Mes: enero 2003

Josefa

[15/1/2003]

El 15 de enero era el cumpleaños de mi abuela materna. Nació en 1900: siempre fue fácil saber su edad. Murió en 1993. La recuerdo muy bien de cuando yo era chico: me iba midiendo en los botones de su blusa, cuesta arriba, a medida que crecía. Luego ella se iba midiendo en los botones de mi camisa, cuesta abajo. Vivimos varios años en su casa, también con mi abuelo materno que era un año más joven. Algún día tendré que escribir su historia, con la ayuda por supuesto tendenciosa de mi madre y alguna intervención de mi padre, y ya que estamos la historia de todos ellos, los que vinieron de España por parte de padre y por parte de madre. Será un buen emprendimiento. Habrá que voltear algunos tabúes. Habrá que escarbar mucho y encontrar un estilo. Ya veremos. Por ahora sólo quería recordar un poco a mi abuela, antes de seguir caminando en el desierto.

El quinto de Harry Potter

[15/1/2003]

Dumbledore lowered his hands and surveyed Harry through his half-moon glasses.

“It is time,” he said, “for me to tell you what I should have told you five years ago, Harry.

“Please sit down. I am going to tell you everything.”

(Adelanto del quinto libro de J. K. Rowling, Harry Potter and the Order of the Phoenix, que saldrá a la venta el próximo 21 de junio.)

El Gran Houdini

[14/1/2003]

El Gran Houdini se hundía rápidamente en un mar con mil metros de profundidad. Llevaba las manos atadas a los pies, los pies atados a la cintura, el cuello atado a las rodillas. Las sogas, a su vez, iban rodeadas por gruesas cadenas de las que tiraba una bola de acero, maciza, con un peso de dos toneladas. Todo, Houdini y las sogas y las cadenas y la bola de acero, bajaba rodeado por una jaula estrecha, un cubo de un metro de lado, hecha con barrotes gruesos y soldados entre sí por expertos insobornables.

—Por fin —pensó el Gran Houdini— una situación de la que no puedo salir.

Y se relajó para disfrutar de la nueva sensación.

Tres cascadas áridas

[13/1/2003]

Clara separó los dedos y dejó caer la arena en tres cascadas áridas.

—No iré —dijo María, paseando los ojos más allá del horizonte.

Adela se tapó la nariz y la boca con la mano, sin poder ahogar la risa que le hacía cosquillas desde adentro.

Clara pisó con rabia la arena caída y deseó volver a tenerla en su poder.

Marta decidió cooperar, pero nadie se fijó en ella.

—Pueden dejar de insistir —dijo María, cruzando los brazos bien apretados contra el pecho.

Adela se sentó en una piedra, todavía sacudida por fenómenos internos.

Marta decidió no cooperar, pero nadie se fijó en ella.

Mientras tanto, Nora caminaba por el borde, con los puños apretados, a un centímetro de caer para siempre.

Cerró la puerta

[12/1/2003]

Cerró la puerta tras de sí. Allá afuera, sus pasos se apagaron en los charcos de lluvia.

Cerró la puerta con un golpe. Una vez afuera, corrió a lo largo de los charcos de lluvia.

Cerró la puerta sin piedad. Corrió por la calle, saltando de un charco de lluvia al siguiente.

Cerró la puerta sin mirar atrás. Tampoco se volvió luego, mientras corría por la calle mojada.

Cerró la puerta como si eso bastase para huir. Luego corrió bajo la lluvia.

Cerró la puerta, le pareció insuficiente y agregó dos vueltas de llave. Luego tiró la llave a un charco de agua y se fue caminando en dirección contraria.

Cerró la puerta como todos los días pero era la última vez. Sin mirar atrás, se alejó lentamente tratando de evitar los charcos de agua.

Cerro la puerta otra vez, como siempre. Salió a la lluvia, a caminar por los charcos del día.

Cerró la puerta, luego cerró la verja, luego cerró su mente a los recuerdos. A paso cerrado avanzó bajo la lluvia.

Cerró la puerta con suavidad, se arrepintió y la abrió para volver a cerrarla de un golpe. LLovía, pero después de pisar algunos charcos dejó de importarle.

