Es carnaval, de manera que la gente se pone pelucas anaranjadas para salir a arrastrar los pies por la calle, carga pitos y matracas para ir a discutir con los parientes y pelearse con los hijos, ensaya una sonrisa en el espejo para mejorar la expresión de hartazgo cuando llega al trabajo.
Mes: mayo 2005
Lo distinguen de otros artistas, aunque tal vez no tanto como quisiera darnos a entender, la elegancia del trazo curvo, la acentuación de los pómulos, la soltura en la composición cromática, la calvicie prematura, el desenfado en la elección de temas, el saco raído, la innata capacidad de síntesis, los dientes amarillos, el uso novedoso del claroscuro, las rodillas huesudas, la aparente simbiosis entre forma y fondo, las orejas sucias.
El agua resbala por la pared y cae en la escalera que debo bajar. Todo es blanco menos yo. A mi espalda queda un reguero de talco y madres que tratan de limpiarlo con trapos húmedos. Hay muchas cosas inútiles, pero el día que haga la lista empezaré diciendo que a mi tacho de basura le falta el fondo.
Siempre supe que la escalera tenía trece escalones. Hasta que debí subir, y entonces tuvo dieciocho.
Te devuelvo el libro que me prestaste, con el valor agregado de las horas de insomnio, la mancha de chocolate en la página 147, la estadía entre Expiación y Milenio negro, la mirada de la chica del subte que quería adivinar, el descubrimiento de que doblás las hojas para marcar por dónde vas, el tiempo perdido, el tiempo ganado, el tiempo que empatamos.
El pueblo está preocupado por la falta de frío, el árbol que se seca, los perros sin patas, la mezcla de nubes que tuvimos ayer, el color de los zapallos, la humedad que sale por las paredes de la iglesia, el celofán, la malaria, el molino de viento, la suba del alquiler, la velocidad de los gansos salvajes que han venido de otro continente, el sombrero del alcalde, las faldas de la hija del panadero, el camino que lleva al cerro, la piedra amarilla, las orejas del caballo blanco, el aljibe y las sombras chinescas.
Estoy esperando que me atiendan, sentado en el sillón verde oscuro, frente a la mesita donde se apilan los folletos. A mi derecha hay una ventana alta, por la que sólo veo una pared con otra ventana igual a la mía, que sin duda pertenece a la oficina de al lado. Me acomodo en el borde del asiento y me echo hacia atrás, hasta apoyar en el respaldo los hombros y la cabeza. Dejo caer el brazo izquierdo por fuera del apoyabrazos, hasta que los dedos rozan la parte inferior del sillón y entran en el hueco que dejan las patas. Ahí encuentro un material blando y rugoso, fácil de atrapar con los dedos. Tiro y se desgarra, sin ruido. Tiro un poco más, arranco un pedazo y no me atrevo a mirarlo. Con un giro de la mano lo arrojo hacia atrás, donde tal vez nadie lo vea. Arranco otro pedazo. Ahora encuentro una especie de algodón basto, un relleno hecho de fibras suaves y ásperas a la vez, según por donde las toque. También es fácil de arrancar, aunque tiende a quedarse pegado a los dedos. Sale un trozo, sale otro, y sigo tirando todo hacia atrás, mientras miro por la ventana esa otra ventana por la que ahora se asoma alguien, me saluda con un movimiento de cabeza y vuelve a meterse adentro sin darme tiempo a responder. No hay caso. No me atienden. Tendré que hacer algo al respecto.
Hay una flecha clavada en la torre de madera, arriba, cerca de la ventana del último piso. Un pájaro la estudia como posible soporte, pero se queda en el árbol. La torre se inclina hacia este lado. Algo duele, como siempre, pero no es la flecha.