Es posible que yo ya tuviera entonces cierto presentimiento de mi futuro.
El portal cerrado y herrumbrado que se levantaba ante nosotros con hilos de niebla ribereña enhebrando las puntas de hierro como senderos de montaña, ha quedado ahora en mi memoria como el símbolo de mi exilio. Ésa es la razón por la que he empezado a escribir esta crónica describiendo el portal, y cómo luego tuvimos que echarnos al agua, y como yo, Severian, aprendiz de torturador, estuve a punto de morir ahogado.
—El guardián se ha ido. —Así le habló mi amigo Roche a Drotte, que ya se había dado cuenta.
Dudando, el muchacho Eata sugirió que diéramos un rodeo. Levantó el delgado brazo pecoso y señaló los mil pasos de muralla que se extendían entre las casas bajas y ascendían por la loma hasta que finalmente se unían a los muros altos de la Ciudadela. Era un camino que yo tomaría, mucho más tarde.
—¿E intentar atravesar la barbacana sin salvoconducto? Llamarían al maestro Gurloes.
—Pero ¿por qué se iría el guardián?
—No interesa. —Drotte sacudió el portal—. Eata, ve si puedes escurrirte entre las barras.
Drotte era nuestro capitán, y Eata introdujo un brazo y una pierna entre las estacadas de hierro, pero pronto fue evidente que el cuerpo no podría seguirlos.
—Alguien se acerca —susurró Roche. Drotte tiró bruscamente de Eata.
Miré calle abajo. Una luz de linternas se mecía en la niebla entre un ruido de voces y pasos apagados. Yo habría querido esconderme, pero Roche me detuvo diciendo:
—Espera, veo picas.
—¿Crees que es el guardián que vuelve?
—Son muchos —comentó sacudiendo la cabeza.
—Una docena de hombres cuando menos —dijo Drotte.
Todavía mojados por el Gyoll, aguardamos. En los recodos de mi mente aún estábamos allí, temblando de pies a cabeza. Así como todo lo supuestamente imperecedero tiende a su propia destrucción, los instantes que en un momento nos parecen más fugaces se recrean a sí mismos…, no sólo en mi memoria (que en última instancia no pierde nada) sino también en mi corazón palpitante y en mis cabellos erizados, que se renuevan una y otra vez, así como nuestra comunidad se reconstituye cada mañana con las agudas notas de sus propios clarines.
Así empieza La sombra del torturador (The Shadow of the Torturer. Volume One of The Book of the New Sun), de Gene Wolfe, traducido por Rubén Masera y Luis Domènech. Minotauro, Barcelona, 1989.