Cerró la puerta luego de echar un último vistazo al interior. Como las gotas de lluvia que le cayeron en la cara, sólo pasaría por allí esa única vez.

Cerró y se fue. Llovía.

Chicos

[12/1/2003]

Los chicos juegan a esconderse de ella. Cuando los encuentra, juegan a matarla. Ella se va caminando, llorosa y lenta, a abrazarlo al padre.

—Papá, me mataron.

Agua

[11/1/2003]

Hoy es uno de esos días en que, más allá de cómo regule la ducha, el agua sale demasiado fría o demasiado caliente.

En la cocina de mis padres

[10/1/2003]

En la cocina de mis padres hay dos ventanas que dan a un espacio lateral entre edificios. Al otro lado hay unos metros de jardín, un retazo de calle, otros edificios en hilera hasta lo que debería ser el infinito pero es sólo un par de cuadras más allá. Viven en el quinto piso.

Los vidrios de las ventanas son casi espejos cuando se los mira desde afuera. Desde adentro tienen un tono ahumado, con la virtud de apaciguar el mundo. Cuando las ventanas están cerradas, el exterior se ve más tenue, más amable, más tranquilo. Hasta los ruidos llegan amortiguados. Luego de un rato el color marrón claro empieza a parecer dorado.

Las cortinas tienen un estampado blanco y rosa, que por suerte hace juego con las puertas de la alacena. Vienen de Ramos Mejía, muchos años atrás, pasando por el otro departamento que mis padres tuvieron en Palermo. Esas cortinas conocieron ventanas de todos los colores.

Mi madre siempre pregunta si abre un poco porque hace calor, o si cierra un poco porque hace frío, o si abre un poco para que entre más luz, o si cierra un poco para evitar tanto sol. Mi padre pela su naranja con dedicación, como si aún estuviera aprendiendo la técnica que usa desde que tengo memoria.

Hablamos de médicos y de la historia de Ramos Mejía. Comemos pollo al horno. El tiempo sigue avanzando y no regresa, como si él también atravesara un vidrio casi espejo, de esos que no devuelven toda la luz que dejan pasar.

[10/1/2013]

Diez años después el tiempo insiste en seguir avanzando y no regresar. Mis padres murieron, los dos, en 2009. Ahora esa cocina es esta cocina, la mía. No suele haber pollo al horno ni naranjas, y ya no se habla de la historia de Ramos Mejía. Quité las cortinas, están guardadas. Algo permanece: los vidrios, que siguen siendo los mismos.

Un cuento sobre Harry Potter

[9/1/2003]

Hace un par de meses la revista Veintitrés me pidió un cuento “sobre Harry Potter”. Lo escribí con muchísimo placer, y salió algo así como un homenaje humorístico a J. K. Rowling, a quien admiro.

Ahora Veintitrés me dio permiso para reproducir el cuento en Imaginaria. Quien tenga ganas de leerlo lo puede encontrar acá. (Es aconsejable haber leído al menos un Harry Potter.)

[9/1/2013]

Un poco de contexto. Rowling venía publicando regularmente tomo tras tomo. Pero el quinto libro de la serie se demoró y se demoró y se demoró. El cuento es una “explicación” de esa demora.

Por supuesto, sigue en Imaginaria, y en el mismo link. Pero además lo pongo acá, para que quede. La introducción entre paréntesis es la que apareció en Imaginaria.

Joanne hechizada


(Este cuento es un homenaje a la obra notable de Joanne K. Rowling. Fue escrito a pedido de la revista Veintitrés, que lo publicó en su número 228 bajo el título “El mejor de los hechizos”, el 21 de noviembre de 2002, y nos autorizó a reproducirlo aquí.)

El fuego de la chimenea formaba figuras de aspecto humano que se movían con rapidez. Dos parecían estar discutiendo en una habitación luminosa, hasta que una de ellas se fue dando un portazo. Después surgió un paisaje, hecho de llamas oscuras donde debía haber sombra, y llamas brillantes donde debía dar el sol. Un auto se alejó hacia el horizonte por un camino de campo.

