Autor: Eduardo Abel Gimenez

Luces verdes que titilan

[29/4/2002]

Cada uno lleva en la cintura una luz verde que titila. Mientras la gente baila en la semioscuridad, con la música a todo volumen, las lucecitas verdes forman su propia danza, un tejido de movimientos entrecortados, cruces, giros, sí, no, sí, no, tal vez. Y con cada lucecita hay un celular que envía y recibe ondas invisibles, la posibilidad continua de una comunicación, algo que decir y algo que oír. O no: cada luz verde puede ser sólo el anuncio de sí misma, una entidad con la única función de decir “aquí estoy”, “aquí estoy”, “aquí estoy”. Una vez por segundo.

Todo está lleno de ondas, no sólo las celulares. Para empezar, la propia música, intensa, con esos bajos de DJ que intentan ponerle ritmo al corazón. Luego la mirada de los bailarines, un juego de fintas y contrafintas, un ejercicio de olas que se acercan a las playas de otros ojos y vuelven a alejarse, un mirar y ser mirado a veces tímido, a veces insolente, un juego de espejos invisibles. Siguen las ondas de la iluminación, lámparas que giran, colores primarios sobre la ropa también ondulante. Y más adentro, en lo profundo, donde ya no puedo percibir, hay ondas de radio, rayos cósmicos, otras danzas más veloces y complejas, otros modos de mirar y ser mirados por parte de cosas que ni pueden ver ni permiten ser vistas.

Y si hay un celular que suena, ¿cómo van a oírlo, en esta falta de espacio, en esta saturación? Está demasiado lleno de cosas que vibran. Sentado en un sillón, agarrándome el estómago, no alcanzo a hacer la suma completa. Necesito un poco de espacio, ahora mismo. Cerca de mí hay una ventana abierta, por la que de pronto entra una onda inversa a todo el resto: una ráfaga de aire fresco. Aire limpio. Aspiro hondo, dejando que una corriente de dilatación, otra onda pero ahora expansiva, recorra mi interior. No es que algo cambie en realidad, pero se reduce un poco el nivel de angustia.

[29/4/2012]

Me acuerdo bien de esa noche. Era un cumpleaños en casa de amigos, que habían contratado DJ, luces y todo, justamente, para que la fiesta fuera memorable. Lo que no puedo creer, de ninguna manera, es que ya hayan pasado diez años.

Ahora es raro pensar que todos los celulares tengan una luz verde que titila. Ya no es así. Pero era, diez años atrás.

Tecnología tirana

[29/4/2002]

Comforts of Home Yield to Tyranny of Digital Gizmos (New York Times). “Of all the forces that permeate daily life, perhaps nothing has become more of a tyranny than the bits and pieces of technology that are meant to help one get through the day more easily, but instead are a source of frustration.” Un artículo brillante (vía Tomalak’s Realm).

[29/4/2012]

El link del New York Times, que sigue vigente, lleva a una versión del artículo dividida en cuatro páginas. Como ahora el NYT limita a diez los artículos que se puede leer gratis en un mes, acá va un link al artículo en una sola página. (Es un poco más complicado: si uno llega al NYT desde el link de un blog, puede leer la página, pero al pasar a la siguiente la cuenta sube; me acaba de pasar, y ya tengo los diez artículos del mes leídos. El link a todo en una página vale para quien quiera ir sin que aumente su cuenta de artículos leídos.)

Tomalak’s Realm: no da error, pero tampoco hay nada.

Mi computadora se cuelga

[28/4/2002]

Mi computadora se cuelga todo el tiempo. Pensé que era un problema de software y me lancé a una reinstalación desde cero. Pero no, es de hardware. Así que ahora llegué a duras penas a reinstalar Windows 98, la conexión a Internet, el antivirus (con su correspondiente actualización vía Internet) y el programa de email. En ese orden, ¿no es notable?

