[15/1/2003]
Autor: Eduardo Abel Gimenez
[15/1/2003]
Señaló con el dedo un punto vacío del horizonte y empezó a caminar. Obediente, la soledad lo acompañó.
El séptimo de los textos que se abrieron paso hasta El hilo, el libro que hicimos Claudia Degliuomini y yo.
Estas son las páginas correspondientes al de hoy (click para ver la imagen más grande).
[15/1/2003]
El 15 de enero era el cumpleaños de mi abuela materna. Nació en 1900: siempre fue fácil saber su edad. Murió en 1993. La recuerdo muy bien de cuando yo era chico: me iba midiendo en los botones de su blusa, cuesta arriba, a medida que crecía. Luego ella se iba midiendo en los botones de mi camisa, cuesta abajo. Vivimos varios años en su casa, también con mi abuelo materno que era un año más joven. Algún día tendré que escribir su historia, con la ayuda por supuesto tendenciosa de mi madre y alguna intervención de mi padre, y ya que estamos la historia de todos ellos, los que vinieron de España por parte de padre y por parte de madre. Será un buen emprendimiento. Habrá que voltear algunos tabúes. Habrá que escarbar mucho y encontrar un estilo. Ya veremos. Por ahora sólo quería recordar un poco a mi abuela, antes de seguir caminando en el desierto.
[15/1/2003]
Dumbledore lowered his hands and surveyed Harry through his half-moon glasses.
“It is time,” he said, “for me to tell you what I should have told you five years ago, Harry.
“Please sit down. I am going to tell you everything.”
(Adelanto del quinto libro de J. K. Rowling, Harry Potter and the Order of the Phoenix, que saldrá a la venta el próximo 21 de junio.)
[14/1/2003]
El Gran Houdini se hundía rápidamente en un mar con mil metros de profundidad. Llevaba las manos atadas a los pies, los pies atados a la cintura, el cuello atado a las rodillas. Las sogas, a su vez, iban rodeadas por gruesas cadenas de las que tiraba una bola de acero, maciza, con un peso de dos toneladas. Todo, Houdini y las sogas y las cadenas y la bola de acero, bajaba rodeado por una jaula estrecha, un cubo de un metro de lado, hecha con barrotes gruesos y soldados entre sí por expertos insobornables.
—Por fin —pensó el Gran Houdini— una situación de la que no puedo salir.
Y se relajó para disfrutar de la nueva sensación.
[13/1/2003]
Clara separó los dedos y dejó caer la arena en tres cascadas áridas.
—No iré —dijo María, paseando los ojos más allá del horizonte.
Adela se tapó la nariz y la boca con la mano, sin poder ahogar la risa que le hacía cosquillas desde adentro.
Clara pisó con rabia la arena caída y deseó volver a tenerla en su poder.
Marta decidió cooperar, pero nadie se fijó en ella.
—Pueden dejar de insistir —dijo María, cruzando los brazos bien apretados contra el pecho.
Adela se sentó en una piedra, todavía sacudida por fenómenos internos.
Marta decidió no cooperar, pero nadie se fijó en ella.
Mientras tanto, Nora caminaba por el borde, con los puños apretados, a un centímetro de caer para siempre.
[12/1/2003]
Cerró la puerta tras de sí. Allá afuera, sus pasos se apagaron en los charcos de lluvia.
Cerró la puerta con un golpe. Una vez afuera, corrió a lo largo de los charcos de lluvia.
Cerró la puerta sin piedad. Corrió por la calle, saltando de un charco de lluvia al siguiente.
Cerró la puerta sin mirar atrás. Tampoco se volvió luego, mientras corría por la calle mojada.
Cerró la puerta como si eso bastase para huir. Luego corrió bajo la lluvia.
Cerró la puerta, le pareció insuficiente y agregó dos vueltas de llave. Luego tiró la llave a un charco de agua y se fue caminando en dirección contraria.
Cerró la puerta como todos los días pero era la última vez. Sin mirar atrás, se alejó lentamente tratando de evitar los charcos de agua.
Cerro la puerta otra vez, como siempre. Salió a la lluvia, a caminar por los charcos del día.
Cerró la puerta, luego cerró la verja, luego cerró su mente a los recuerdos. A paso cerrado avanzó bajo la lluvia.
Cerró la puerta con suavidad, se arrepintió y la abrió para volver a cerrarla de un golpe. LLovía, pero después de pisar algunos charcos dejó de importarle.
Cerró la puerta luego de echar un último vistazo al interior. Como las gotas de lluvia que le cayeron en la cara, sólo pasaría por allí esa única vez.
Cerró y se fue. Llovía.
[12/1/2003]
Los chicos juegan a esconderse de ella. Cuando los encuentra, juegan a matarla. Ella se va caminando, llorosa y lenta, a abrazarlo al padre.
—Papá, me mataron.
[11/1/2003]
Hoy es uno de esos días en que, más allá de cómo regule la ducha, el agua sale demasiado fría o demasiado caliente.
[10/1/2003]
En la cocina de mis padres hay dos ventanas que dan a un espacio lateral entre edificios. Al otro lado hay unos metros de jardín, un retazo de calle, otros edificios en hilera hasta lo que debería ser el infinito pero es sólo un par de cuadras más allá. Viven en el quinto piso.
Los vidrios de las ventanas son casi espejos cuando se los mira desde afuera. Desde adentro tienen un tono ahumado, con la virtud de apaciguar el mundo. Cuando las ventanas están cerradas, el exterior se ve más tenue, más amable, más tranquilo. Hasta los ruidos llegan amortiguados. Luego de un rato el color marrón claro empieza a parecer dorado.
Las cortinas tienen un estampado blanco y rosa, que por suerte hace juego con las puertas de la alacena. Vienen de Ramos Mejía, muchos años atrás, pasando por el otro departamento que mis padres tuvieron en Palermo. Esas cortinas conocieron ventanas de todos los colores.
Mi madre siempre pregunta si abre un poco porque hace calor, o si cierra un poco porque hace frío, o si abre un poco para que entre más luz, o si cierra un poco para evitar tanto sol. Mi padre pela su naranja con dedicación, como si aún estuviera aprendiendo la técnica que usa desde que tengo memoria.
Hablamos de médicos y de la historia de Ramos Mejía. Comemos pollo al horno. El tiempo sigue avanzando y no regresa, como si él también atravesara un vidrio casi espejo, de esos que no devuelven toda la luz que dejan pasar.
Diez años después el tiempo insiste en seguir avanzando y no regresar. Mis padres murieron, los dos, en 2009. Ahora esa cocina es esta cocina, la mía. No suele haber pollo al horno ni naranjas, y ya no se habla de la historia de Ramos Mejía. Quité las cortinas, están guardadas. Algo permanece: los vidrios, que siguen siendo los mismos.

