 12.345 (ni 12,345). 1 234 567. Y así. Wikipedia, que se precia de atenerse a las normas aunque muchos colaboradores escriben con los codos, ya lo adoptó.
¿Qué hacemos? ¿Hay que obedecer siempre, a veces, nunca? No me termino de decidir. Tal vez porque soy un truhán (y que me corran).
Una de las maravillosas páginas de gran formato (35 x 50 cm) de Diario de un loco, de Christian Montenegro (sobre un cuento de Nikolái Gógol, publicado por Tren en movimiento, Buenos Aires, 2018). Click en la foto para verla más grande; o, mejor, comprar el libro. No es lo mismo mirar la foto que la página impresa, pero se ven los ambientes que la hacen fuera de serie: en la tira de arriba, una sala de teatro representada con lo mínimo, y la obra convertida en formas geométricas; en la que sigue, la oficina tediosa del protagonista, con el jefe que pasa una y otra vez; en las dos en blanco y negro, la calle con árboles y una casa (ante la cual el protagonista se para sin suerte a esperar que salga su amor), y la gente bajo los paraguas; en la última, la habitación estrecha con esa camita apretada entre paredes y la caída de la noche.
Aviso para que después no anden diciendo que alguien se hace pasar por mí. Este es yo; este soy yo.
El nene se llama Ian, pero la madre le dice Ianchu. Una sola vez lo llama Ian, cuando lo reta porque le patea las rodillas, y ahí entiendo con claridad que no es, por ejemplo, Iván. Ni Iván, ni Juan, ni otra cosa que justifique ese estornudo final; Ianchu, nomás. Así es la vida.
Están en la parada del 151, en el refugio inaugurado hace poco. Ianchu, que debe tener cuatro o cinco años, está sentado en el banco largo de madera. La madre hace guardia de pie frente a él, con el cuerpo apuntando a la dirección de la que vendrá el colectivo pero la mirada fija en el celular. Lee mensajes, escribe mensajes. Después manda un audio, y así me entero que los mayores de 70 no tienen que pedir turno para tramitar la ciudadanía; buen dato, en una de esas, algún día. Cuando pasa un 113, lo mira a último momento, un poco sobresaltada, y luego vuelve la vista a la pantalla; esto pasa dos veces, con los dos ramales distintos del 113, así que están esperando el 151. Yo también.
Me siento, en la otra punta del banco. “Cuánto tarda el colectivo”, le comenta a Ianchu la mamá, y enseguida: “¿Dejé ir alguno sin darme cuenta?”. Ianchu tarda un poco en contestar; por supuesto, no tiene ni idea. Después contesta: “Pasaron cinco”. “No seas mentiroso”, dice la mamá; se ríe.
En algún momento, tal vez mientras yo me sentaba, guardó el teléfono. Ahora, seguramente aburrida, levanta la mochila del nene, que está en el piso, y la apoya en el banco, entre el nene y yo. La abre. “Voy a mirar el cuaderno de comunicaciones, que escribieron algo”, anuncia. Lo saca, busca, hojea, empieza a leer en voz alta.
Ahora no le presto atención, porque veo que el 151, finalmente, está a la vista. Me levanto, vuelvo a donde estaba antes, levanto el brazo para pararlo. La madre de Ianchu está de espaldas a la calle, sumergida en el cuaderno de comunicaciones. Ianchu patea el aire (las rodillas de la madre quedaron fuera de su alcance), indiferente a todo. Cuando el colectivo está terminando de frenar le digo a la madre: “Acá llegó el 151”.
Es rápida. Me agradece, guarda el cuaderno en la mochila, la cierra y agarra a Ianchu del brazo, todo en el tiempo que le lleva al colectivero abrir la puerta. Los dejo subir primero. Después de pasar la SUBE me vuelve a agradecer.
Hay asiento para Ianchu. Ella se queda de pie al lado de él. Mientras apoya la mochila en el piso del colectivo, ya tiene el celular otra vez en la mano. Me pregunto quién le avisará cuando tengan que bajar.
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(Cien palabras encontradas en Dos fantasías espaciales, de Sergio Bizzio. Mansalva, Buenos Aires, 2015. En esta sección reúno palabras que aparecen hojeando al azar libros que todavía no leí. ¿Darán una idea del tono general?)
Anoche presentamos en Bar La Tribu la nueva colección de libros de Dábale Arroz. Leonardo Oyola habló sobre los libros y sobre nosotros; nos conmovió y nos hizo reír a gusto. Estas preciosas fotos son de Melisa Fernandez Csécs.
Los libros: Fantasmas, de Marina Berri; La vida láctea, de Cris Zurutuza; y mi novela Juicio a las diez.
Después de la introducción, Leo pidió preguntas al público y fue logrando que la timidez inicial se convirtiera en una catarata que nos hizo hablar a todos. Entre Leo y yo están Cris (izquierda) y Marina (derecha). Ahora, el impagable show de Leo:
Mi gran, gran amiga Natalia Méndez, socia en los emprendimientos artesanales de Dábale Arroz. Se hizo cargo, con Juan Pablo Luppi, del puesto de venta de libros.
La sala mucho antes de llenarse. Que se llenó, y cómo.
Juan Pablo Luppi y Cris Zurutuza.
De charla con Franco Vaccarini. Detrás, Juan Pablo Luppi.
La yapa (foto de Natalia Méndez): con la queridísima gente de los talleres de Dos Meninas, que fue a alentar. De izquierda a derecha: Adriana Keselman, Gabriela Szejer, María José de Telleria, Silvina Heianna, Dolores Fernández, Jimena Tello y Magalí Mansilla.
¡Gracias enormes, gigantes, a Leonardo por el trabajo que se tomó, por poner el cuerpo y tantas ganas! ¡A Melisa por llevar la cámara y trabajar de fotógrafa como hace en eventos (por los que cobra, no como a nosotros)! ¡A Juan Pablo y Natalia por ocuparse de la venta de libros! ¡Otra vez a Juan Pablo por la playlist a medida que nos acompañó toda la noche! ¡A todos los amigos y las amigas que pasaron, se quedaron y me hicieron sentir que algo de todo esto está bien!
Además del frasco de microcuentos, la nota habla de los tres libros que hoy vamos a presentar en La Tribu (Lambaré 873, Buenos Aires, a las 19.30): Fantasmas, de Marina Berri; La vida láctea, de Cris Zurutuza; y mi Juicio a las diez. Y también de A la zorra, el emprendimiento de Natalia Méndez con sus geniales animalitos lectores hechos en cerámica. ¡Gracias, Natalia Blanc!
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