Categoría: Principios de novela

Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli

1. Franca

Murió como debía morir. Antonio Domeniconelle, digo, de él voy a hablar. También había sido un hombre pendenciero y malhumorado, portador de cuchillos, alguna vez de revólver. El día que lo mataron, aquella mañana de agosto de 1896, cumplía 37 años. Fue una mañana fria que, sin embargo, se calentó por la tarde cuando incendiaron la cochería. El crimen se produjo aparentemente porque se resistía a comprar un nuevo carro con aplicaciones de plata y ruedas de bronce, para seis caballos, como le proponía Giacchinto Miraglia, su socio, sujeto al que todos recordaban furibundo, atrevido, audaz y en total desacuerdo con la teoría de Antonio de que no había que invertir un solo peso más en la empresa, por dos razones: porque ya era la cochería funeraria más importante de Buenos Aires, y porque inevitablemente el 31 de diciembre de 1899 se acabaría el mundo.

Antonio Domeniconelle, el abuelo Antonio, el Nono, así lo había leído en una enciclopedia del siglo catorce que se atesoraba en el edificio comunal de Filetto, y tal lo había confirmado el Prete Rocco D’Angelo, quien lo bautizara a él y a sus hermanos, y en quien sólo en ese punto confiaba ciegamente: el 31 de diciembre del último año de ese siglo el mundo se acabaría.

Fatalista como un árabe, Antonio Domeniconelle estaba convencido de que iba a vivir solamente cuarenta y un años y entonces, pensaba, mejor vivirlos plenamente y gozándolos uno por uno. Era muy raro que se lo viera borracho, aunque era capaz de beberse el contenido de cuanto vaso se le pusiera enfrente. Su perdición eran las mujeres y el juego. Desde que llegara de Italia en 1885, y tan pronto aprendió los rudimentos del castellano de Argentina, se aplicó a esas pasiones: al mes de arribar ya había aprendido a jugar al truco, la taba, el tute y otros juegos criollos, y perdido todo el dinero que trajeron de su patria. Pero tres meses más tarde, cuando se empezaba a discutir la sucesión presidencial y casi todos hablaban de un tal Don Bernardo y muy pocos del gobernador cordobés que luego ganaría la elección, los recuperó y con creces, y pudo comprar una casita lejos de la ciudad, por el rumbo de Ramos Mejía, un pueblo formado alrededor del viejo Apeadero San Martín. Un año después de llegar a la Argentina, abandonó a su mujer por primera y única vez, y se fue a vivir por dos semanas con Gladys, una jovencita de ojos negros que vivía en la calle Victoria, quien fue su amante más fiel y la que meses más tarde lo llevó a conocer a Giacchinto Miraglia. Los presentó una noche, después de una reunión en una casa del barrio de Balvanera donde un tipógrafo alemán explicó a la escasa concurrencia cómo los anarquistas veían el mundo, criticó la prosperidad burguesa y la astucia del presidente Roca; habló de las huelgas obreras en Chicago, de la represión del dictador Porfirio Díaz a las masas mexicanas y aun se refirió a la inestabilidad política peruana y a los inútiles esfuerzos del presidente Balmaceda por recuperar el salitre en Chile.

Copyright. Plagios literarios y poder político al desnudo, de Jorge Maronna y Luis María Pescetti

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que, al despertar de un sueño agitado, Gregorio Samsa se encontró en su cama transformado en un horrible insecto.

Lucas se preguntó si ese comienzo tenía el gancho suficiente. Había leído que los novelistas daban especial importancia al primer párrafo. Ella debía quedar atrapada. ¿Conocería sus fuentes de inspiración? Tal vez El Quijote, pero las otras dos no le parecían igualmente famosas. Ensayó una continuación más audaz:

En otro lugar de la Mancha, Samsa escuchó asombrado las palabras de Lady Chatterley: «Espérame en tu casa del bosque. Iré con Justine, y llevaré sogas v un látigo, como a ti te gusta». Mientras tanto, el coronel Buendía hacía morisquetas a los integrantes del pelotón de fusilamiento. 

Se detuvo agotado. Quiso fumar pero no encontró cigarrillos. Encendió el televisor. Comenzaba un noticiero.

Vertiginosas imágenes del mundo. Corte a pareja de conductores que comentan las declaraciones del Presidente. Corte a éste, que declara:

—Desmiento categóricamente los rumores de una posible candidatura mía para una reelección; mi máximo deseo es entregar la banda presidencial a quien gane los próximos comicios.

Corte al ministro Falfaro que, indignado, señala:

—¡El Presidente no se presentará a esta tercera reelección, pero está seguro de que la va a ganar!

Corte al Presidente, con cara de fastidio.

