Se dice que en las estepas de la Luna no hay lugar para el ocio, la belleza o el amor. Quienes no han estado allí suponen que son territorio de dolor, sed y desconsuelo. Y es lógico que así sea, pues las estepas de la Luna saben ocultar sus tesoros a quienes las contemplan de lejos, ya sea a través de un telescopio o a bordo de los modernos cohetes que siguen viaje al oasis abundante de Venus.
Afortunados, entonces, los pocos hombres y mujeres admitidos en la selecta Cofradía de los Lunarios, los únicos con acceso a ese paraíso incomparable. Como las recién llegadas Mama-Runtu y Aliyana, que avanzan a paso lento, tomadas de la mano, por ese sendero largamente curvo que se adentra en un bosque donde canta la oropéndola selenita.
Las dos hermanas van conversando sobre lo que las espera en este día especial, durante el cual serán iniciadas en los secretos de la Luna. Mama-Runtu, que a pesar de verse tan joven es la mayor, narra conversaciones susurradas que ha escuchado durante la noche previa. Aliyana, ansiosa, no la deja terminar las frases, la interrumpe con preguntas, le aprieta la mano y trata de ir más rápido.
—Hermanita —dice Mama-Runtu, paciente—, debemos aprender a gozar de la calma, de la espera. Cada cosa tiene su momento perfecto, y no somos quiénes para adelantarlo.
—Es cierto —reconoce Aliyana—. ¡Pero cómo me gustaría que el momento perfecto fuera ahora mismo!
Sobre ellas, el Sol y la Tierra se miran mutuamente en un firmamento en el que también las estrellas caben. Son astros que lo han visto todo, y sin embargo iluminan el camino de las hermanas como si fuera la primera vez que alguien lo recorre.
Dentro del bosque, el Coreógrafo Lunar hace sus últimas anotaciones.
(Así empieza La danza secreta de la Luna, de Katiuska Langley, una novela que no existe. Para la tapa usé dos imágenes: una de Pixabay y una de Internet Archive en Flickr, ambas en el dominio público.)