Era lo más parecido a un televisor que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Aburrido, el anciano de barba blanca y cabello aún más blanco que contemplaba el fuego desde un sillón hizo un gesto con los dedos, para apagarlo. No valía la pena. En particular, el sonido era pésimo. No había forma de imitar bien las voces humanas con el crepitar del fuego, aunque los motores de los autos salían bastante mejor. Además, en la oficina del director había demasiados retratos parlanchines, cuyo murmullo constante impedía oír bien.

La oficina del director. El anciano de barba blanca y ojos rodeados de arrugas miró a su alrededor la sala grande, hermosa y circular, como había escrito Joanne. Desde su percha dorada, Hawkes, el ave fénix, parecía otra vez un pavo desplumado… como había escrito Joanne. Joanne, Joanne, siempre Joanne, la que todo lo sabía, la que todo lo recordaba y, peor aún, la que todo lo escribía.

El anciano de barba blanca y túnica larga, director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, se frotó los ojos. No quería pensar en Joanne, necesitaba un descanso ahora que los estudiantes estaban de regreso para otro año de clases y los días eran largos y laboriosos, llenos de pequeños problemas, intrigas, confabulaciones, materias triviales que invariablemente requerían una decisión.

Pero no iba a tener tanta suerte.

Sobre un escritorio de madera negra había una piedra con forma de huevo, color violeta, tachonada de puntos brillantes. El anciano de barba blanca y sandalias la miró de reojo, como si supiera lo que iba a ocurrir (cosa que probablemente era cierta). Y justo cuando la miraba, la piedra empezó a rodar hacia él, y siguió rodando hasta el borde del escritorio. Varios personajes de los cuadros interrumpieron su relato de viejas proezas para ver lo que hacía. La piedra se detuvo un centímetro antes de caer, y empezó a dar saltos. Bam, bam, bam, golpeaba en la madera del mueble.

El anciano de barba blanca y anteojos redondos suspiró resignado, hizo otro gesto con los dedos, y la piedra, tan feliz como podría estarlo cualquier piedra, saltó a su mano y se abrió en dos, como una caja de sorpresas o un coco que tuviera una bisagra. El anciano acercó una mitad al oído y la otra a la boca.

Era lo más parecido a un teléfono que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

—¿Quién habla? —preguntó el anciano con una voz extrañamente juvenil para su edad.

—¿Cuánta gente tiene este número? —dijo alguien al otro lado.

—Joanne —dijo el anciano, y aspiró hondo para contener el impulso de cerrar la piedra.

Los personajes de los cuadros prestaron más atención. Algunos trataron de darle un codazo al vecino, olvidando que en medio estaban los marcos.

—Joanne, sí —dijo la voz—. Tenemos que hablar.

—Pero…

—Pero nada. La gente sigue esperando. Millones de personas están ansiosas, y tú no quieres dar el brazo a torcer.

El anciano de barba blanca y dedos nudosos alzó la vista hacia el techo, buscando paciencia.

—Es que has ido demasiado lejos, Joanne. El primer libro estuvo bastante bien, a todos nos gustó. El segundo, pasable. Hacia el tercero empezamos a sentirnos incómodos, y el cuarto…

—Tú mismo los aprobaste antes de que fueran a la imprenta.

—Es verdad, pero no esperábamos que tanta gente los leyera. Queríamos que un pequeño grupo de personas se enterara de nuestra existencia, para rescatar a los verdaderos magos que pudieran ocultarse entre ellas. No que millones de fanáticos se arrancaran los pelos para conocer la siguiente aventura.

Algunos personajes de los cuadros asentían con la cabeza. Otros sonreían con esa mezcla de picardía y condescendencia que sólo se logra desde una pintura en la pared.

—El éxito no fue mi culpa, ya lo sabes. En todo caso…

—En todo caso, nada. Si sólo fueran los libros… ¿Tenías que vender los derechos para hacer esas películas? ¿Tenías que explicar cada detalle de nuestro amado Hogwarts para que esos utileros… —buscó una palabra insultante, y decidió que no hacía falta—, para que esos muggles los reprodujeran con sus trucos baratos? ¿Tenías que…?

