Categoría: Diario

Perro

[30/1/2003]

Llegamos a la conclusión de que los vecinos de arriba, cuando salen, dejan al perro encerrado en la cocina. El perro pasa horas tratando de cavar una salida por abajo de la puerta. Podemos oírlo. Desde nuestro departamento, las pezuñas que atacan las baldosas suenan como granizo desesperado, como un percusionista paranoico, como la tiza de un profesor chiflado que llena el pizarrón con fórmulas imposibles.

[30/1/2013]

Tuve que ir a confirmarlo. Los perros no tienen pezuñas. Son uñas, parece.

Cumpleaños

[26/1/2003]

Mi mujer tiene algo con los cumpleaños. En su agenda lleva una larga lista de nombres de amigos y parientes, desde los más o menos próximos hasta los más o menos distantes, cada uno anotado en el día de su cumpleaños, acompañado por la edad que alcanza la persona en cuestión durante el año de vigencia de la agenda. Así, por ejemplo, el espacio que corresponde al 17 de junio en la agenda actual de mi mujer tiene esta anotación: “Eduardo (49)”

No es grave, excepto para quienes hacen un culto de esconder la edad. Y el sistema tiene la ventaja de que mi mujer puede recordarme los cumpleaños de mis amigos, que librado a mi suerte siempre acabo olvidando.

Lo malo es pensar que en un sitio oscuro, no muy lejos de aquí, debe haber una Antisusanne que escribe en una agenda idéntica, con la sola diferencia de que cada número entre paréntesis se refiere a una cuenta regresiva.

[26/1/2013]

Ahora, por supuesto, esa función la cumple Facebook. La de recordar los cumpleaños, digo. Con respecto a la edad, no todo el mundo la pone.

Músicos

[24/1/2003]

Tres de los músicos estaban sentados en hilera, en sillas iguales a las nuestras y a la misma altura, muy cerca de nosotros, los espectadores. Tocaban instrumentos de viento. Detrás de ellos estaba el contrabajista. Unos metros a la izquierda, el pianista. No era la sala principal de un teatro, sino más bien el hall.

Detrás de lo que debía ser la entrada a la sala había otros dos músicos, un poco escondidos para disimular la estridencia de sus instrumentos. Uno de ellos tocaba una especie de trombón combinado con una tuba, pero negro. El otro, curiosamente, tocaba el cello, y por supuesto no se oía nada.

Cuando la música terminó y los tres músicos de adelante se quitaron los instrumentos de la cara pude ver que eran muy viejos. Los aplausos entusiastas los tomaron por sorpresa y se pusieron a llorar, el de la izquierda con la cabeza apoyada en el del medio, el del medio con la cabeza apoyada en el de la derecha, el de la derecha mirando hacia un horizonte imaginario donde esos aplausos duraban para siempre.

“Qué raro que puedo recordar este sueño”, me decía yo todavía dormido. No suelo recordar los sueños, pero este parecía destinado a permanecer. Y seguramente ese pensamiento, esa idea de estar recordando el sueño cuando todavía no había terminado es lo que me permite recordarlo ahora que saltó hacia mí como uno de esos muñecos con resorte que acechan en las cajas de las películas de terror.

Afeitadas

[18/1/2003]

Quienquiera que haya inventado la máquina de afeitar de doble filo es un genio. Si el doble filo realmente afeita mejor, se trata de un hallazgo sorprendente. Y si no, entonces es uno de los mayores logros de la historia del marketing.

*

Cuando apareció la espuma de afeitar en aerosol, que con el tiempo iba a destronar para siempre la combinación de brocha y bacía, hubo una propaganda inmensamente efectiva. Alguien usaba la espuma mientras, con enorme felicidad, explicaba a los televidentes: “Yo también creía que lo que ablanda la barba es la brocha. Y resulta que es la espuma.” Con énfasis en las últimas palabras. El truco fue transmitir, a todos los ignorantes y estúpidos que atribuíamos a la brocha propiedades inexistentes, que estábamos irremediablemente equivocados, pero a la vez que no éramos los únicos, y que aún teníamos posibilidad de redimirnos.

Sigo sin saber qué ablanda la barba. Pero es imposible afeitarse sin brocha o sin espuma. Eso sí: primero hay que mojarse la cara con agua caliente, y la barba está mucho más blanda después de ducharse. De todos modos no importa si aquella propaganda simplificaba las cosas, o era un engaño. Nos convenció a todos.

