“El alcohol le entró de lleno, primero en estado gaseoso, después como una lámina acaramelada y ardiente. El pecho le quemaba, pero en vez de retorcerse y doblarse hacia adentro, se le abría. Abierto al medio como el pecho de un pollo recién trozado. Sentía que podía verse las costillas flotantes, el corazón como una frutilla del tamaño de un puño, los pulmones, el estómago, todo vivo y trabajando. Haber atravesado esa raya le hizo pensar que no le gustaban muchas cosas que no había probado: los calamares, ir al psicólogo, tirarse de cabeza a la pileta, dormir desnuda, viajar en barco, salir de campamento, las botas de caña alta y, hasta hace tres minutos, el whisky”.
“Estaba sentada en la mesa del living (la misma de mi sueño). Sola. Durante la comida se servía un montoncito de ensalada o una presa de pollo, así no la molestaban, pero no comía, esperaba a que levantaran los platos para volver a meter sus dedos flacos adentro de la cigarrera. Se pasaba el rato así, con el pucho prendido y la radio cerca, una portátil con estuche de cuero, grande como su mano. Le gustaba pegársela a la oreja. Todos los domingos escuchaba los partidos, especialmente si jugaba River. Decía que Francescoli era su novio. A veces lo llamaba mi amor y largaba una carcajada escandalosa, como si acabara de contar detalles de una noche de sexo y disfrutara con nuestra incomodidad. La abuela para no ser menos decía que el suyo era Julio Iglesias”.
“El que hablaba tenía los mofletes como si hubiera tomado unos cuantos vasos de vino, pero debía ser rosácea o alguna alergia, y la ceja izquierda se le veía cortada por una cicatriz, lo que le dejaba dos cejas cortitas de un lado y una larga del otro”.
“Raquel tenía un hijo que vivía algunas temporadas con ella, un tipo grandote que debía rondar los cincuenta aunque no los parecía, cabellera hasta los hombros, bigote rojizo con forma de herradura y un triángulo de la camisa siempre afuera del pantalón. Le decían el Inglés. No sé a qué se dedicaba pero en distintas horas del día se lo podía ver merodeando el barrio con una bolsita blanca en la mano, dándoles charla a los encargados de los edificios y a los comerciantes.
“No molestaba a nadie, salvo a Raquel. Ella salía a buscarlo y cuando lo encontraba se quedaba a unos metros de donde estaba él, con los brazos rectos contra el cuerpo y la mirada dura. Al Inglés no parecía asustarlo demasiado, ante su aparición hacía la venia:
“—¡Sargento Duggan!
“O se doblaba en una carcajada como si su madre fuera una nena haciendo monerías. Enseguida retomaba la charla que había dejado en suspenso, hamacando en la mano esa bolsa blanca donde sonaban llaves, monedas o semillas”.
(Fragmentos de Hay gente que no sabe lo que hace, de Alejandra Zina. Paisanita Editora, Buenos Aires, 2016).