Cada sesión entre colgaduras dura de cinco a veinte minutos. Mañana voy a llamar a un técnico, mientras sufro trabajando de a ratos. Es como estar bajo el agua, con una oportunidad de vez en cuando para subir a respirar. Qué porquería depender tanto de un aparato tan complejo y poco confiable.

[28/4/2012]

Lo notable del orden en que instalé el software era poner Internet tan al frente. Hasta poco antes, instalaba las herramientas de trabajo local: Office 95, Photoshop 4, PageMaker 6, CorelDraw 7, Visual Basic 5 (todos estos programas ya eran viejos, pero todos eran originales, comprados en negocios reales con vidrieras a la calle).

Además, Windows 98…

Con el tiempo, este post se convirtió en uno de los más comentados de la Mágica Web. Mucha gente lo tomó como un foro donde preguntar qué hacer cuándo se le colgaba la computadora. En algún caso, alguien se asomó para responder. Al momento de escribir esto hay 75 comentarios. No sé si vendrán más por acá. En el original de la Mágica Web los cerré.

Viaje al centro

[27/4/2002]

Estaba sentada frente a mí, con las piernas cruzadas. La pierna de arriba le daba patadas rítmicas al aire, como tratando de librarse de algo que iba y venía, iba y venía. Patadas enérgicas, un poco sorprendentes en alguien que por lo demás estaba en calma, miraba hacia ninguna parte y no tenía enemigos a la vista. En la punta de la patada había una mezcla de zapato y zapatilla, cuero negro con dos rayas blancas al costado, sin suela, con cordón. La parte de atrás, sobre el talón, era muy baja, así que a cada momento parecía que el zapato iba a salir despedido, y entonces iba a venir a parar más o menos a mis manos, juro que inocentes.

Tenía más de dieciocho años y probablemente menos de treinta y cinco, y ese tipo de labio superior que es grueso a los costados (pensar en Michelle Pfeiffer). Clavado en el lado izquierdo de la nariz llevaba una especie de botoncito plateado, del tipo que siempre me hace considerar si con algo así no se dificulta el sonarse los mocos. El pelo era apenas asimétrico: raya dos centímetros a la izquierda del centro, luego caída a dos aguas. Llevaba un pantalón negro barato, una campera verde de tela afelpada cara, una bolsa de tela azul y una bolsa de plástico rojo. En las manos, cruzadas sobre la bolsa de plástico, cinco anillos: cuatro plateados, uno negro. Un dedo de luto.

Estábamos en el subte, línea D, rumbo al centro. Los vagones eran raros, nuevos, nunca los había visto. Tuve la sensación nada desagradable de estar en otra ciudad. Me imaginé que de pronto la gente se ponía a hablar en otro idioma, y entonces la sensación decayó en algo un poco depresivo. Pero nadie hablaba. Eran las doce del mediodía, o mejor dicho un poco antes de las doce a la hora de las patadas, un poco después de las doce cuando la pateadora bajó en Facultad de Medicina o en Callao. Yo seguí hasta Tribunales.

(…)

Vi la tapa de Página/12 en un kiosco: “LAS DOS CLAVES DE LA VAGINA” Qué raro, pensé, medio distraído: había leído Página/12 más temprano, y recordaría un título así. Entonces lo vi de nuevo. No decía “LA VAGINA”. Decía “LAVAGNA”. Lavagna es el nuevo ministro de economía, lo anoto ahora por si en unos días lo llego a olvidar.

(…)

Los sábados al mediodía, sobre la avenida Corrientes, se puede comprar libros usados o de saldo, revistas, diarios. También se puede comprar golosinas, cigarrillos. Se puede ir a un bar, comer algo. Se puede mirar los grandes carteles de los teatros y, al menos en uno de ellos, sacar entradas. Una birome se puede comprar, también; yo compré una. Y nada más. El resto de los negocios está cerrado. Buscaba un anotador, o una libretita, porque tenía la urgencia de escribir un par de cosas: algo nuevo en mí, un paso más en este relanzamiento como escritor que empecé un par de meses atrás. Pero los sábados al mediodía, sobre Corrientes, está prohibido escribir; sólo se puede leer.