(Mi padre tardó en adaptarse a los tiempos. Seguía con su brocha y su bacía, hasta que estuvieron perdidas durante días tras su última mudanza, hace un año y medio. Como ya nadie vende brochas y bacías (y casi nadie sabe qué es una bacía), tuvo que comprar espuma en aerosol. No sé si luego encontró los objetos extraviados. Supongo que sí, pero ya no importa, porque mi padre jamás volvería a usarlos por propia voluntad.)

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Afeitarse no es algo tan irracional y dependiente de la moda como puede parecer a primera vista. Es un homenaje a las grandes regiones del cerebro del prójimo que están dedicadas al reconocimiento de caras.

[18/1/2013]

Por supuesto, ahora uso máquinas de afeitar de triple filo. Todavía me resisto a aceptar que las de cuádruple filo tengan algún sentido.

Porteros eléctricos

[18/1/2003]

Por algún motivo, el ingenio colectivo no consiguió todavía un nombre mejor para los porteros eléctricos. “Portero eléctrico” es una expresión larga, molesta. Y todavía peor, ofensiva, cuando la abreviamos: “Sonó el portero”, “Alguien tocó el portero”. Los porteros (los de carne y hueso) deben sentirse agredidos cuando oyen esas frases. Nos acercamos y le decimos al hombre que está solo y espera allá en la planta baja: “El portero no anda”. No entiendo por qué no responde con una trompada.

Claro, el portero de carne y hueso no es en realidad portero sino encargado. Pero “portero” es la palabra que está en mente de todos. Si no fuera así, el “portero eléctrico” se llamaría de otra forma.

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El portero eléctrico de mi edificio tiene un problema de representación. Está girado noventa grados. La hilera inferior de botones no representa la planta baja, sino los departamentos C. La que sigue, los departamentos B. Y la de arriba los A. Tres hileras solamente, para un edificio con dieciocho pisos. Los pisos, a diferencia de lo que se ve en cemento y ladrillo, aquí son columnas verticales, una al lado de la otra. El piso de la extrema izquierda (por usar una expresión común en un contexto diferente) es el primero. El de la extrema derecha (ver comentario sobre la extrema izquierda) el 18.

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En los últimos treinta años deben haber inventado otras tecnologías para los porteros eléctricos. Es difícil creer que no haya nada nuevo. ¿Por qué, entonces, tenemos que soportar esa maraña de cablecitos que no se entienden a sí mismos, tan poco resistentes a la humedad, que se prolongan en el espacio hasta esos antiguos aparatos símil teléfono que adornan la pared de cada cocina, donde la gente los cuelga mal y entonces nadie más oye nada hasta el día siguiente, la misma maraña de cablecitos de colores que se pone contenta como un perrito cuando viene el técnico, para sacar un par de tornillos con las manos engrasadas y volver a ponerlos tras alguna reparación sacada directamente de los Picapiedras?

Quiero otra cosa, algo diferente, que aproveche las ventajas de los nuevos sistemas de comunicaciones. Y no, no me consuelo con esa cámara miope que puso Cablevisión y que permite a los vecinos más neuróticos ver si tengo el mismo short de ayer, en directo, por el canal 98.

[18/1/2013]

Qué cosa ese servicio de Cablevisión y su canal 98. Me imagino que hace mucho que no existe. No existe, ¿no?

Agua

[11/1/2003]

Hoy es uno de esos días en que, más allá de cómo regule la ducha, el agua sale demasiado fría o demasiado caliente.

En la cocina de mis padres

[10/1/2003]

En la cocina de mis padres hay dos ventanas que dan a un espacio lateral entre edificios. Al otro lado hay unos metros de jardín, un retazo de calle, otros edificios en hilera hasta lo que debería ser el infinito pero es sólo un par de cuadras más allá. Viven en el quinto piso.

Los vidrios de las ventanas son casi espejos cuando se los mira desde afuera. Desde adentro tienen un tono ahumado, con la virtud de apaciguar el mundo. Cuando las ventanas están cerradas, el exterior se ve más tenue, más amable, más tranquilo. Hasta los ruidos llegan amortiguados. Luego de un rato el color marrón claro empieza a parecer dorado.

