Etiqueta: Ximenez

Lugares donde estuve: Paraguay, 1973

Lugares donde estuve: Humahuaca, 1971

Lugares donde estuve: Bariloche, 1969

Lugares donde estuve: Mendoza, 1968

Lugares donde estuve: Tandil, 1967

Lugares donde estuve: Luján, 1965

Lugares donde estuve: Mar del Plata, 1961 y 1965

Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli

1. Franca

Murió como debía morir. Antonio Domeniconelle, digo, de él voy a hablar. También había sido un hombre pendenciero y malhumorado, portador de cuchillos, alguna vez de revólver. El día que lo mataron, aquella mañana de agosto de 1896, cumplía 37 años. Fue una mañana fria que, sin embargo, se calentó por la tarde cuando incendiaron la cochería. El crimen se produjo aparentemente porque se resistía a comprar un nuevo carro con aplicaciones de plata y ruedas de bronce, para seis caballos, como le proponía Giacchinto Miraglia, su socio, sujeto al que todos recordaban furibundo, atrevido, audaz y en total desacuerdo con la teoría de Antonio de que no había que invertir un solo peso más en la empresa, por dos razones: porque ya era la cochería funeraria más importante de Buenos Aires, y porque inevitablemente el 31 de diciembre de 1899 se acabaría el mundo.

Antonio Domeniconelle, el abuelo Antonio, el Nono, así lo había leído en una enciclopedia del siglo catorce que se atesoraba en el edificio comunal de Filetto, y tal lo había confirmado el Prete Rocco D’Angelo, quien lo bautizara a él y a sus hermanos, y en quien sólo en ese punto confiaba ciegamente: el 31 de diciembre del último año de ese siglo el mundo se acabaría.

Fatalista como un árabe, Antonio Domeniconelle estaba convencido de que iba a vivir solamente cuarenta y un años y entonces, pensaba, mejor vivirlos plenamente y gozándolos uno por uno. Era muy raro que se lo viera borracho, aunque era capaz de beberse el contenido de cuanto vaso se le pusiera enfrente. Su perdición eran las mujeres y el juego. Desde que llegara de Italia en 1885, y tan pronto aprendió los rudimentos del castellano de Argentina, se aplicó a esas pasiones: al mes de arribar ya había aprendido a jugar al truco, la taba, el tute y otros juegos criollos, y perdido todo el dinero que trajeron de su patria. Pero tres meses más tarde, cuando se empezaba a discutir la sucesión presidencial y casi todos hablaban de un tal Don Bernardo y muy pocos del gobernador cordobés que luego ganaría la elección, los recuperó y con creces, y pudo comprar una casita lejos de la ciudad, por el rumbo de Ramos Mejía, un pueblo formado alrededor del viejo Apeadero San Martín. Un año después de llegar a la Argentina, abandonó a su mujer por primera y única vez, y se fue a vivir por dos semanas con Gladys, una jovencita de ojos negros que vivía en la calle Victoria, quien fue su amante más fiel y la que meses más tarde lo llevó a conocer a Giacchinto Miraglia. Los presentó una noche, después de una reunión en una casa del barrio de Balvanera donde un tipógrafo alemán explicó a la escasa concurrencia cómo los anarquistas veían el mundo, criticó la prosperidad burguesa y la astucia del presidente Roca; habló de las huelgas obreras en Chicago, de la represión del dictador Porfirio Díaz a las masas mexicanas y aun se refirió a la inestabilidad política peruana y a los inútiles esfuerzos del presidente Balmaceda por recuperar el salitre en Chile.

Copyright. Plagios literarios y poder político al desnudo, de Jorge Maronna y Luis María Pescetti

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que, al despertar de un sueño agitado, Gregorio Samsa se encontró en su cama transformado en un horrible insecto.

Lucas se preguntó si ese comienzo tenía el gancho suficiente. Había leído que los novelistas daban especial importancia al primer párrafo. Ella debía quedar atrapada. ¿Conocería sus fuentes de inspiración? Tal vez El Quijote, pero las otras dos no le parecían igualmente famosas. Ensayó una continuación más audaz:

En otro lugar de la Mancha, Samsa escuchó asombrado las palabras de Lady Chatterley: «Espérame en tu casa del bosque. Iré con Justine, y llevaré sogas v un látigo, como a ti te gusta». Mientras tanto, el coronel Buendía hacía morisquetas a los integrantes del pelotón de fusilamiento. 

Se detuvo agotado. Quiso fumar pero no encontró cigarrillos. Encendió el televisor. Comenzaba un noticiero.

Vertiginosas imágenes del mundo. Corte a pareja de conductores que comentan las declaraciones del Presidente. Corte a éste, que declara:

—Desmiento categóricamente los rumores de una posible candidatura mía para una reelección; mi máximo deseo es entregar la banda presidencial a quien gane los próximos comicios.

Corte al ministro Falfaro que, indignado, señala:

—¡El Presidente no se presentará a esta tercera reelección, pero está seguro de que la va a ganar!

Corte al Presidente, con cara de fastidio.

Corte a la pareja de conductores que, cambiando el ángulo de la información, comentan la extraña desaparición de la madre del célebre doctor Anastassi, investigador en biología molecular, firme candidato al Premio Nobel, lo cual…

Lucas apagó el televisor y se durmió profundamente. Soñó que su maestra de la escuela primaria, la señorita Castro, le gritaba indignada después de leer sus redacciones. Regresaban esos penosos momentos de su infancia, aunque en la pesadilla la maestra no le pegaba.

La mancha de luz, de Luisa Axpe

La mujer de Salvador caminó por el pasto cubierto de rocío.

El cuero blando de las sandalias chupó el agua fresca, y se le mojaron los pies. “No me importa” pensó, “igual hace calor”.

Con dos broches en la boca y otros dos en la mano, iba tendiendo la ropa recién lavada. A su alrededor, varias gallinas se pasearon entre curiosas y preca-vidas; alguna se le enredó entre las piernas, pero ella no hizo nada. Sólo pensó que a los pañales no les vendría mal una buena hervida, pero que para eso hacía falta más agua.

Delfina Cardoso pensaba mucho en todas esas cosas; los otros chicos nunca se le habían paspado, les lavaba la cola todas las veces que los cambiaba, y cuando hacía demasiado calor los dejaba así nomás, al aire libre, que disfrutaran.

Las gallinas salieron corriendo espantadas, y Delfina se dio vuelta para retar al Roberto, que siempre las andaba asustando. Pero el Roberto no estaba por allí. Sólo ella y la soga repleta de siluetas descarnadas, olorosas a jabón barato y a lavandina. La cuestión es que las aves se habían asustado, y no de ella. Las miró picotear la tierra con aire de distraídas, y no vio a nadie más.

Entonces miró por sobre el hombro, y esta vez fue ella la que tuvo que correr, huyendo del ánima en pena que acababa de descubrir, a esas horas y con sol.