Con la nueva birome en el bolsillo fui al bar Ramos, donde me iba a encontrar con mi cliente. Mi cliente siempre llega tarde, de manera que ya me imaginaba escribiendo en las servilletas del bar mientras lo esperaba: desplegando una, apoyándola junto al café, escribiendo exactamente esto y esto otro (lo de la tapa de Página/12, por ejemplo; lo del dedo de luto). Así que fue una decepción verlo ahí: había llegado antes que yo. Me las arreglé para sonreír, saludarlo, sentarme, y de pronto ya había pasado el deseo de escribir. Me había puesto el sombrero de hombre de negocios.

(…)

Tengo trabajo: un montón de revistas de crucigramas, avanzando de a cuatro en fondo, a la velocidad tremenda que impone el calendario.

(…)

Después de la entrevista caminé de más, todavía buscando un anotador o una libretita para usar en el subte de vuelta. Así llegué por Corrientes hasta Libertad, y luego por Libertad hasta Lavalle. Durante los fines de semana esa entrada de la estación está cerrada. Tuve que seguir unos metros más y luego atravesar la plaza hacia Talcahuano. Eso me permitió ver algo que valía la pena:

Están arreglando algo en el techo del Palacio de Tribunales. A ambos lados de la entrada principal, sobre Talcahuano, donde las subidas y bajadas del edificio alcanzan su punto más alto, hay unos paneles métálicos que ocultan lo que se hace atrás. Por encima de los paneles del lado derecho, vistos desde la calle Libertad, asoman dos círculos idénticos a las orejas de Mickey Mouse.

(…)

Abajo, en el andén, todos los negocios estaban cerrados. Uno de ellos, de CTI Móvil, tenía un cartel pegado en el vidrio de la puerta: sobre una hoja blanca, en la tipografía torpe de quienes usan PC para sus carteles pero no se ocupan del diseño, decía “BIENVENIDOS”. Adentro, un par de estantes, unas cajas vacías, algo parecido a un calefón.

Cerca del extremo del andén, una mujer tenía una pila de libros escolares. Después iba a comprobar mi sospecha: que los vendía a un peso en el subte. Los había apoyado en un tacho de basura, y estaba pasando las páginas del de arriba. Es sorprendente esa relación diferente que tienen con la basura quienes seguro que la han recorrido en busca de algo aprovechable. El tacho era un sitio perfecto donde apoyar los libros; la suma de alturas del propio tacho más la pila de papel hacia que el libro de arriba quedase, en relación con los ojos de la mujer, como algo apoyado en un escritorio queda en relación con quien se sienta a leer. La mujer era bastante baja. A mí, la misma combinación me habría producido dolor de cintura, como lavar los platos.

El subte vino bastante lleno, pero así y todo conseguí sentarme. Había otra mujer enfrente, muy delgada, mayor de treinta y probablemente menor de cuarenta y cinco. Tenía las manos apretadas entre las piernas flacas, y los labios muy cerrados, muy tensos, tanto que los músculos de la mitad inferior de la cara formaban un bajorrelieve complicado. No sé si trataba de evitar la entrada de algo o la salida. Los ojos se movían con rapidez, de acá para allá, casi sacudiendo a su paso el flequillo disperso que llegaba a la mitad de la frente.

Yo venía pensando en los crucigramas, así que el viaje se hizo corto. Bajé en Juramento, saliendo hacia atrás para usar la escalera mecánica. Algunas cosas han cambiado en esa cuadra: los precios de los CDs grabables, por ejemplo, que están al doble; y Tower Records, que se convirtió en algo así como la embajada de Marte, un sitio donde ya no hay motivos para entrar y donde se habla de cosas que uno ya no entiende y en las que no tiene interés.

