Mes: enero 2004
Desde el piso veintitrés el río se ve peligroso. Un velero recorre el horizonte. Suenan pasos en la alfombra gastada y me doy vuelta.
—¿Qué hacés acá? —me pregunta.
—Vengo a verte —contesto.
—¿A mí o al río?
—A los dos.
—Tal vez el río sea más interesante.
—Otra vez con esos juegos. Hacen falta tres ríos como este para…
—No me cargues, por favor.
Se sienta frente al escritorio, dándome la espalda. Pulsa una tecla para que se encienda el monitor y escribe una clave. Vuelvo a mirar el río. Existe una frase perfecta, una respuesta que acaba con todos los trastornos, pero en este preciso momento no se me ocurre.
Para jugar al mol hay que calzar al menos 45, tener mucho pelo en el dorso de las manos y haberse extraído las muelas del juicio.
Antes de cada partido, un médico revisa a los jugadores de ambos equipos para verificar que cumplan las condiciones. Si no hay ningún médico disponible, lo puede hacer un dentista, o un veterinario. Si tampoco hay veterinarios, se permite que lo haga (en este orden) un arquitecto, un sacerdote, un periodista, un abogado, un astronauta, un colectivero, etc. La lista continúa hasta llegar a unos tres centenares de profesiones y oficios.
La pollera le llegaba hasta las rodillas. Cruzaba el puente de noche, sobre una plataforma rodante, con la mirada en la punta de los zapatos. Podía haber acelerado la huida caminando, pero no lo hizo.
Era un blanco perfecto.
Algunas estrellas cambiaron de sitio. La sirena de un barco fantasma llenó la ciudad de miedo. La plataforma rodante alcanzó el otro lado del puente mientras una bandada de palomas despertaba por algún motivo incomprensible.
Los relojes debieron dar la hora, y sólo dieron un indicio de que todo había dejado de funcionar.
Ahora sí, caminó. El ruido de los zapatos en la calle de ladrillos obligó a los perros a ladrar. Algo oscurecía la luna. El tiempo se hizo lento, espeso. Todos vivíamos en el fondo del mar, donde apenas podíamos llegar a peces.
La noche acabaría en algún momento, pero ni siquiera eso garantizaba nada.
Voy a ver un espectáculo de sombras chinescas. No sé cuántos actores participan, pero en el público sólo somos doce, repartidos en tres hileras de butacas. Estoy en la hilera de atrás, en la segunda butaca contando desde la izquierda.
Se apagan las luces de la sala y un reflector potente pone blanca, incandescente, la pared del frente. Aparecen las primeras sombras.
Al principio resulta fácil adivinar los dedos y las manos que forman una cabeza de perro, una paloma, un árbol, una pareja que se besa. Pero poco a poco las construcciones se hacen más complejas, y ya no se sabe cómo crean la ilusión de una ardilla, un banco de plaza, un árbol, un auto, un semáforo, un edificio de oficinas, una biblioteca, un anciano que camina con bastón.
Al mismo tiempo, delante de nosotros se desarrolla una historia. Quisiera relatarla, pero es tan tenue, tan vaga y sutil, tan verdaderamente hecha de sombras que desafía las palabras. Ni siquiera hay banda de sonido. Sólo se oye la respiración de los espectadores, una tos, movimientos involuntarios en las butacas.
El relato empieza con cierto sentido del humor, que lleva a una mujer situada en la primera hilera a reír sin control durante un minuto entero. Luego, imprevistamente, se pone tétrico. Hay muertes, caídas, terror. Con el transcurso de las escenas siguientes la desolación nos invade a todos. Alguien solloza. Durante un largo rato buscamos esperanzados el hilo que permita suponer un final feliz.
Pero no hay un verdadero final. Los personajes empiezan a desmembrarse, a perder fluidez, a olvidar los respectivos roles. Los lugares se deshacen en huellas apenas visibles.
De pronto empezamos a distinguir otra vez los dedos y las manos que han estado fabricando todo. Lo hacen a propósito. Dejan de simular que son otra cosa. Pero un minuto más tarde esos dedos y esas manos también se deshacen, en dedos y manos más pequeños. Y los pequeños dedos y las pequeñas manos se deshacen también, en otros que resulta difícil contar.
El proceso se repite dos o tres veces más, hasta que la pared blanca queda cubierta por una especie de bosque puntillista de dedos infinitesimales. Entonces se apaga el reflector y quedamos a oscuras. Empezamos a aplaudir.
Hay mil seiscientas cajas de madera apiladas hasta el techo, en este depósito oscuro y húmedo donde hace años que nadie entra. Los lados de las cajas están hechos con listones como barrotes, y entre los listones hay ranuras por las que apenas se puede ver el interior.