Corte a la pareja de conductores que, cambiando el ángulo de la información, comentan la extraña desaparición de la madre del célebre doctor Anastassi, investigador en biología molecular, firme candidato al Premio Nobel, lo cual…

Lucas apagó el televisor y se durmió profundamente. Soñó que su maestra de la escuela primaria, la señorita Castro, le gritaba indignada después de leer sus redacciones. Regresaban esos penosos momentos de su infancia, aunque en la pesadilla la maestra no le pegaba.

La mancha de luz, de Luisa Axpe

La mujer de Salvador caminó por el pasto cubierto de rocío.

El cuero blando de las sandalias chupó el agua fresca, y se le mojaron los pies. “No me importa” pensó, “igual hace calor”.

Con dos broches en la boca y otros dos en la mano, iba tendiendo la ropa recién lavada. A su alrededor, varias gallinas se pasearon entre curiosas y preca-vidas; alguna se le enredó entre las piernas, pero ella no hizo nada. Sólo pensó que a los pañales no les vendría mal una buena hervida, pero que para eso hacía falta más agua.

Delfina Cardoso pensaba mucho en todas esas cosas; los otros chicos nunca se le habían paspado, les lavaba la cola todas las veces que los cambiaba, y cuando hacía demasiado calor los dejaba así nomás, al aire libre, que disfrutaran.

Las gallinas salieron corriendo espantadas, y Delfina se dio vuelta para retar al Roberto, que siempre las andaba asustando. Pero el Roberto no estaba por allí. Sólo ella y la soga repleta de siluetas descarnadas, olorosas a jabón barato y a lavandina. La cuestión es que las aves se habían asustado, y no de ella. Las miró picotear la tierra con aire de distraídas, y no vio a nadie más.

Entonces miró por sobre el hombro, y esta vez fue ella la que tuvo que correr, huyendo del ánima en pena que acababa de descubrir, a esas horas y con sol.

El sabotaje amoroso, de Amélie Nothomb (traducción de Sergi Pàmies)

A galope tendido de mi caballo, cabalgaba entre los ventiladores.

Tenía siete años. Nada resultaba más agradable que sentir aquel exceso de aire en el cerebro. Cuanto más silbaba la velocidad, más entraba el oxígeno arrasándolo todo.

Mi corcel desembocó en la plaza del Gran Ventilador, vulgarmente conocida como plaza de Tiananmen. Dobló hacia la derecha, por el bulevar de la Fealdad Habitable.

Yo sujetaba las riendas con una sola mano. La otra se entregaba a una exégesis de mi inmensidad interior, elogiando ora la grupa del caballo, ora el cielo de Pekín.

La elegancia de mi cabalgadura dejaba sin habla a transeúntes, escupitajos, asnos y ventiladores.

No era necesario espolear mi montura. China la había creado a mi imagen y semejanza: era una entusiasta de las grandes velocidades. Carburaba con el fervor íntimo y la admiración de las masas.

Desde el primer día había comprendido el axioma: en la Ciudad de los Ventiladores, todo lo que no era espléndido era horrible.

Lo cual equivale a decir que casi todo era horrible.

Corolario inmediato: yo era la belleza del mundo.

Y no sólo porque aquellos siete años de piel, carne, cabellos y osamenta bastaran para eclipsar a las mismísimas criaturas de ensueño de los jardines de Alá y del gueto de la comunidad internacional.

La belleza del mundo se materializaba en mi larga pavana ofrecida al día, en la velocidad de mi caballo, en mi cráneo desplegado como una vela encarada hacia los ventiladores.

Pekín olía a vómito de niño.

En el bulevar de la Fealdad Habitable, el retumbo del galope era lo único que tapaba los carraspeos, la prohibición de comunicarse con los chinos y el espantoso vacío de las miradas.

Ante la proximidad del recinto, el corcel aminoró la marcha para que los guardias pudieran identificarme. No les parecí más sospechosa que de costumbre.

Penetré en el seno del gueto de San Li Tun, donde vivía desde la invención de la escritura, es decir: desde hacía casi dos años, allá por el neolítico, bajo el régimen de la Banda de los Cuatro.

Adentro trampoco hay luz, de Leila Sucari

3

Hoy nacieron tres pollitos, todavía no tienen plumas ni ojos. Son horribles pero la abuela está contenta. Mientras lava los platos salgo sin hacer ruido y busco en el gallinero los huevos que quedaron. Encuentro sólo uno. Está caliente y manchado de caca. La gallina que lo cuida intenta picotearme las uñas pero le doy con un palo en la frente y escondo el huevo en mi remera. Me mira atontada y se resigna sin pelear, es una mala madre.

Vuelvo a casa y lo pongo en la almohada de la abuela, entre la funda y el relleno. Cuando se acueste a rezar se le van a reventar las ideas. Como cree en dios, va a pensar que es un castigo divino. Imagino su cara arrugada, la cáscara quebrándose en la cabeza y el pelo amarillo pegoteado en la sábana blanca. Lo hice para que aprenda. Nunca más va a matar a los hijos del gallo, va a ser una señora gorda y suave que nos lleve el desayuno a la cama. Mi prima lo va a agradecer y me va a contar el secreto para ser como ella. Vamos a ser una familia de mujeres felices que comen lechuga.

