La mujer estaba sentada sobre un trozo de mampostería y ladrillos que había caído de una casa a sus espaldas. Probablemente su casa. Tenía una falda desgarrada y algo como un sweater de hilo que le colgaba de los hombros. Y zapatillas de lona. Estaba sentada. No hacía nada, las manos cruzadas como animales de otra especie que no tuvieran nada que ver con ella, acuáticos, lejanos, incoloros, puestos ahí por el viento, cerca de las rodillas.
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La luna, vaya con la luna: blanca sombra de lo invisible, voz perpetua sibilante del cielo, todas atribuciones que ni Alaíde ni Zelma podrían haber nombrado, la luna las dejaba un poco menos solas, no más abrigadas ni amparadas, pero sí más unidas al paisaje, más de acuerdo con todo lo que es básico y necesario para seguir viviendo, agua, aire, el verde olvidado que podría haber sido el de las plantas, ¿una enredadera? La luna frágil y perecedera les daba ánimo, les permitía respirar mejor.
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El oeste es misterioso: llega la noche, crece el sueño acá, detrás del biombo de la frente y una no sabe qué personajes, qué acontecimientos esperan silenciosos para invadir la deriva engañosa de la pesadilla.
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Resolvió que ni siquiera pensaría; que se dejaría llevar por lo que iba a ir sucediendo. Que cada acontecimiento, pequeño o grande, doloroso o no, tendría su lugar en el camino. Y que así, allá en la llegada, sentiría realmente los pasos que da la vida para lograr que el mundo ruede: chispa, sombra, gesto, y que cada uno de esos pasos tendría su carga y su color que ellas verían y de los que podrían destilar las gotas del placer, de la paciencia, del asombro.
(Fragmentos de Las señoras de la calle Brenner, de Angélica Gorodischer; Emecé, Buenos Aires, 2012).