Cada caja contiene algo distinto. Algunos contenidos se mueven, pero casi todos están quietos. No es fácil deducir qué hay en cada caja, ni siquiera cuando se mueve, cuando tiene olor o se derrama hacia afuera.
Algunas cajas han caído al suelo y se han roto. Quedan pocos rastros de lo que guardaban. Hay maderas mordidas, rasguñadas, cortadas, partidas. Hay manchas azuladas, grises, negras. Hay grumos marrones y verdes.
Las puertas del depósito están cerradas por fuera, trabadas, encajadas en las paredes de manera que nadie pueda abrirlas otra vez.
Una linterna serviría para averiguar más. Pero no tengo linterna. Dependo de la luz del día que entra por una grieta de la pared, y ahora empieza a caer la noche.
A bordo del submarino nuclear опасность los violines nunca dejan de sonar. El sistema de audio se extiende por las tripas del submarino hasta todos los rincones imaginables, incluyendo algunos donde la tripulación no puede entrar. El clima interno, así, se ve modificado de un modo intenso, a veces para bien, a veces para mal.
Cuando hay una emergencia, los violines suben una octava. Cuando el submarino llega a puerto, bajan una quinta. No tocan ninguna música reconocible, avanzan y retroceden por melodías y series armónicas siempre cambiantes, improvisadas por la inteligencia artificial que comandaría la nave si el capitán se lo permitiera.
Los domingos, además de violines se oye una flauta. Pero no es electrónica.
Muchos tripulantes, hartos de tanto violín, usan protectores para los oídos. Por eso a bordo del опасность sólo resulta fácil comunicarse con aparatos, a través de teclados, por ejemplo. Mucho más fácil que con la gente, que anda por ahí con los oídos tapados y de mal humor.
El опасность evita los grandes puertos, los mares más transitados. Es un secreto. Un experimento que, hasta el día de hoy, está fallando.
Si alguien supiera en qué piensa Naría cuando entrecierra los ojos, inclina un poco la cabeza hacia abajo, hace chasquear los dedos de la mano izquierda, deja que un mechón de pelo negro le cubra la cicatriz de la mejilla derecha, curva hacia arriba las cejas depiladas esta misma mañana, sonríe como para sí misma y aspira hondo, preparándose para algo que sólo ella sabe, juntando la fuerza necesaria para, en el momento siguiente, actuar.
Es de metal. O de plástico. De metal, pero parece plástico. Tiene punta. Se va cubriendo de sangre. Gotea. Está agarrado a una especie de cuerda, o cable, que cuelga de un aparato con forma de cubo, apoyado en tres patas.
Sobre el cubo hay un engranaje, y en uno de los lados un reloj que marca las cuatro y diez. Más atrás, en la silla, varios libros sostienen una pirámide hueca, en cuyo interior hay una lámpara encendida
La cuerda, o el cable, tiene dos ramales, uno amarillo y el otro gris, el gris un poco más corto. El amarillo se balancea en el aire.
El cubo es de aluminio, está manchado y tiene las esquinas abolladas. A veces el reloj se detiene, y unos segundos más tarde arranca otra vez. El engranaje gira media vuelta con cada gota de sangre, o tal vez sea la gota de sangre la que resulta de cada giro del engranaje.
Todo el conjunto huele a viejo, a moho, a haber estado bajo llave durante mucho tiempo.
El charco que las gotas de sangre han ido formando llega a los pies de la silla. Ahora se terminan los gritos.
Los dos hombres están de pie, frente a frente. El de la izquierda habla sin parar, mientras mueve las manos como para dar más sentido a lo que dice. El de la derecha escucha con atención, pero no mira las manos sino los ojos del que habla, y a veces la boca. De vez en cuando asiente con un movimiento débil de la cabeza.
Una serpiente muy larga y muy delgada, de color gris verdoso, asoma de la nariz del hombre que escucha y se estira por el aire hasta entrar en la oreja derecha del hombre que habla. Ninguno de los dos parece darse cuenta de esa cuerda viviente que cuelga entre ellos y los une, y que poco a poco sigue fluyendo dentro de la oreja del que habla hasta que la cola se suelta de la nariz del que escucha y se agita mientras sube y sube y sube.
A todo esto, el hombre que habla se ha ido poniendo pálido, y ha empezado a perder el control de las palabras. Cuando la cola de la serpiente desaparece dentro de la oreja, el hombre que habla baja las manos y se calla. Un segundo después cae el suelo. Su cadáver se deshace en una montaña de cenizas.
Pero ha quedado una silueta, un fantasma, un recuerdo del hombre que hablaba que aún sigue de pie, y que poco a poco levanta las manos otra vez y retoma el discurso. En tanto, mientras vuelve a asentir con la cabeza, el hombre que escucha saca un escobillón que tenía medio oculto a sus espaldas y barre las cenizas del piso.