—No sigas —interrumpió la voz—. Ya me has dicho lo mismo cien veces. Yo no quería, pero la gente me presionaba. Tuve que hacerlo.

—¿Tuviste que hacerlo? —La cara del anciano, bajo su barba blanca, empezó a ponerse roja. —¿Tuviste que llamar la atención de incontables locos sobre el colegio, hasta obligarnos a mudarlo con paredes, sótanos, fantasmas y todo?

—Bueno, debes reconocer que gracias a mi ayuda financiera la mudanza no fue tan difícil.

—No es sólo el dinero, Joanne. Es el espíritu el que…

—¿Y la vista? ¿No me dijiste cuán bonito es el paisaje allí abajo, con el cerro Fitz Roy tan cercano?

—Eso es verdad. Aunque aún tengo problemas para tomar mate… Me quemo la lengua.

—¿Y la seguridad? ¿Cuántos seres malignos superan la pereza de viajar hasta tan lejos?

—No sólo los seres malignos tienen dificultades, Joanne. Te olvidas de los propios alumnos. ¿Sabes el tiempo que lleva viajar en el Expreso Hogwarts desde Londres hasta aquí? ¿Sabes cómo llegan de agotados los estudiantes? No pueden ni levantar sus propias escobas.

Risas ahogadas de las paredes, murmullos, ruido de burla: los habitantes de los cuadros habían visto el estado de los chicos.

—Está bien —dijo la voz del teléfono—. Reconozco que no todo ha sido bueno. Pero esto no puede seguir así. Hace más de dos años que salió el cuarto libro, y con el próximo sin terminar todos sospechan algo raro. Si no me quitas el hechizo sobre el quinto…

—¿Por qué lo voy a quitar? —interrumpió el anciano—. ¿Quién quiere más problemas?

—No eres razonable, no quieres oírme. Si me dejaras terminar de escribirlo, te darías cuenta de que no voy a poner en peligro a Hogwarts, ni a nadie relacionado con Hogwarts.

—Si te dejara terminar de escribirlo, nadie podría impedir que lo publicaras. Y entonces…

—Entonces qué.

—Un momento y te lo diré.

Sin separar el teléfono de su cabeza, el anciano de barba blanca y mirada sabia se levantó del sillón y caminó hacia una mesa baja que había entre dos ventanas. Sobre la mesa había un tablero formado por pequeñas piedras de colores. El anciano se sentó ante el tablero, sopló para activarlo y agitó los dedos a su alrededor. Las piedras fluyeron unas sobre otras para armar figuras, frases, números.

Era lo más parecido a una computadora que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Desde las paredes, varios pares de ojos se inclinaron hacia adelante con curiosidad. Los retratados no conocían bien la nueva tecnología, ese modo extraño que tenían los muggles de hacer algo parecido a la magia, pero sin magia. Para ellos debía haber trampa en alguna parte, aunque no pudieran detectarla.

El anciano leyó el contenido del tablero y dijo:

—Setecientos veintiocho muggles lograron encontrar el bosque encantado.

—El viejo bosque encantado —dijo la voz del teléfono—. El nuevo todavía sigue oculto.

El anciano no se dejó alterar por el comentario. Volvió a agitar los dedos, las piedras armaron otros dibujos.

—Mil doscientos cuarenta y dos muggles sufrieron heridas de diversa consideración tras echar mano de escobas mágicas.

—Hasta que ustedes tomaron la elemental precaución de ponerles candado.

El anciano resopló. Algunas piedras salieron disparadas fuera del tablero, pero una rápida combinación de giros y torsiones de la mano las devolvió a su sitio.

—Los dragones de Rumania están al borde de la extinción debido a que millares de muggles los persiguen.

—Y a que ustedes insisten en tenerlos escondidos.

El anciano apoyó la cabeza en la mano para buscar fuerza. Arrugó la nariz y obtuvo un último dato del tablero de piedras.

—Cientos de muggles han descubierto que fuiste alumna de Hogwarts, a pesar del formidable esfuerzo que hicimos para crearte una historia alternativa.