A la vuelta también hay cambios; Free World, el tenedor libre, puso en la vidriera otro de esos carteles de aficionado a la ink-jet, con una leyenda que me pregunto si tendría sentido en algún otro país del mundo: “EN REPUDIO AL FERIADO BANCARIO Y A LA POLÍTICA DEL GOBIERNO, 2 X 1.” Eso sí, hay que descartar cualquier connotación sangrienta del “2 X 1”, cualquier amenaza posible. Se refiere a la cantidad de personas que pueden comer pagando una sola tarifa.

[27/4/2012]

A esta altura, la Mágica Web ya no era como había empezado dos meses y medio antes. Ahora era “este relanzamiento como escritor que empecé un par de meses atrás”. De ahí en más: muy pocos links, mucha escritura.

Acababa de asumir Roberto Lavagna como ministro de economía. Era un desconocido, y con la situación de entonces no se me hubiera ocurrido pensar que duraría años en el puesto. La confusión al leer la tapa de Página/12 fue real, como todo lo que conté en este relato. Acá está el diario en cuestión.

La cosa de los crucigramas no prosperó.

Tower Records, por supuesto, cerró un tiempo después. También Free World.

Mudando “MágicaWeb”

[26/4/2002]

Estoy mudando MágicaWeb de un servidor a otro. El viejo está en California. El nuevo, en Buenos Aires. La mudanza se propaga de a poco a lo largo y a lo ancho de Internet, y mientras ocurre se producen situaciones insólitas. Una es que en este preciso momento Blogger (el proveedor del servicio que hace posible este weblog), situado en California, ya tiene acceso al servidor de Buenos Aires. Y yo, que estoy en Buenos Aires, todavía veo el servidor de California.

[26/4/2002]

Con “MágicaWeb” me refería al dominio magicaweb.com, donde ponía contenidos más “estructurados”, por usar alguna palabra, que en el blog. El blog seguía en Blogger, como ciudadano de segunda clase. Esto cambiaría pronto… (Suspenso hasta el próximo episodio.)

El viajero del tiempo – Capítulo 2

[25/4/2002]

El viajero del tiempo llega al mundo del futuro.
Hoy: Cohetes y robots

Los cohetes eran rojos, azules, verdes, amarillos, colores brillantes a la luz del sol implacable de la Luna, recortados contra el fondo negro del espacio, quietos contra el telón movedizo de las estrellas. En posición vertical, tenían forma de botella de Coca-Cola, pero terminaban en punta: como una mezcla de botella y jeringa. Se apoyaban en tres patas, tres paralelogramos que en el espacio actuaban como aletas. Una escalerilla llevaba a la claraboya circular, en medio del ensanchamiento de arriba.

—Ahí vienen —dijo en mi oído el director del espaciopuerto, o mejor, su voz en mis auriculares. Ambos, aunque refugiados en la cúpula, estábamos enfundados en trajes espaciales, porque eran tiempos de emergencia.

—¡Son cientos! —agregó la doctora Liz Biz, de pie junto a mí en su seductor traje de color rosa.

Ante el aviso miré con más atención. Era verdad. Entre los cohetes, un hormigueo de formas metálicas avanzaba hacia nosotros: los robots rebeldes.

—Oigan —dijo el director, y movió un dial en el aparato que llevaba en las manos.

De inmediato, el estruendo me llenó la cabeza hasta marearme. Eran gritos de voces en cinta magnética, voces de máquina:

—¡Muerte a los humanos! ¡Libertad a las máquinas! —decían, o intentaban decir en su ineficaz imitación de las palabras. En tanto, los robots se acercaron hasta el punto en que pude distinguir el brillo enloquecido de los cerebros electrónicos dentro de su pecho de metal transparente, el agitarse de extremidades con forma de martillo, de pinza, de destornillador, de rayo láser.

La doctora Liz Biz se apoyó en mi costado y me tomó el brazo, tal vez buscando protección.

El director bajó el volumen de las voces robóticas.

—Debemos retroceder —dijo, mientras hacía señales al pelotón de hombres que, también en sus trajes espaciales, formaba fila a nuestras espaldas.