Voy a la cocina con la excusa de tomar agua. La abuela sigue lavando. Habla sola mientras le pasa la esponja una y otra vez al mismo plato. Dice que me vaya a la cama, que no son horas de andar dando vueltas. Le digo que sí y le beso los dedos. Qué lindas uñas, abu. Se le escapa una sonrisa. A dormir, nena, que es tarde.

Espero con los ojos abiertos. Mi prima duerme en el piso desparramada sobre un acolchado viejo. Al rato escucho un grito de la abuela. Sus palabras retumban en las paredes mientras se acerca a nuestro cuarto. Me hago la dormida. La abuela entra y dice pendeja malcriada. Le habla a mi prima. Entreabro los ojos y veo su cuerpo gigante que se tambalea de la bronca. Mi prima la mira con cara de china y no le dice nada. Pienso que la abuela va a matarla, pero no. Se agarra el pelo de paja y escurre los pollitos líquidos sobre el acolchado. Después cambia el tono de voz y le dice que salga de la habitación. Mi prima balbucea y obedece. Yo transpiro debajo de 1a frazada. Tengo miedo pero no me animo a decir la verdad. Siento la garganta llena de plumas que me pinchan.

[N. del E.: Sí, hice trampa. Es el capítulo 3, no el 1. ¿Y?]

Pollos de campo, de Ema Wolf

CAPÍTULO 1 

En la cocina estrecha de una casa rodante Broch-Pinchon modelo ’89, la Gran Rita espumaba una olla de puchero.

Con movimientos de sacerdotisa en trance aventaba los terribles vapores para descubrir la superficie del caldo, donde flotaban islotes de una sustancia barrosa. Rita los colaba meticulosamente y los depositaba sobre las hojas de un diario viejo. De paso, interrogaba las entrañas del recipiente para que le fuera revelado el estado de cocción de los elementos.

El perfume combinado del osobuco y las verduras, más sólido que el humo, la alteraba y estimulaba sus sentidos. Entornados los ojos, anhelante, trémula, echaba la cabeza hacia atrás y se secaba con el dorso de la mano la frente cubierta de sudor. Los gestos evocaban rituales antiguos celebrados en cavernas sulfurosas. Tendrá varios estremecimientos proféticos.

Rita era inmensa. No gorda, grande. Armoniosa en la forma, solo que ante ella el espacio retrocedía, se replegaba para dejarla ser. Fuera de la teatralidad de sus ademanes, en la minúscula cocina creaba el efecto dislocado de una niña gigante atareada con su regalo de Reyes, evolucionando entre hornallas y cucharines de lata. La misma olla del puchero parecía un juguete amenazado bajo la enormidad de su pechuga. Llevaba un vestido con motivos selváticos donde proliferaban lianas, orquídeas multicolores, plantas parásitas y toda clase de vegetación bravía, y un delantalito blanco, breve, que estiraba los brazos para ceñirse a su cintura pero se perdía, intimidado, entre el ramaje del vestido.

En el exterior de la casa rodante sucedía una tormenta descomunal. La clase de tormenta que solo se produce sobre el final del invierno, a medianoche, en un baldío del conurbano bonaerense. La ferocidad del agua aporreando la carrocería de aluminio desaconsejaba cualquier intento de ventilar la Pinchon; de ahí que, a causa del humo, la visibilidad era casi nula. Truenos y rayos proporcionaban el fondo adecuado para la ceremonia de Rita y también para las graves circunstancias en que se encontraban ella y los otros tres que estaban ahí dentro.

Los otros tres eran: Mimí la Elástica, contorsionista; el Mago Jesús, diestro en trucos de prestidigitación; y el Oso, ciclista.

Shunga, de Martín Sancia Kawamichi

1. La muerte de Oriko

La habitación parecía iluminada por una hoja seca.

Era septiembre.

—Adiós —dijo Kotaro, y su voz le sonó a insectos atrapados, frotándose entre si. Quiso repetir la frase pero se detuvo. Mojó su dedo anular izquierdo en una vasija llena de sake y pétalos de peonías. Bajó, con ese mismo dedo, el párpado derecho de Oriko, que cedió con facilidad. Dejó el ojo izquierdo abierto, como si aún la pupila no terminara de morir y, a diferencia de lo sucedido con el otro ojo, fuera necesario esperar. Se quedó varios minutos mirando el iris. Luego se puso de pie. No supo qué hacer en esa posición, de modo que volvió  a arrodillarse. Bajó el párpado que faltaba. Miró objetos duros: los labios de una muñeca de cerámica, un cuenco ensangrentado, una tetera, un cofre. Dijo, y ahora sintió que los insectos habían abandonado su voz:

—Ella fue siempre lo más importante para mí.