[27/2/2002]
Volvemos a casa en tren. Gabriel (6), mi hijo, me hace caer en un truco que habrá aprendido de un amigo:
—Mirá, mirá. Una gaviota.
—¿Dónde?
—Te la perdiste por idiota.
Tenemos horas que perder, así que empiezan las variantes, cada vez más surrealistas:
“Mirá, una codorniz.” “¿Dónde?” “Te la perdiste por infeliz.”
“Mirá, un pez.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste otra vez.”
“Mirá, un chorizo.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por petiso.”
“Mirá, elefantes.” “¿Dónde?” “Ya te los perdiste antes.”
“Mirá, un delfín.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por salamín.”
“Mirá, un lobo.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por bobo.”
“Mirá, un tordo.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por gordo.”
“Mirá, un renacuajo.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por comer ajo.”
“Mirá, serpientes.” “¿Dónde?” “Se te escaparon entre los dientes.”
“Mirá, un reno.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por bueno.”
“Mirá, un pastel.” “¿Dónde?” “Te lo perdiste por Gabriel.”
Y el último, ya sin rima pero con un no se qué:
—Mirá, un árbol.
—¿Dónde?
—Te lo perdiste por tronco.
Ahora, como corresponde, es Gabriel (16), mi hijo.