Pero no llegamos a obedecerle. Ante nuestros ojos, el hormigueo de robots se detuvo. El ruido de casi-voces declinó hasta el borde del silencio. Y una grieta gigantesca se abrió en medio del espaciopuerto, entre ellos y nosotros. Por la grieta surgió un tentáculo verdoso que se agitó como un látigo y envió por el aire media docena de robots de la primera línea.

Nos quedamos inmóviles, la capacidad de reacción superada por la sorpresa. Tras el primer tentáculo apareció otro, y luego otro más, y otro, y otro. Y entre los tentáculos, una cabeza de pesadilla, una masa de gelatina envuelta en burbujas, un pico de pato monstruoso, ojos saltones inyectados en sangre. El monstruo alienígena terminó de extraer los tentáculos del subsuelo y con ellos barrió todos los robots y la mayor parte de los cohetes. El director del espaciopuerto, sus hombres, la doctora Liz Biz y yo retrocedíamos lentamente, con las bocas abiertas por el asombro.

—Menos mal que está de nuestro lado —dijo alguien, tartamudeando, en los auriculares.

Grave error. Terminada la tarea con los robots, el monstruo giró su odio inhumano hacia nosotros. Un brillo de satisfacción le recorrió las burbujas más repugnantes, mientras iniciaba su avance hacia la cúpula. Sin previo aviso, el tentáculo de adelante se extendió, atravesó la cúpula haciendo un agujero en el vidrio blindado, y con un movimiento rápido rodeó el cuerpo de la doctora Liz Biz y la elevó por los aires.

—¡Socorro! —gritó la doctora Liz Biz. El tentáculo la balanceaba a un par de metros por sobre nuestras cabezas.

Echamos mano a las armas y disparamos contra el monstruo, pero era inútil. Los rayos rebotaban contra una especie de coraza que, ahora lo veíamos, cubría su infecto organismo.

La desesperación se estaba apoderando de nosotros, cuando ocurrió otro suceso imprevisto: un rayo, una luz cegadora que provenía del espacio apareció por la izquierda y rápidamente se situó encima del monstruo. Cuando se redujo la intensidad, pudimos ver que se trataba de una espacionave en forma de flecha, dorada y escarlata, brillante como un sol.

—¡El capitán Scary Scarlet! —anunció el director del espaciopuerto, con voz triunfal.

Aprovechando la distracción del monstruo, que había girado sus ojos hacia la nave del capitán Scary Scarlet, corrimos a resguardarnos tras una mampara. El capitán Scary Scarlet no perdió la oportunidad: una serie de rayos blancos, que dibujaban un cono, partió de la espacionave y rodeó al alienígena, atrapándolo en su interior. Un último rayo zigzagueante partió en dos el tentáculo que retenía a la doctora Liz Biz, quien cayó al suelo. Corrí a buscarla y la ayudé a protegerse con los demás.

Por último, un campo de fuerza violáceo descendió de la espacionave de Scary Scarlet, atrapó al alienígena y lo elevó unos metros por encima de la cúpula. Sin soltar su presa, la espacionave emprendió vuelo otra vez y desapareció más allá del horizonte.

Ahora sí, creímos estar a salvo. Suspiramos aliviados. La doctora Liz Biz, ahogando los últimos sollozos, me abrazó. Nuestros cascos entraron en contacto. Aprovechando esa repentina intimidad, en que el sonido podía transmitirse directamente de casco a casco, la doctora Liz Biz desconectó su equipo de radio y me habló.

—Debo confesarle algo —dijo, y se ruborizó intensamente mientras bajaba los ojos—. Soy una mujer casada.

(Continuará.)

[25/4/2012]

Como ya aclaré antes, esto no tiene relación con mi novela El viajero del tiempo llega al mundo del futuro, que acaba de aparecer en la Feria del Libro de Buenos Aires. El título me quedó grabado, siempre quise hacer algo, y finalmente, el año pasado, lo usé.