—Y todos los otros muggles están convencidos de que esos pocos son una manga de chiflados —dijo la voz del teléfono—. Si estas objeciones son lo mejor que tienes, mi querido amigo, entonces ya es hora de que levantes el hechizo de una vez.

El anciano de barba blanca y aspecto preocupado suspiró, desconectó el tablero de piedritas y se puso de pie, tomándose un tiempo para responder. Las caras de las paredes se pusieron serias.

—Joanne —dijo finalmente el anciano—, sólo quería que conocieras las noticias más recientes. Ya sabes que hay algo más importante que todo esto.

Fue el turno de la voz telefónica de suspirar.

—La época —dijo—. La bendita época.

—Lo hemos hablado tantas veces —dijo el anciano mientras se sentaba en su sillón, frente a los restos del fuego que ahora no transmitían ningún programa—. ¿Qué necesidad tenías de traer esas historias al presente? ¿Por qué no mantuviste las fechas originales?

—Ya te lo he respondido. Porque así tienen más interés para los lectores. Porque así son más próximas, más palpables. ¿Quién no se aburriría leyendo cosas que ocurrieron en tiempos de sus abuelos? ¿A quién le importarían los aprendices de hechiceros de casi un siglo atrás? ¿Quién se asustaría sabiendo que Voldemort fue derrotado hace ya setenta años?

—Joanne, nada de eso es…

—Y por encima de todo —siguió la voz del teléfono, sin hacer caso a la interrupción—, traje esas historias al presente porque así es más divertido.

Los personajes retratados, que se habían inclinado hacia adelante para oír mejor, se miraron entre sí. Algunos asintieron.

—¿Divertido? —el anciano dio el suspiro más largo de todos, y luego emitió un sonido que se parecía sospechosamente a la risa—. Ay, Joanne, siempre tienes la respuesta justa en el momento justo.

La voz del teléfono no esperó ni un instante:

—¿Vas a levantar el hechizo sobre el quinto libro, entonces?

El anciano de barba blanca dejó de reír.

—¿Sólo por una respuesta ingeniosa? No, Joanne. Estoy pensando en modificar todos los libros impresos, desde el primer ejemplar hasta el último, para que la época en que transcurren sea la real, setenta años atrás. ¡Para que nadie crea que esas cosas ocurren hoy! Recién entonces podría…

—¡Por favor! ¡Es una locura!

—Todo es una locura, Joanne, no lo olvides.

—Pero jamás permitiré que modifiques mi obra. No dejaré que…

—¿Tu obra? —el anciano se puso rojo otra vez—. Tu la habrás escrito, pero sin nosotros, sin mí, jamás habrías tenido qué contar.

La voz del teléfono hizo un silencio largo, mientras el anciano director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se calmaba lentamente. Las figuras pintadas al óleo arrugaban el entrecejo, pendientes de lo que vendría a continuación.

—Tienes razón —dijo finalmente la voz del teléfono. Todos, desde el anciano hasta la última figura de la pared, se relajaron un poco—. Perdóname.

—Está bien —dijo el anciano—. Pero ahora me siento cansado, Joanne. Mejor hablemos mañana.

—De acuerdo, aunque no voy a permitir que…

Sin esperar el final de la frase, el anciano cerró las dos mitades de la piedra y la arrojó hacia el escritorio, donde tras un par de ruidosos rebotes quedó quieta y opaca. Las figuras animadas que lo rodeaban volvieron a su murmullo habitual. Allá afuera, una seguidilla de risas juveniles recordaron a todos que seguían teniendo por delante la tarea de educar a una nueva generación de magos y brujas.

El anciano de barba blanca y uñas frágiles se reclinó en el sillón, abrumado por las dudas y las responsabilidades, pero sobre todo por los recuerdos. Y sin darse cuenta, como siempre, se llevó una mano a la frente, allí donde la vieja cicatriz con forma de rayo casi había desaparecido.

En blanco

[9/1/2003]

En un weblog, el miedo a la página en blanco se reemplaza por el miedo al día en blanco.