Los libros de historia afirman que la Guerra de los Robots empezó el 29 de abril de 1718, con la invasión de París. Es un error. Pocos días antes del gran despliegue en la capital de Francia, las fuerzas enemigas se enfrentaron por primera vez en un sitio menos visible, y sobre todo menos atractivo para la posteridad: un pequeño buque a la deriva, en medio del océano Índico, con solo dos tripulantes a bordo.
Uno de ellos era yo, Aenon Westveer, primer oficial de la Dulce Esmeralda. El otro, nuestro supuesto capitán, un impostor llamado Kelley Lapin que había traído la desgracia a bordo. Atado al palo mayor, Lapin se lamentaba de su suerte con gritos agudos y prolongados, propios de un animal. Más de una vez intenté callarlo con una bofetada bien provista; el único resultado era que redoblara esfuerzos para avergonzar a la especie humana.
El resto de la tripulación había muerto en circunstancias hasta ese momento inexplicables. Algunos se habían arrojado por la borda; otros se habían clavado su propio puñal. Con mayor o menor originalidad, salpicando más o menos sangre a su alrededor, cada uno había tomado su propia vida a lo largo de las últimas horas. Al caer la noche, solo el miserable de Lapin y yo quedábamos con vida.
Estos acontecimientos llegarían a ser una trágica rutina tras la declaración de la guerra, pero en ese momento ignorábamos la causa. Finalmente, tras la caída de la noche, se dejaron ver los responsables de tanta muerte. La nave invisible que nos venía acompañando, y que había experimentado en nosotros las ondas electromagnéticas que pronto enloquecerían a la humanidad, apareció sin previo aviso. Su aspecto pronto sería tristemente familiar en todo el mundo: una esfera plateada, luminosa, sin rasgos, alta como la Dulce Esmeralda, que flotaba en el aire a pocos metros de nosotros.
De su interior salieron los primeros robots extraterrestres que pisaron nuestro planeta.
Si estoy aquí para contar mi aventura es gracias a dos acontecimientos que ocurrieron en rápida sucesión. El primero fue que los extraterrestres eligieron a Lapin, y no a mí, como primer blanco. Los aullidos del impostor acabaron en un gorgoteo repugnante.
El segundo suceso fue la llegada inmediata de los otros robots, aquellos que aprenderíamos a amar y respetar, venidos de un futuro tan distante como inimaginable para nosotros. ¡Los Defensores de la Tierra!
(Así empieza La Guerra de los Robots, de Alistair Schutts. una novela que no existe. Para la tapa usé una imagen de George Hodan, que la puso en el dominio público.)