El gato y el árbol

[25/4/2002]

Las fábulas de Gimenez.
Hoy: El gato y el árbol

Una vez un gato entró en pánico, por motivos reales o no, y como suelen hacer los gatos corrió a treparse a un árbol. Llegó muy alto antes de mirar atrás, llegó donde el peligro seguramente no tenía derecho a perseguirlo.

Una vez ahí se detuvo y, en equilibrio sobre una rama angosta, consideró el siguiente problema: cómo iba a bajar. Estiró una pata hacia el tronco, lo acarició varias veces y comprobó que por ese lado estaba condenado a resbalar y caer. Dio media vuelta. Avanzó unos pasos por la rama, una pata por vez, suavemente, hasta asegurarse de que la rama no llevaba a ningún lado. Entonces retrocedió, muy lentamente, usando las uñas para aferrarse, hasta llegar de nuevo junto al tronco. Ahí se acostó. A falta de algo mejor, empezó a limpiarse.

Era de día, así que tenía que mantenerse escondido. Si alguien lo veía, iba a venir con una escalera para tratar de rescatarlo. Y se sabe que los gatos no quieren ser rescatados. De manera que, salvo las sucesivas operaciones de limpieza, se mantuvo quieto. Durmió, también, mientras pasaban las horas.

Se puso el sol. Se encendió alguna lamparita en la calle, débil, distante. La gente dejó de hacer ruido, dejó de pasar, apagó las luces en las casas. El gato, ahora completamente despierto, esperó un rato más, a que el último de los movimientos se acabara. Entonces, cuando ya no hubo riesgo de que lo descubriesen, se levantó, anduvo hasta el punto más lejano del tronco que se atrevió a pisar, y con un solo impulso decidido desplegó las alas y se fue volando.

Moraleja: Otra vez olvidé mi medicación.

Qué es una obra de arte

[25/4/2002]

“Una obra de arte es un aparato que permite comunicar entre sí dos almas, por medio de la hipnosis.” Lo escribe Jorge Varlotta en un email. Le pregunto si puedo ponerlo en mi weblog. Me contesta:

“Bueno, lo he dicho a menudo, pero cuando lo hago ‘públicamente’ me veo obligado a aclarar que es un concepto que aprendí hace muchísimos años en un libro genial (que nunca volví a encontrar) llamado Psicoanálisis del arte, del francés Charles Baudouin. Creo que fue publicado por la editorial argentina Siglo XX. Pero te hablo de 1965… Lo curioso es que nunca más vi esas cuestiones tratadas por nadie más. Y es un libro fundamental para cualquier artista (especialmente por su análisis de lo que es y lo que significa el narcisismo en un artista).”

[25/4/2012]

En este momento hay varios ejemplares del libro en MercadoLibre y otros sitios semejantes.

Charles Badouin en la Wikipedia: en inglés (no dice nada), en francés (no lo entiendo). No está en castellano.

Christopher Locke

[24/4/2002]

“If you were maybe hoping for a more mature, balanced and overall adult assessment of recent events in my life, or — and this is important — yours, then you came to the wrong place.” (Christopher Locke en EGR list.)

[24/4/2012]

El sitio de Christopher Locke: ok.

EGR list: nopo. (Entropy Gradient Reversals era, o tal vez siga siendo, el servicio de Locke).

¿Por qué puse la cita? Porque servía muy bien para mi propio blog. Tanto que, al buscarla diez años más tarde en Google, la Mágica Web es el único resultado.

¿Sapo mutante?

[24/4/2002]

¡Maravilla! ¡Una niña encuentra un sapo mutante con dos cabezas! ¿O tal vez no? (Vía Online-Writing.)

[24/4/2012]

Explicar un chiste es horrible. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer cuando ningún link sobrevive?

El MetroWest Daily News, un diario de Boston, publicó una foto medio confusa en la que parecía haber un sapo con dos cabezas. Luego tuvo que desmentirlo: alguien más experto descubrió que cada cabeza tenía su sapo asociado, y ambos sapos estaban en pleno acto de disfrutar de la vida.

Por favor, que nadie pregunte cómo me acuerdo.