Las cortinas tienen un estampado blanco y rosa, que por suerte hace juego con las puertas de la alacena. Vienen de Ramos Mejía, muchos años atrás, pasando por el otro departamento que mis padres tuvieron en Palermo. Esas cortinas conocieron ventanas de todos los colores.

Mi madre siempre pregunta si abre un poco porque hace calor, o si cierra un poco porque hace frío, o si abre un poco para que entre más luz, o si cierra un poco para evitar tanto sol. Mi padre pela su naranja con dedicación, como si aún estuviera aprendiendo la técnica que usa desde que tengo memoria.

Hablamos de médicos y de la historia de Ramos Mejía. Comemos pollo al horno. El tiempo sigue avanzando y no regresa, como si él también atravesara un vidrio casi espejo, de esos que no devuelven toda la luz que dejan pasar.

[10/1/2013]

Diez años después el tiempo insiste en seguir avanzando y no regresar. Mis padres murieron, los dos, en 2009. Ahora esa cocina es esta cocina, la mía. No suele haber pollo al horno ni naranjas, y ya no se habla de la historia de Ramos Mejía. Quité las cortinas, están guardadas. Algo permanece: los vidrios, que siguen siendo los mismos.

En blanco

[9/1/2003]

En un weblog, el miedo a la página en blanco se reemplaza por el miedo al día en blanco.

La memoria del mozo

—Vamos a tomar una Fanta, una cerveza tres cuartos y un agua sin gas —le dije al mozo—. Y vamos a comer una pechuga de pollo a la parrilla, deshuesada, con papas fritas; costillas de cerdo con puré de manzana; y costillas de cerdo a la riojana.

El mozo asintió apenas con la cabeza y empezó a irse. Nos quedamos, como siempre, asombrados con esa memoria prodigiosa que permite a algunos humanos recordar tantas cosas dichas rápidamente y una sola vez. Entonces, a dos metros de la mesa, el mozo se dio vuelta.

—¿Era una Coca? —preguntó.

—No, una Fanta —contesté.

Bueno, un desliz cualquiera lo tiene. A los dos minutos el mozo trajo la Fanta y la cerveza.

—El agua era con gas, ¿no?

—No, sin.

—Ah, bueno.

Fue. Volvió con el agua sin gas.

—Una pechuga… —dijo, y se quedó esperando, como para que yo terminara la frase.

—Deshuesada, a la parrilla, con papas fritas —completé, obediente.

—No, eso ya lo sé —dijo el mozo—. Los otros platos se me fueron de la cabeza.

Así es como caen los mitos. Sin avisar.

*

En el mismo restaurante tienen el menú en castellano y, en una columna a la derecha de cada página, en inglés. Eso sí, nadie garantiza que si uno pide algo en inglés reciba lo mismo que si lo pide en castellano. La sección “Pastas”, por ejemplo, poblada de spaghetti, ñoquis, ravioles y sorrentinos, está encabezada en la columna derecha con la palabra “Pastry”. (Trampas de los diccionarios, se llaman esas cosas.)

Bichos verdes

[6/1/2003]

Anoche hubo un ataque de esos bichos chiquitos de color verde, que buscan la luz, de los que no sé el nombre. Eran cientos sólo en la ventana del living, todos luchando para entrar cuando la abrí para sacar al balcón las zapatillas de Gabriel (era noche de Reyes): los sentí en la cara como una telaraña espesa. Antes de verlos mi mujer creyó que llovía, pero era el ruido de ellos chocando con cada vidrio de cada ventana.

No sé qué combinación de humedades, temperaturas, composición del aire, rayos ultravioletas, ausencia de predadores habrá hecho posible esa proliferación. Recuerdo que hubo muchos de estos bichos cuando yo era chico, pero mi memoria recorre décadas sin volver a encontrar tantos juntos.

Esta mañana, los que lograron meterse en el departamento para tomar un contacto directo con el Dios Luz estaban desparramados por el suelo. Los barrí antes que mi familia se levantara: junté media palita, como granos de arroz tostados, ya sin el color brillante de la vida. Debió haber muchos millones en el barrio.

Me pregunto a qué se habrán dedicado estos bichos antes de que los humanos descubriéramos el fuego y, con él, la luz nocturna.